No hay duda de que Israel está cometiendo un genocidio en Palestina. Tampoco hay respuestas contundentes de la Organización de las Naciones Unidas, ni intervenciones sólidas de otros Estados para frenar la masacre.
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Uno de los efectos menos visibles, pero más profundos, del capitalismo es la atomización de la sociedad. Desde su origen el capitalismo fragmentó todo tipo de relaciones sociales por medio de la competencia. Tanto Marx como Engels en sus diferentes obras se han referido a este problema. Engels, en La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845), menciona que esta competencia provoca a su vez una brutal indiferencia y un duro aislamiento en cada individuo en sus intereses privados y afirma que el egoísmo sórdido es el principio básico del capitalismo. Ambos, en el Manifiesto del Partido Comunista (1848), afirman que “en donde la burguesía se ha asentado ésta ha arrancado despiadadamente los abigarrados lazos que ligaban a los hombres con sus superiores naturales y no ha dejado otro lazo entre hombre y hombre que el desnudo interés, que el seco pago al contado”.
El capitalismo, por tanto, nos coloca en una competencia permanente, ocasionando así una multiplicidad de identidades y grupos que, inevitablemente, terminan organizándose alrededor de sus propias experiencias de opresión. De ese modo surgieron los sindicatos, el feminismo, grupos ecologistas, antirracistas, LGBT+, entre otros. Por tanto, estos movimientos no surgieron como una artimaña del capitalismo para fragmentar a la sociedad (como suele pensarse) sino como una respuesta legítima frente a formas específicas de opresión y desigualdad. Cada grupo parte de su propia experiencia, porque la explotación capitalista no es homogénea: afecta de maneras distintas según género, clase, territorio u origen étnico.
Estos movimientos, en consecuencia, surgen porque el capitalismo oprime de maneras diferentes.
No explota igual a una mujer obrera que a un obrero blanco; no afecta igual a un campesino indígena que a una profesora rural; no golpea igual a una trabajadora trans que a un estudiante universitario. El capitalismo explota a cada sector en distintas dosis y formas. Y cada uno responde desde su lugar, con sus demandas específicas.
Pero aquí aparece la paradoja: si bien estas luchas son legítimas y necesarias, la misma atomización social que las origina, también las divide. La lucha, como la sociedad misma, se atomiza, se fragmenta. Así como el feminismo lucha por la igualdad entre hombres y mujeres; el movimiento obrero contra la precarización; el movimiento antirracista contra la discriminación, cada uno aunque por separado apunta al mismo sistema, rara vez logran articularse en un proyecto común. Éste es el punto débil de estos movimientos.
Sin embargo, aunque el capitalismo no haya inventado la diversidad de estas luchas, sí se apropia de ellas, las vacía de su contenido radical y las transforma en mercancía. Por ejemplo, cada junio, las grandes corporaciones ondean la bandera con los colores del arcoíris; lo mismo ocurre con las frecuentes campañas “verdes” que proclaman responsabilidad ambiental o con los discursos “feministas” que utilizan mientras explotan a mujeres en talleres clandestinos. De modo que lo que nació como oposición se convierte en mercancía.
El problema no es la diversidad de luchas. El problema es la falta de articulación de éstas. Es necesario entonces mostrar que todas esas opresiones tienen una raíz común en la lógica del capital, y que la lucha de clases es el terreno donde se pueden articular.
No para borrar las particularidades, sino para que cada una encuentre fuerza en la unidad.
No hay duda de que Israel está cometiendo un genocidio en Palestina. Tampoco hay respuestas contundentes de la Organización de las Naciones Unidas, ni intervenciones sólidas de otros Estados para frenar la masacre.
La sociedad capitalista es una sociedad basada en la ciega lucha de intereses egoístas, una sociedad cuyo desarrollo está sujeto exclusivamente a la “presión de las carencias”; por eso, es –como decía Marx– el verdadero “reino de la necesidad”.
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Escrito por Victoria Herrera
Maestra en Historia por la UNAM y la Universidad Autónoma de Barcelona, en España.