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Para sobrevivir, miles de campesinos pobres del sureste abandonan cada año sus lugares de origen para trabajar como jornaleros en las regiones centro y norte de México, cargan con esposas e hijos, incluidos los más pequeños.
En los campos de cultivo de Guanajuato, Michoacán, Sinaloa, Sonora y Chihuahua es muy común ver que, en un mismo surco y a metros de distancia de sus padres y madres, sus hijos, niños y adolescentes de ambos sexos siembran o cosechan hortalizas y frutas durante largas jornadas laborales bajo el Sol o frente al frío y el viento.
En algunos casos se ha advertido que, sobre las orillas de los grandes terrenos de cultivo y bajo la sombra de algún árbol, gatean o lloran de hambre los niños más pequeños, mientras esperan que sus padres y hermanos terminen sus arduas tareas.
No existen cifras certeras de cuántos niños jornaleros se encuentran distribuidos en los campos y parcelas de México. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) reportó que, durante 2023, 2.97 millones de personas desempeñaron actividades agrícolas. De ellos, sólo el tres por ciento de los jornaleros contaron con contrato laboral y una cuarta parte fueron jornaleros agrícolas migrantes. La institución estimó que aproximadamente 700 mil menores se ubicaron en los campos, es decir, esos niños, niñas y adolescentes trabajaron como jornaleros.
Apenas 77 mil de esos trabajadores agrícolas se hallaban más o menos “protegidos” por un contrato; los restantes 2.8 millones de jornaleros trabajaban sin ninguna garantía de que sus derechos laborales y humanos fueran respetados; para el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) no existían.
Defensores de derechos humanos, académicos y activistas sociales han expresado su preocupación por el hecho de que la cifra de menores jornaleros vaya en aumento a consecuencia del incremento de familias que dejan sus lugares de origen en busca de trabajo. Y ante la inacción gubernamental, los derechos humanos de los menores se violentan, coincidieron. En sexenios anteriores, principalmente el pasado, algunos de los programas estaban destinados a la atención de este grupo vulnerable, disponían de las Escuelas de Tiempo Completo (ETC), las Estancias Infantiles, entre otros, pero con López Obrador estos programas fueron cancelados por completo.
Actualmente, los esfuerzos de las organizaciones civiles para ayudar a los menores en algunas regiones del país resultan insuficientes frente a los múltiples problemas de los jornaleros que carecen de asesoría jurídica y, por tal motivo, no denuncian las acciones de violencia y marginación en los servicios de alimentación, salud y educación.
La mayoría de los migrantes jornaleros que viajan a las regiones del centro y norte del país son campesinos indígenas y proceden de pequeñas poblaciones rurales de los estados de Guerrero, Oaxaca y Chiapas, entre otros; huyen del desempleo, la pobreza extrema y la violencia delictiva.
Apenas amanece, y los menores ya se encuentran en los surcos. Para los más pequeños, da lo mismo si se cosecha chile serrano, tomate, jitomate, pepino; o si se prepara la tierra para después sembrar. Los más “grandecitos”, de ocho, nueve, diez años, y los que entraron a la adolescencia, ayudan ya a sus padres. En los campos de Guanajuato, en la cosecha de chile o tomatillo; en Sinaloa, jitomate, pepino, tomate, chile; en Michoacán, limón y jitomate; en Chihuahua, jitomate y pepino; en Baja California, verduras como pimiento, tomate, brócoli; en Sonora, principalmente uva, jitomate y chile, y así, dependiendo de la región y la temporada.
La asociación civil Save the Children estima que, en México, unos 3.3 millones de niños y niñas son víctimas de trabajo infantil; de éstos, 1.8 millones realizan trabajos que ponen en riesgo su salud e integridad; dentro de estas cifras se encuentran los 700 mil menores provenientes de las entidades del sur que huyen de la pobreza y la violencia cada vez más comunes durante el gobierno de López Obrador.
Los defensores de derechos humanos y activistas se niegan a considerarlos como simples cifras, insisten en que el Estado debe tratarlos como seres humanos, cada uno con nombre y apellido.
Miguel Ramírez, coordinador de Incidencia Política en Protección de la Niñez de Save the Children dijo a buzos que, en los campos, los niños se exponen a los agroquímicos, herbicidas, pesticidas, al glifosato; aunque no los manejan directamente, estas sustancias representan un grave riesgo para su salud, que puede complicarse debido a la falta de centros de salud cercanos; la razón de este peligro es la falta de vigilancia de sus familias, así como el desinterés de las autoridades correspondientes y de los propios contratistas o dueños de los campos.
Al encontrarse en el terreno, los niños no tienen espacio para jugar, lo que sin duda violenta sus derechos humanos, consideró. “No hay una vigilancia para el trabajo agrícola y sus familias, así, el 83 por ciento del trabajo en el campo se da en la informalidad, y eso significa que los niños y niñas también se encuentran en las mismas condiciones, es decir, no existe vigilancia”, señaló.
