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El subcontinente indio, que comprende actualmente Pakistán, India y Bangladesh, permaneció bajo dominio británico desde el Siglo XIX hasta su independencia en 1947. Muchos años antes de la colonización de esta región, ya existía una definida distribución geográfica de comunidades religiosas, con importantes concentraciones musulmanas en las regiones de Pakistán y Bengala Oriental.
El Imperio Británico, aplicando su política colonial mantuvo artificialmente unida esta compleja diversidad cultural y lejos de establecer una integración armónica, instrumentaron un gobierno centralizado que exacerbó las tensiones intercomunitarias para facilitar su dominio y opresión; este sistema no sólo explotó la región, sino que frenó su industrialización, provocando terroríficas hambrunas, cuyas secuelas, como fracturas sociales y atraso económico, perduran aún en nuestros días. Como bien lo abrevió el estadista indio Jawaharlal Nehru: “Inglaterra construyó su riqueza con los huesos de nuestros hijos”.
El conflicto actual entre India y Pakistán hunde sus raíces en esta época. Si bien las diferencias entre hindúes y musulmanes existían de antaño, los británicos las exacerbaron por medio de una política sistemática de “divide y vencerás” para evitar movimientos independentistas. En 1909 institucionalizaron esta división al establecer electorados separados por religión y apoyar a la Liga Musulmana como contrapeso al Congreso Nacional Indio.
El punto crítico ocurrió tras las elecciones de 1937, cuando Muhammad Ali Jinnah, líder de la Liga Musulmana, radicalizó su postura exigiendo un Estado independiente (Pakistán), arguyendo que los musulmanes serían siempre marginados en una India dominada por gobiernos hindúes. En agosto de 1946, la violencia estalló durante el llamado “Día de acción directa” en Calcuta, donde tres días de enfrentamientos interreligiosos dejaron hasta diez mil muertos, creando un clima de guerra civil.
Esto precipitó la descolonización británica en esta región en 1947. El virrey Louis Mountbatten aceleró el proceso de independencia estableciendo un plazo de escasas cinco semanas para definir la partición entre Pakistán y la India; Cyril Radcliffe, jurista británico, sin haber visitado la región y con mapas desactualizados, trazó arbitrariamente fronteras que ignoraban realidades demográficas y culturales: dividieron comunidades ancestrales y separaron regiones económicamente interdependientes. El resultado fue una tragedia humanitaria sin precedentes:15 millones de desplazados forzosos y entre uno y dos millones de muertos en masacres recíprocas.
El conflicto que actualmente resurge entre India y Pakistán tiene su epicentro en la disputada región de Cachemira, cuyo estatus problemático es consecuencia directa, precisamente, de esta arbitraria división colonial británica. Desde 1947, Pakistán la reclamó por tener mayoría de población musulmana: India la negó por razones de evidente seguridad nacional. La guerra de 1947-1948 dividió Cachemira en una zona administrada por India (Jammu, Cachemira y Ladakh) y otra por Pakistán (Azad Cachemira y Gilgit-Baltistán), con la Línea de Control (LoC) establecida por la ONU en 1949. Desde entonces, ambos países reclaman la región entera, desatando tres guerras (1947-1948, 1965, 1999) y constantes enfrentamientos.
El alto el fuego acordado para 2021 en la LoC trajo una calma relativa, pero las tensiones se reavivaron tras la decisión unilateral de India en 2019 de revocar el estatus especial autónomo de Jammu y Cachemira, integrándolo plenamente a su gobierno central. Pakistán, que rechazó categóricamente esta medida, denunció la acción como una violación del derecho internacional y de las resoluciones de la ONU sobre la disputa.
En 2024, el primer ministro indio, Narendra Modi, acusó a Pakistán de librar una “guerra híbrida” mediante el apoyo a grupos insurgentes en Cachemira. Islamabad, por su parte, negó cualquier vinculación con el terrorismo y reiteró su postura de que el conflicto debe resolverse mediante negociaciones bilaterales o la intervención de organismos internacionales.
