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Filosofía
Un revolucionario con tinta y papel
En la Rusia zarista del Siglo XIX, el acceso al conocimiento era privilegio de unos pocos.


En la Rusia zarista del Siglo XIX, el acceso al conocimiento era privilegio de unos pocos. En ese contexto creció Vladimir Ilich Uliánov –el futuro Lenin–. Su padre, Illá Nikoláievich Uliánov, era un brillante matemático que se desarrolló en la precaria Universidad de Kazán. Este hombre desplegó también un interés por ideas progresistas, fue un propulsor importante de la educación en Rusia. En aquel entonces, Kazán era un desierto bibliográfico. Los estudiantes como Illá apenas tenían acceso a materiales académicos, mientras los profesores guardaban para sí las revistas y periódicos. En esa escasez de bibliotecas, Illá cultivó su curiosidad, un invaluable ejemplo que seguirían más tarde sus hijos. 

Al trasladarse a Penza como maestro, Illá entró en contacto con textos prohibidos: las obras de Alexander Herzen, Nikolái Chernishevski y otros teóricos que denunciaban la opresión zarista. Estos libros, circulando de mano en mano como contrabando ideológico, fueron el puente entre su mundo científico y la lucha por la educación popular. No es casualidad que Lenin heredara esa doble pasión: el rigor metodológico de las ciencias exactas y la urgencia moral de cambiar el mundo.

El joven Vladimir Ilich recorría bibliotecas años después, profundizaba en su estudio, lo que le brindaba argumentos para derribar un imperio. En este proceso, conoció las herramientas requeridas para el colapso del viejo orden inhumano. En aquel momento, la mayoría de la población rusa se encontraba sometida al hambre y a la explotación laboral, lo que propició diversas protestas en contra de un régimen que controlaba cada vez menos la indignación popular. La Revolución de Octubre se gestó, por una parte, en las fábricas de Petrogrado y, por otra, entre los estantes polvorientos de Kazán, donde un pedagogo enseñó a su hijo el hábito de cultivarse intelectualmente.

Mientras el gobierno provisional ruso intentaba estabilizar el país en 1917, desde el exilio, Vladimir Ilich Lenin libraba una guerra paralela: la ideológica. Desde Suiza, atento a cada recorte de periódico que llegaba con retraso, el líder bolchevique tejía una red clandestina de conocimiento revolucionario: –“¿Recibieron los ejemplares de Pravda?”, insistía en cartas a sus camaradas, mientras enviaba paquetes de prensa proletaria a la Biblioteca Rusa de Ginebra, un modesto centro que servía de arsenal ideológico para el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Así, quien dirigiría un partido revolucionario que derribaría un imperio con consignas como “Todo el poder a los soviets” dependía en ese momento de la incertidumbre de las entregas postales y de los recortes de The Times para entender lo que ocurría en las calles de Petrogrado.

Lenin tenía una obsesión por controlar el flujo informativo, que correspondía a su enorme interés en la revolución comunista. Los años en bibliotecas europeas –desde la British Museum hasta las salas de lectura de Zúrich– habían convertido a Lenin en un estratega de la palabra impresa. Sabía que las revoluciones se ganaban, además de en las barricadas, con tipografía: cada artículo en Pravda, cada folleto mimeografiado, era un proyectil dirigido a la conciencia de las masas. Cuando en octubre de 1917 los bolcheviques tomaron el Palacio de Invierno, llevaban consigo algo más que artillería: décadas de acumulación teórica; las citas de Marx pulidas en el exilio, los debates editados en imprentas clandestinas y los manuales distribuidos entre obreros. En los días febriles previos a la Revolución de Octubre, mientras Petrogrado hervía de conspiraciones, Vladimir Ilich Lenin dirigía la insurrección desde un modesto apartamento clandestino en el barrio obrero de Vyborg, con pilas de periódicos subrayados con lápiz azul. Consígame todos los números de Izvestia del Soviet”, exigía a sus colaboradores, devorando cada edición. En esas páginas impresas, entre líneas de propaganda y noticias censuradas, el líder bolchevique encontraba lo que necesitaba: el pulso del momento revolucionario.

La toma del Palacio de Invierno tenía la convicción leninista de que la revolución necesitaba tanto de obreros armados como de ideas precisamente apuntadas. Mientras el gobierno provisional de Alexandr Kerenski subestimaba el poder de la prensa obrera, Lenin y su partido demostraron que, en tiempos revolucionarios, un periódico bien leído y una conciencia política sólida valen tanto como un regimiento. 


Escrito por Betzy Bravo García

Investigadora del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales. Ganadora del Segundo Certamen Internacional de Ensayo Filosófico. Investiga la ontología marxista, la política educativa actual y el marxismo en el México contemporáneo.


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