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Los bombardeos de Estados Unidos (EE. UU.) en el Caribe contra lo que llaman “narcolanchas” y la aproximación de la armada estadounidense a aguas venezolanas es en realidad una cortina de humo para ocultar el verdadero propósito. No se trata realmente de combatir el narcotráfico, pues EE. UU. necesita desesperadamente la droga, y en grandes cantidades: impedir su acceso a territorio estadounidense mientras no termine la masiva adicción es punto menos que inconcebible. Es en realidad una política de terror para intimidar a los pueblos latinoamericanos y someter a los gobiernos renuentes al dominio imperialista. Es un episodio más de una larguísima cadena de acciones violentas de la gran potencia para conservar el control de todo el continente.
Para documentar esa historia a la que aludo, permítaseme referir algunas de las principales acciones, ya sea de invasión abierta o bombardeos del ejército estadounidense, o las más destacadas acciones encubiertas, utilizando esbirros locales y mercenarios, contando con la diligente colaboración de la burguesía criolla en cada caso, cuyos intereses se vinculan con los de EE. UU. No considero en esta breve narración los actos de barbarie cometidos en otras partes del mundo, ni los ataques o intervenciones en México, a los que ya me referí en colaboración reciente.
Sólo a manera de contexto cito aquí una síntesis histórica global presentada por la agencia noticiosa china Xinhua: “Un estudio reciente muestra que, desde su fundación en 1776 hasta 2019, EE. UU. ha participado en casi 400 guerras en todo el mundo, según el canal de televisión Press TV, de Irán. Durante las últimas dos décadas (…) el ejército estadounidense ha lanzado un promedio diario de 46 bombas y misiles en territorio ajeno. Las guerras ‘interminables’ (…) buscan respaldar ‘lo que parece ser uno de los pilares clave del país norteamericano, a saber, la red industrial militar’. EE. UU. ha planeado ‘deliberadamente y de forma calculada’ estas guerras (…) en un posible complot entre los fabricantes de armas estadounidenses y los políticos extranjeros para promover conflictos” (Xinhua, 24 de agosto de 2022).
En todas y cada una de las ocupaciones militares o intervenciones encubiertas ha tenido siempre a la mano un pretexto, así fuera de lo más baladí: que actuó en defensa de los “intereses” de EE. UU. para “proteger a ciudadanos norteamericanos en peligro”, para restablecer “el orden” (claro, su orden), etc. No cabría en este espacio la enumeración exhaustiva en todos los países de cada una de las invasiones, bombardeos o golpes de Estado ejecutados o auspiciados por el gobierno estadounidense; y sería de todo punto imposible establecer una cuantificación exacta. Menciono sólo los más señalados.
En Argentina destaca la intervención de los marines en Buenos Aires en 1852 y 1890. En 1955, EE. UU. apoyó el golpe de Estado contra el presidente Juan Domingo Perón. El golpe recibió el significativo nombre de “Revolución Libertadora” (cualquier semejanza hoy con el lenguaje de Javier Milei no es pura coincidencia). En Nicaragua, durante el Siglo XIX, fueron numerosas las intervenciones, y ya en el Siglo XX merece particular mención la invasión de 1926 a 1933, que encontró una digna y exitosa respuesta en la guerrilla encabezada por el general Augusto César Sandino en Las Segovias: el ejército estadounidense terminó siendo bochornosamente expulsado. Asimismo, entre 1983 y 1986, EE. UU. armó a los “contras”, buscando derrocar al gobierno sandinista, y transportó tropas de Honduras para enfrentar a las nicaragüenses.
En Colombia, las tropas estadounidenses intervinieron en numerosas ocasiones durante el Siglo XX, sobre todo para promover la separación de Panamá como país (lo que finalmente ocurrió en 1903), para poder construir ahí el canal y mantener intervenida militarmente la zona. Entre 1903 y 1914, tropas estadounidenses ocuparon de manera intermitente Panamá. En 1989, EE. UU. envió tropas para apresar al presidente Manuel Antonio Noriega, acusándolo de narcotráfico. Cabe aclarar que ya diez mil soldados estadounidenses se encontraban destacados en la zona del canal, desde 1903, y seguirían hasta 1999. En Guatemala, en 1954, intervino para derrocar al presidente demócrata Jacobo Árbenz y para “perseguir a los comunistas”. Honduras sufrió varias intervenciones en el siglo pasado, destacando como motivo el control de la producción y comercialización de plátanos, de la que se apropió la United Fruit Company.
