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Una de las características del tiempo en el que vivimos actualmente es la globalización. La afirmación por sí sola no sorprende a nadie, pues su verificación no requiere siquiera salir del hogar: lavadora americana, zapatos chinos, plátanos de Ecuador o Filipinas… muchos de los objetos con los que hacemos nuestra vida diaria ya no han sido producidos en México, como sí ocurría hace algunas décadas. Sin embargo, el creciente intercambio entre países no se limita a objetos materiales: también intercambiamos cultura y concepciones del mundo.
Este intercambio ha sido ampliamente debatido debido a la complejidad de sus implicaciones. Como todo fenómeno con múltiples aristas, una postura simplista corre el peligro de ignorar tanto sus ventajas como sus riesgos. Que México –o cualquier otro país– pueda recibir y enviar productos y expresiones culturales a casi cualquier rincón del mundo es, sin duda, una hazaña de la humanidad. Sin embargo, esta hazaña no puede valorarse adecuadamente sin considerar las formas concretas que adopta.
Esta aparente conquista del progreso, sin embargo, exige un análisis más cuidadoso. Hablemos primero de algunos aspectos positivos. Como seres humanos con capacidad racional podemos darnos cuenta de que la forma de vida y organización social en nuestro entorno no es la única posible, ni siquiera dentro de la historia de nuestro propio pueblo. Tenemos la capacidad de comprender que el camino que ha recorrido nuestra gente no agota las posibilidades humanas y que al crear conexiones entre los distintos asentamientos humanos del planeta se enriquece nuestra comprensión de lo que significa formar parte de la humanidad. La diversidad social que antes sólo se intuía en términos generales se vuelve concreta a través de estos encuentros: podemos establecer diferencias e igualdades reales con otras personas. Esto, a su vez, puede ampliar y revitalizar los conocimientos que cada pueblo ha fraguado a lo largo de su historia.
No obstante, los riesgos del intercambio cultural desigual no deben pasarse por alto. Aunque, en términos generales, pueda considerarse que el intercambio de cultura y mercancías es algo positivo, esa valoración general resulta insuficiente si no se considera la forma específica en que dicho fenómeno se desarrolla. En el caso de nuestro tiempo y nuestro país, los intercambios culturales y comerciales con otras naciones del mundo suelen ser profundamente desiguales.
La desigualdad que aquí interesa no se refiere sólo a la balanza comercial –aunque también influye–, sino a los efectos culturales que acompañan a las mercancías. Con los productos no sólo llegan bienes materiales: llega también una visión del mundo. Cuando la mercancía “ramen” llega a un país, no lo hace sola: llega con una forma de comer distinta, con un conjunto de valores, estéticas, e incluso ritmos de vida. Esto, por sí mismo, no es negativo ni positivo, pero en muchos contextos ha devenido en un problema.
Ver los mercados repletos de mercancías extranjeras, recibir constantemente publicidad que no sólo vende un producto, sino una forma de vida, consumir bienes culturales sin tener un conocimiento equivalente de la riqueza del propio país, puede conducir a la pérdida paulatina de esa riqueza cultural; puede llevar a que los pueblos pierdan su identidad y, con ella, la capacidad de defender su historia, su territorio y sus formas de vida frente a las nuevas formas de colonización del Siglo XXI.
Dejar a un pueblo aislado del mundo es también condenarlo al olvido; pero integrarse sin conciencia crítica puede llevar a su disolución. Por ello, más que rechazar el intercambio, debemos pensar activamente en cómo queremos que sea, desde una postura que defienda y valore nuestras raíces.
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Escrito por Jenny Acosta
Maestra en Filosofía por la Universidad Autónoma Metropolitana.