Karla, de 11 años y originaria de Nayarit, se mudó a Sinaloa y ahora corta tomates. Ella ayuda a su mamá, quien acarrea los botes, “el campo no es tan bonito como se lo imaginan, es cansado…hace mucho Sol”, según su testimonio, recabado por Save the Children para la campaña #NiñezLibreDeTrabajo expuesta en Tlaxcala y Querétaro para sensibilizar y reflexionar sobre el trabajo infantil en México y que próximamente se expondrá en otras entidades.
En su Atlas del Trabajo Infantil de 2022, la asociación civil señala que, en el país, unos 3.3 millones de niños, niñas y adolescentes realizan trabajo infantil.
En 2018, el Centro de Desarrollo Indígena Loyola visibilizó, en un documental, la situación que enfrentan los menores cuando llegan al estado de Guanajuato. Los niños sufren las inclemencias del tiempo; y para resguardarse, juegan bajo las unidades de traslado de la cosecha o en carpas improvisadas.
Sin dejar de trabajar –cortando chile serrano–, uno de los menores protagonistas del documental dice que el trabajo es pesado, pero que llegaron a esa entidad por necesidad, además de que, en su pueblo –Tlapa de Comonfort– no hay trabajo; se consuela al mencionar que “estamos aquí todos juntos”.
Las niñas, a partir de los ocho años, cargan a sus hermanos más pequeños, se hacen responsables de ellos, son quienes les dan de comer y cuidan mientras sus padres trabajan. Como su lengua materna no es el español, tienen dificultades para comunicarse con integrantes de las agrupaciones, como el Centro de Desarrollo Indígena Loyola que, entre otras actividades, imparte talleres y entrega alimentos y despensas.
La asociación realiza trabajo principalmente en el Bajío y las entidades del norte del país; y compartió a este medio, vía correo electrónico, el documento Migración indígena jornalera a las zonas agrícolas de León Guanajuato: análisis de acciones públicas 2019- 2020, en el que reitera que “históricamente los niños y niñas indígenas jornaleros migrantes no han tenido acceso al ejercicio de sus derechos”.
La situación se complica por el vacío gubernamental en materia de política pública, reconoce el Centro de Desarrollo Indígena Loyola, ya que el Gobierno Federal no atiende a este sector y los esfuerzos que realizan algunos municipios son insuficientes.
Incluso expone que “desde la desaparición, en la actual administración federal, del Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas, al estar insertas en ciclos migratorios, las familias han quedado excluidas de los programas de Bienestar y no tienen acceso a solicitarlos, ya que las reglas de operación requieren permanencia en las comunidades de origen”.
Cada año, Sinaloa, Chihuahua, Baja California, Zacatecas, Michoacán, San Luis Potosí, Jalisco y Guanajuato son las entidades que reciben más jornaleros; y al no disponer de escuelas cercanas que atiendan a los menores, éstos abandonan sus estudios.
Entrevistado por buzos, Paulino Rodríguez, responsable del Programa de Atención y Acompañamiento a Familias Migrantes y Jornaleros Agrícolas de Tlachinollan Centro de Derechos Humanos de La Montaña, describe las condiciones en las que se encuentran miles de menores en algunos de los campos, en gran medida por la pobreza. Anualmente, el centro lleva un conteo del número de familias que dejan sus hogares, principalmente en la región de La Montaña de Guerrero, la cifra es alarmante.
Tan sólo en 2023, la cifra fue de 12 mil 493 jornaleros agrícolas provenientes de La Montaña y algunas comunidades de la Costa Chica; de éstos, tres mil 997 fueron niños y niñas indígenas de tres a 15 años, quienes abandonaron sus estudios, ya sea parcialmente, es decir, se movieron en temporada de vacaciones, y otros de manera definitiva.
Rodríguez dijo que de enero a abril de este año han muerto cuatro niños; en Sinaloa dos; Chihuahua y Michoacán, uno respectivamente; en este último estado fue atropellado un bebé de siete meses; para resguardarlo del Sol lo dejaron bajo un camión de carga a las orillas del terreno. Al encontrarse las familias en el desamparo, en ocasiones los patrones hacen lo que quieren, como el caso de Sinaloa, donde los pequeños fueron enterrados en Mazatlán, ya que los padres no tenían recursos para trasladarlos a Guerrero, su lugar de origen.
“En los campos agrícolas, las infancias están presentes en todo el territorio y en varias actividades; hay quienes están en el surco, trabajando en el corte; hay quienes cargan las arpillas de chile a los camiones, hay quienes entregan las fichas para el conteo de las arpillas a la orilla de los camiones de carga o “torton” (como le dicen al camión que transporta el chile) y hay quienes están en las camionetas o a las orillas del camino cuidando a otras niñas y niños de la familia”, describe el informe Niñas, niños y adolescentes trabajadoras y trabajadores agrícolas: miradas críticas desde el acompañamiento en los campos agrícolas en Guanajuato sobre el trabajo de menores en esta entidad, elaborado por la Universidad de Sonora y el Centro de Desarrollo Indígena Loyola.
En el gobierno de López Obrador, los niños, niñas y adolescentes se encuentran en el abandono total; al grado de que este núcleo poblacional ha sido invisible por las secretarías del Trabajo, Bienestar y Hacienda que, hasta antes de 2018, disponían de programas en apoyo a las infancias, afirmó Celso Ortiz Marín, investigador de la Universidad Autónoma Indígena de México, ubicada en Sinaloa.