En la región caribeña, Haití fue ocupado entre 1915 y 1934. Después, entre 1994 y 1995 y años subsiguientes fueron acuartelados ahí alrededor de 20 mil soldados estadounidenses. En 2004, EE. UU., en otra acción militar, derrocó al presidente Jean-Bertrand Aristide. La República Dominicana fue ocupada varias veces entre 1916 y 1924. En 1965 fueron enviados por Washington más de 22 mil soldados en la llamada Operación Power Pack, para impedir una posible toma del poder por fuerzas políticas populares.
En 1898 y años posteriores se sucedieron una serie de ataques a Cuba, Puerto Rico y Filipinas (ligada al fenómeno comentado aunque no pertenezca a la región), en la “Guerra hispano-estadounidense”. De ahí resultó como saldo la instalación de la base militar de Guantánamo, hasta la fecha en operación, como una espina que lacera la soberanía cubana. En 1898, EE. UU. terminó apoderándose de Puerto Rico y Filipinas y, por un tiempo, de Cuba. En la década de los cincuenta sometió violentamente a los patriotas puertorriqueños que luchaban por la independencia. Posteriormente, en las primeras décadas del Siglo XX, la potencia imperialista atacó Cuba en al menos tres ocasiones y en 1961 financió y entrenó a los mercenarios que pretendieron invadir Playa Girón. En 1983, en la operación llamada “Urgent Fury”, invadió Granada, pequeña isla caribeña de poco más de 300 kilómetros cuadrados de superficie y una población apenas superior a cien mil habitantes. Fue asesinando el primer ministro Maurice Bishop.
Sería agotador e innecesario seguir enumerando las invasiones y ataques perpetrados contra Latinoamérica y el Caribe. Termino sólo refiriendo aquí las brutales dictaduras, verdaderamente de antología, que Washington ha prohijado y sostenido en la región. Sólo por mencionar algunas: la de Alfredo Stroessner en Paraguay, que duró desde 1954 hasta 1989; la del bárbaro Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, desde 1930 hasta 1961; la dinastía Duvalier en Haití; Fulgencio Batista en Cuba; la de los militares en Brasil, por más de dos décadas, a partir del golpe de Estado en 1964 al presidente João Goulart; igualmente, la del general Augusto Pinochet en Chile (1973-1990), impuesta luego del asesinato del presidente Salvador Allende; finalmente, la del general Jorge Rafael Videla en Argentina (1976-1981), de triste memoria. En fin, sería muy difícil contabilizar con exactitud todos y cada uno de los actos de barbarie cometidos por el imperio en la región. Pero esta breve reseña nos da una idea aproximada.
El gobierno estadounidense, que representa al gran capital imperialista, es necesariamente belicista. El imperialismo se sostiene en el uso de la fuerza, como enseña la historia. Por ello afirmo que lo que hoy ocurre cerca de las costas de Venezuela no es fortuito ni se debe fundamentalmente a la personalidad arrogante y agresiva de Donald Trump: es expresión de la esencia del sistema, de lo cual ofrece sobrada evidencia la historia; un sistema que, como las leyendas de vampiros, mantiene su vida sólo tomando la de otros, en este caso la de las incontables víctimas de los países ocupados, y de las riquezas de ahí extraídas, con las cuales el imperio ha construido su grandeza.
Pero un liderazgo mundial basado en la violencia y el saqueo no merece existir. Debe ser desechado. Deberá ser sustituido por un sistema multipolar, constituido por varios países. Y el liderazgo deberá sustentarse en el ejemplo progresista, en el espíritu de colaboración con las naciones débiles, en una política de respeto hacia todos los países del mundo, grandes y pequeños, ricos y pobres. La época de las guerras, los golpes de Estado y el dominio omnímodo de una superpotencia deben terminar. El mundo no soporta más.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.