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La teoría marxista establece las premisas materiales necesarias para una revolución al sostener que “ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más altas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado en el seno de la propia sociedad antigua”. En el mismo sentido, Marx afirma que “la humanidad se plantea siempre únicamente los problemas que puede resolver, pues el propio problema no surge sino cuando las condiciones materiales para resolverlo ya existen o, por lo menos, están en vías de formación”.
Estas verdades son fundamentales para la política revolucionaria y conservan todo su valor como directrices en el presente. Sin embargo, con frecuencia se comprenden de manera mecánica y simplista, lo que conduce a extraer conclusiones erróneas. Se interpreta, por ejemplo, que la antigua formación social –el capitalismo– se desmoronará inevitablemente por su propio impulso en el momento en que se vuelva reaccionaria desde el punto de vista económico; como si bastara con que el cambio de forma social se tornara necesario para que la transformación ocurriera por sí sola, de manera natural, “como una salida o una puesta de Sol”.
Esta interpretación errónea parece derivar de una lectura parcial de la concepción materialista de la historia, entendida como aquella que explica la historia espiritual de la humanidad a partir del desarrollo de sus relaciones sociales. Desde esta perspectiva, el “curso de las ideas” refleja el “curso de las cosas” y no a la inversa. Y como las condiciones materiales de existencia –esto es, el estado de las fuerzas productivas y la estructura económica correspondiente– determinan, en última instancia, la configuración de esas relaciones sociales, se concluye erróneamente que la economía constituye la base y el origen exclusivo de todo. Bajo esta óptica, el poder político –el Estado y sus instituciones– aparece como una simple emanación del poder económico, y la acción política, como un fenómeno secundario y dependiente.
En realidad, la concepción materialista de la historia no implica, en modo alguno, la negación de la política; por el contrario, fomenta la iniciativa política de los trabajadores y su actividad política independiente. Reconoce, ante todo, la relación íntima y dinámica entre economía y política, pues en la práctica histórica no existe una relación causal estrictamente unilateral en que la economía actúe sólo como causa y la política únicamente como efecto. No hay causalidad simple: en el desarrollo social e histórico, causa y efecto intercambian constantemente sus papeles. El efecto inmediato se convierte en causa de un efecto ulterior a través de una compleja red de interacciones que revela, precisamente, la interdependencia y la relatividad de ambos conceptos en su aplicación a las relaciones sociales. No se trata, por tanto, de un dualismo rígido entre causa y efecto.
Desde esta perspectiva, resulta claro que el sistema capitalista no se transformará por sí solo. El ocaso de la burguesía no ocurrirá de manera automática ni mecánica. Aunque esta clase haya surgido sobre determinadas bases económico-productivas no es, desde luego, un producto pasivo del desarrollo económico, sino una fuerza histórica activa y combativa que no renunciará voluntariamente a su dominio. No basta con que reconozca su carácter reaccionario desde una perspectiva teórica para retirarse de la escena histórica. Al contrario: frente al peligro de su ruina, su instinto de conservación se intensifica. Cuanto mayor es la amenaza, más decidida es su lucha por la supervivencia. Por ello, la acción organizada del pueblo –y, en particular, de la clase trabajadora– resulta indispensable para lograr la transformación social. No basta con reconocer que la burguesía está condenada; es necesario vencerla y tumbarla. Además, aunque la clase obrera y el pueblo constituyen la mayoría social que sostiene al sistema capitalista, aún desconocen su propia fuerza y su papel central.
En resumen, desde la perspectiva de la concepción materialista de la historia, la política es “la expresión concentrada de la economía”: la manifestación del antagonismo económico entre explotadores y explotados. Pero, en el devenir histórico, causa y efecto se entrelazan y se transforman mutuamente. Allí donde el desarrollo económico ha dividido a la sociedad en clases, la contradicción entre sus intereses ha dado lugar, de manera inevitable, a la lucha por el poder político. En este sentido, toda lucha de clases es, en última instancia, una lucha política.
Todos nos hemos enterado del genocidio al que Israel está sometiendo al pueblo palestino; aunque algunos se nieguen a creerlo y otros traten de ocultarlo o justificarlo, la realidad está ahí.
Uno de los efectos menos visibles, pero más profundos, del capitalismo es la atomización de la sociedad.
No hay duda de que Israel está cometiendo un genocidio en Palestina. Tampoco hay respuestas contundentes de la Organización de las Naciones Unidas, ni intervenciones sólidas de otros Estados para frenar la masacre.
La sociedad capitalista es una sociedad basada en la ciega lucha de intereses egoístas, una sociedad cuyo desarrollo está sujeto exclusivamente a la “presión de las carencias”; por eso, es –como decía Marx– el verdadero “reino de la necesidad”.
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En algún lugar, Marx plantea una idea que, aunque se refiere al Siglo XIX, podemos decir que sigue siendo útil para analizar nuestra realidad.
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Escrito por Miguel Alejandro Pérez
Maestro en Historia por la UNAM.