Esta rivalidad, surgida de la partición de la India británica en 1947 y la disputa por Cachemira, ha adquirido dimensiones globales más allá de los intereses bilaterales. Un factor clave es la alianza estratégica entre China y Pakistán, centrada en el Corredor Económico China-Pakistán (CPEC), un proyecto que forma parte de la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés) lanzada por China en 2013 para expandir su influencia económica y geopolítica mediante infraestructura global en toda la extensa Eurasia. El CPEC conecta el puerto de Gwadar, en Pakistán, con Xinjiang, en China, atravesando la Cachemira administrada por Pakistán (Gilgit-Baltistán). Este corredor es vital para China, ya que proporciona acceso al océano Índico, evita el estrecho de Malaca –un punto vulnerable para su comercio marítimo– y refuerza su presencia en el sur de Asia. India, que reclama Gilgit-Baltistán como parte de su territorio, considera el CPEC una violación a su soberanía. Acciones como la revocación del Artículo 370 en 2019, que integró Jammu y Cachemira al control central, y la Operación Sindoor en mayo de 2025 refejan el objetivo de India de afianzar su dominio en la región, desestabilizar el CPEC y contrarrestar la infuencia china.
En su rivalidad geopolítica con China, Estados Unidos (EE. UU.) respalda a India para contrarrestar la creciente infuencia de Beijing en Asia, consciente además de que Pakistán debe a China aproximadamente el 25 por ciento de su deuda externa (unos 30 mil millones de dólares en 2025) y recibe de Beijing asistencia militar clave, incluyendo cazas JF-17, drones armados, fragatas navales y sistemas de defensa aérea. La postura norteamericana, pues, se materializa en la promoción del Quad (Diálogo Cuadrilateral de Seguridad), una alianza formada por EE. UU., India, Japón y Australia, creada para promover, supuestamente, un Indo-Pacífco libre y abierto y contener, antes que todo, la expansión china en la región. Además, EE. UU. fortalece su cooperación militar con India mediante ejercicios conjuntos, como los ejercicios navales Malabar, transferencia de tecnología avanzada (incluyendo drones y sistemas de defensa) y acuerdos de intercambio de inteligencia.
Paralelamente, India y EE. UU. han impulsado de manera coordinada en foros multilaterales –como la ONU y el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI)– la narrativa de que Pakistán respalda el terrorismo, centrando las acusaciones en grupos como Lashkar-e-Taiba (LeT) y el Tehreek-eResistance Front (TRF). Sin embargo, estas denuncias carecen de pruebas concluyentes y, en algunos casos, existen indicios de que estos grupos recibieron apoyo indirecto de actores occidentales en contextos pasados (como durante la guerra afgana de los años 80). El objetivo estratégico de este desprestigio pretende doblegar la imagen internacional de Pakistán, presentándolo como un país desestabilizador, para así minimizar su credibilidad como aliado clave de China.
Con todo, EE. UU. ha adoptado una posición de cautelosa contención en el conflicto, buscando conciliar su alianza estratégica con India –fundamental para su política de contención china en el Indo-Pacífco– con la necesidad de evitar una escalada nuclear que desestabilizaría toda la región. Esta cautela también tiene su relación con el debilitamiento de su influencia regional en el Asia Meridional frente al avance chino, además de que su foco se ha desplazado hacia Europa Oriental y el Pacífico Occidental, y también por las limitaciones impuestas por desafíos domésticos, particularmente durante la administración Trump, marcada por tensiones económicas y aislamiento diplomático. Mas el historial intervencionista de Washington sugiere que esta prudencia podría cambiar si percibiera amenazas directas a sus intereses estratégicos.
El riesgo de una escalada nuclear entre India y Pakistán persiste, especialmente cuando actores externos podrían beneficiarse geopolíticamente de un aumento de las tensiones, en un patrón que evoca las tácticas divisorias del colonialismo británico. No obstante, en la actualidad se consolida un mundo multipolar, dejando atrás la era en que EE. UU. y sus aliados imponían sus condiciones globales según sus intereses. Nadie puede garantizar que el conflicto no se intensifique: líderes insensibles e inhumanos, como el presidente estadounidense Harry S. Truman, responsable de los bombardeos nucleares en Japón, siempre pueden surgir. Sin embargo, los contrapesos en el escenario internacional son ahora más evidentes. India, aunque ha fortalecido su alianza con EE. UU. en este contexto, no renunciará a sus lazos con Rusia y es consciente de que su rivalidad con China tiene límites difícilmente superables.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista