Los casos de corrupción detectados durante el primer año de gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo son extensión de los producidos en el sexenio anterior.
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Otra vez suena el réquiem. Intelectuales nostálgicos, analistas de la prensa hegemónica y políticos de derecha entonan lamentos por la supuesta muerte de la democracia mexicana. “Que la República ha muerto”, “que se enterró al Poder Judicial”, “que la dictadura avanza”. Lloriqueos, más que argumentos, llenan los periódicos, las revistas políticas y noticieros. Pero habría que detenerse a preguntar, ¿alguna vez nació la democracia en México? ¿Quién la vivió? ¿Y quién la perdió ahora?
Para algunos, sobre todo para los viejos priistas casi en extinción, la democracia nació con el régimen posrevolucionario, para los no tan viejos en 1977 con la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procedimientos Electorales (la famosa LOPPE), para los tecnócratas y autodenominados liberales, intelectuales opositores del régimen actual, la democracia nació con la reforma judicial de Zedillo en 1994. Por cierto, ahora que lo están desenterrando del ostracismo, parece haberse convertido en una mezcla entre Madero y el hijo pródigo del 68: en pocas palabras, en nuestro nuevo héroe nacional. Para los panistas, la democracia hizo su aparición en la política mexicana precisamente con su llegada al poder en el año 2000, como si el simple hecho de la alternancia política bastara para convertir a México en una república. De allí el mote que eligieron para bautizar ese periodo como la “transición democrática” porque, claro, ellos nos hicieron el favor de ofrecernos la democracia que –según ellos– gozábamos hasta 2018. Por su parte, los morenistas hoy reclaman ser los verdaderos demócratas porque, según dicen, ahora el poder “emana del pueblo” con su nueva reforma al Poder Judicial. La presidenta Claudia Sheinbaum asegura, incluso, que vivimos en el país más democrático del mundo.
En cada versión, la democracia es apropiada por las élites en turno, pero nunca por las mayorías. La democracia mexicana no es otra cosa que una ficción, un espectro que la clase política invoca y usurpa en su beneficio. Es, como atinadamente la llamó José Revueltas, una democracia bárbara, porque nunca ha sido un derecho ni una garantía real para la mayoría de los mexicanos. La democracia electoral, que es la que podemos ejercer de vez en cuando, tampoco es auténtica como nos la han querido pintar con el cuento de que los ciudadanos somos los que hacemos las elecciones, está mediada por la represión, la violencia, la corrupción y, por si fuera poco, por las carencias de nuestro pueblo, con las que los políticos de todos los colores lucran sin pudor alguno.
Las instituciones electorales, con todo y sus reformas, nunca han garantizado una representación real de las mayorías empobrecidas. Eso que el PAN y los medios llamaron “transición democrática” fue más bien la consolidación del poder de ciertos grupos empresariales y políticos. Y ahora que pierden influencia, berrean que la democracia ha muerto. ¿Democracia para quién?
No olvidemos que durante el priato el proceso electoral se ejercía a punta de pistola, se reprimía a la oposición descaradamente, se simuló un apagón para impedir el conteo y, sin embargo, México era “democrático” según el discurso oficial. Y en la supuesta transición, los medios estuvieron cooptados por intereses económicos; las élites se reciclaron y la democracia se volvió un discurso. Hoy, a raíz de las elecciones para renovar al Poder Judicial, se vuelve a discutir la legitimidad del proceso electoral y de la propia reforma. Muchos se apresuran a asistir a los funerales de una democracia que nunca nació.
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Escrito por Victoria Herrera
Maestra en Historia por la UNAM y la Universidad Autónoma de Barcelona, en España.