El académico con más de dos décadas de investigación de campo e integrante de la Red Nacional de Jornaleros y Jornaleras Agrícolas sostiene que en la entidad no existe un registro certero de los niños que se encuentran en los campos, “no se sabe el número de niños, falta un registro”, comentó.
“Quienes vienen de los estados del sur no están registrados ni tienen acceso a ningún programa. Los que sí están registrados no disponen del tiempo ni de los recursos para acudir a las capitales o ciudades más cercanas a realizar los trámites, por lo que se quedan también sin apoyos”, dijo en entrevista a este medio.
En Sinaloa, como en otras entidades, entre los programas que canceló la actual administración se encuentran las Escuelas de Tiempo Completo, las Estancias Infantiles, la Cruzada Nacional contra el Hambre (SinHambre), que beneficiaban directamente a los menores con atención y alimentación mientras los padres se encontraban en los campos. Por otro lado, el Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas apoyaba a los jornaleros con recursos para su movilidad.
“Antes tenían un apoyo, a los niños se les brindaba educación en los campos, otros recibían paquetes de útiles escolares, desayunos. Ahora la Secretaría del Bienestar no abrió ningún programa, ninguno, todos desaparecieron”, alertó el académico. En los gobiernos estatales tampoco hacen mucho para atender a dicha población; en algunos casos, el acuerdo consiste en que los programas pasen a manos de los municipios, pero éstos no disponen de capacidad económica ni humana para atender el problema.
Debido a esta falta de atención y apoyo se han presentado casos de niños intoxicados, ya que andan en los surcos. Los menores de un año se llevan a la boca los productos, muchos con restos de herbicidas y pesticidas, también hay casos de niños atropellados, accidentes que ocurren en los campos, y como tal, tampoco existe un registro correcto del número de víctimas menores, sólo los padres lo saben cuando tienen que correr con los gastos por todo tipo de incidentes porque no cuentan con ninguna seguridad social.
“No hay una política pública para atender a este sector”, precisó Ortiz Marín. Aunque a la fecha, se empieza a visibilizar el problema, en parte se debe a que el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá (T-MEC) obliga a los socios, en este caso a México, a brindar mejores condiciones laborales, aunque el trabajo agrícola, por la invisibilidad gubernamental, se encuentra lejos de alcanzar los estándares solicitados.
En Guanajuato, el Centro de Desarrollo Indígena Loyola realiza acompañamiento a la población de entre “cero y 17 años. Algunos de estos jornaleros son bilingües y otros son monolingües, hablando únicamente su lengua originaria. Ellas y ellos se suman a la dinámica de movilidad de sus familias. Algunas personas que actualmente son adultas nacieron y crecieron también en la dinámica de migración, siguiendo el ciclo agrícola. Aunque su registro de nacimiento se haya buscado en Guerrero y exista una identidad del pueblo puesta en la movilidad, hay niñas, niños y adolescentes que han vivido toda su existencia en el campo”, según describe el informe Niñas, niños y adolescentes trabajadoras y trabajadores agrícolas: miradas críticas desde el acompañamiento en los campos agrícolas en Guanajuato, coordinado por José Eduardo Calvario Parra.
Entrevistada por buzos, Mayo Meza Trejo, directora del Centro de Desarrollo Indígena Loyola, dijo a este medio que el modelo de infancia impuesto por las instituciones es que los niños y niñas “ríen y van a la escuela”. Sin embargo, así no pasa, pues hay muchos que están siendo desplazados forzadamente y miles “están en el campo, porque la dinámica –de la migración– sostiene a la familia frente al empobrecimiento de sus comunidades”.
Además, en muchos casos se ha criminalizado a las familias por parte de las autoridades, en lugar de atenderlas. Contó el caso de niños y niñas en los cruceros en avenidas de Guanajuato; sus familias fueron denunciadas por trata de personas, “es desproporcionado”, refirió Meza Trejo.
Y a pesar de que los jornaleros producen los alimentos, la contradicción está en que no los consumen. “En los campos agrícolas, las infancias están rodeadas de lo que florece desde la tierra, sin embargo, los mismos alimentos que cosechan y cortan no son los que pueden consumir cotidianamente”, puntualiza el documento de la Universidad de Sonora y el Centro de Desarrollo Indígena Loyola.
La realidad es que, en la mayoría de los casos, cuando llegan al campo “las familias se colocan en los surcos que les toca cortar, no hay un horario de comida fijo, muchas veces no hay un comedor o los que hay son inaccesibles por su lejanía del lugar de trabajo. Las familias comen en los surcos en el menor tiempo posible. Las niñas y niños cuidadoras/es están al pendiente de lo que pasa afuera y dentro del surco, atienden el hambre de quienes cuidan, ya sea que preparen un biberón, vayan al surco para que las mamás alimenten a quienes lactan o saquen de los tupper la comida y la distribuyan”.
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Escrito por Trinidad González .
Reportero. Estudió la maestría en Periodismo Político en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García.