Durante los últimos años, las sociedades han prestado mucha atención a la naturaleza. Esta revaloración, en parte, se explica por los cambios drásticos que los ecosistemas sufren debido a la transformación humana en ellos.
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La productividad se erige como una virtud moral fundamental para el capitalismo, pero no porque se conciba como un valor moral, sino porque sirve a sus intereses específicos. Es decir, que la productividad impuesta en el capitalismo sirve a intereses de generar riqueza para unos cuantos, no para el bien común. Este sistema no sólo explota los cuerpos, sino que también moldea las subjetividades, creando individuos que internalizan la lógica del mercado como un imperativo ético. Ser “productivo” reviste una función más allá de lo económico para convertirse en un mandato moral, una señal de virtud, disciplina y valor personal. Sin embargo, esta misma disciplina, cuando es reapropiada por las clases trabajadoras, puede transformarse en un arma poderosa contra el mismo sistema que la ideologizó.
La productividad es una medida de la eficiencia con la que se utilizan los recursos para convertir insumos en productos terminados. Se calcula mediante la relación entre los resultados, como bienes o servicios, y los recursos empleados, como mano de obra, capital, materiales y tiempo. La elevación de la productividad implica generación de más ganancias. La consecución de la productividad requiere de disciplina, organización meticulosa y eficacia que el capital inculca en la clase trabajadora para extraer plusvalía.
El ser humano es conducido a gestionar su vida entera –sus relaciones, su tiempo, su futuro– como si fuera una empresa. Las dinámicas de la oferta y la demanda, la optimización de recursos y el cálculo costo-beneficio dejan de ser herramientas económicas para convertirse en el modelo de toda relación social e incluso de la relación consigo mismo. En este marco, la productividad es la brújula moral: el individuo que no optimiza, que no rinde al máximo, que no compite, es un fracasado económicamente, que además carga con el estigma de una falta moral. Su valor social se mide por su capacidad de producir y acumular, aun cuando no tenga las condiciones básicas para “emprender”.
Pero los mecanismos de productividad creados por los grandes capitalistas pueden ser usados en su contra. La historia del movimiento obrero está llena de ejemplos, uno de ellos es la huelga, que es un acto de volver la disciplina productiva contra el productivismo. Al negarse colectivamente a ser productivos en el sentido capitalista, la clase trabajadora utiliza su conocimiento del proceso, su coordinación y su poder para paralizar la máquina productiva de la acumulación. En este sentido puede decirse que la huelga no es caos absolutamente; es la aplicación de una visión que trasciende el capital, a través de la disciplina colectiva y política, contra la disciplina individualizante del mercado. Por eso, Vladimir Ilich exponía la necesidad de la disciplina de su partido como un aspecto fundamental para enfrentar al zarismo.
La lucha debe manifestarse como la negación organizada de esa productividad. Se trata de utilizar la fuerza, la cohesión y la conciencia que surgen de la experiencia compartida de la explotación para sabotear los ritmos del capital y apropiarse de la riqueza que les pertenece. La gente se manifiesta en contra del sistema no glorificando la virtud del trabajo, sino rehusándose a trabajar bajo sus términos, reclamando el tiempo y la vida que les son expropiados, para poder utilizar esos recursos en favor del beneficio común y de la expansión de las aptitudes propias del individuo en pro de su enriquecimiento espiritual.
En última instancia, desenmascarar la productividad como una virtud moral capitalista es un primer paso para combatir las injusticias del sistema. El segundo, y con mayor repercusión, es convertirla en su contrario: en la disciplina de la revuelta, en la organización metódica, y en la construcción de un mundo donde el valor de una vida no esté determinado por lo que produce para el mercado capitalista, sino por su capacidad para ser vivida con autonomía y dignidad compartida.
Durante los últimos años, las sociedades han prestado mucha atención a la naturaleza. Esta revaloración, en parte, se explica por los cambios drásticos que los ecosistemas sufren debido a la transformación humana en ellos.
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. Todo lo que conocemos algún día no será, o mejor dicho, se transformará de alguna forma, se moverá hacia otro punto, se negará a sí mismo porque dejará de ser lo que ahora es para pasar a ser otra cosa.
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Escrito por Betzy Bravo García
Investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales. Ganadora del Segundo Certamen Internacional de Ensayo Filosófico. Investiga la ontología marxista, la política educativa actual y el marxismo en el México contemporáneo.