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Tradicionalmente, al hablar de hambre se piensa de inmediato en alguno de los países más pobres de África, y se la asocia con fotografías de niños reducidos a esqueletos vivientes, cuya simple contemplación causa horror. Pero no hay que ir tan lejos para ver el espantoso rostro del hambre. Aquí mismo, en nuestro país, conforme la concentración del capital y su hermana gemela, la pobreza, se ahondan, hay cada vez más hambre, o pobreza alimentaria, como eufemísticamente es definida por Secretarías de Estado, en términos de una condición económica en que una familia, aunque destine la totalidad de sus ingresos a sufragar sus necesidades de alimentación, permanece subalimentada, es decir, con hambre. Y es el caso que según el mismo Gobierno Federal, en México este mal ha aumentado.
La Secretaría de Desarrollo Social, anunció que desde el año 2006 la pobreza alimentaria aumentó: hay cinco millones más de personas en esa situación; la cifra pasó de 14.4 a 19.5 millones. Claro, el gobierno tuvo mucho cuidado en adelantar a manera de justificación, que se debe a la inflación, a la crisis mundial y a los desastres naturales. Obviamente, para quien sepa leer, su intención es liberarse de toda responsabilidad, pues ¿cómo culpar a la naturaleza? ¿Quién podría reclamarle a un ciclón o a una inundación por privar a la gente de sus pobres pertenencias? En cuanto a la crisis, según el gobierno y sus economistas, se trata de un fenómeno externo, mundial, que sin deberla ni temerla ha venido a dañarnos, por lo que, si el número de pobres aumentó, fue por culpa de otros.
No obstante este empeoramiento, con todo lo impactante que resulta, no refleja el problema en toda su magnitud; más bien, lo minimiza. Baste recordar que en el año 2008, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), reconocía la existencia de 23 millones de mexicanos en situación de “inseguridad alimentaria severa y moderada”, y 25.8 millones en “inseguridad alimentaria leve”. ¡Qué eufemismos! En peores términos lo plantea el investigador Julio Boltvinik, cuando dice que: “La incidencia de la pobreza alimentaria en 2000 con el concepto amplio es de 38.9 por ciento en el medio urbano y del doble en el rural (77.1 por ciento), a pesar de lo cual el número de personas que viven en esta situación es mucho más elevada en el medio urbano: 28.3 contra 19.1 millones […]” (J. Boltvinik y A. Damián, 2001, La pobreza ignorada, evolución y características, Papeles de Población, núm. 29, p. 27).
Tecnicismos aparte, la realidad es que, aun aceptando las cifras del propio gobierno, al menos la cuarta parte de la población sufre hambre cotidianamente. Pero en el colmo de la estulticia y la insensibilidad, al tiempo que esto ocurre, representantes del sector privado propusieron, ¡la generalización del IVA a los alimentos y medicinas! Todo, claro, porque los señores no quieren pagar impuestos y están buscando la forma de que en su lugar lo hagan los pobres, ahora a través de los alimentos, sin importar que hayan llegado ya a tal grado de miseria que resulta, por decir lo menos, criminal reducirles el ingreso.
Sin duda, el hambre es la peor condición a que pueda llevarse a un ser humano, pues lo reduce a los peores estados de desesperación y brutalidad, empujándolo a la violencia para sobrevivir. No es casual entonces que, reducida buena parte de nuestra sociedad a una situación de mendicidad, la violencia haya alcanzado sus cotas más altas. Ambos fenómenos: hambre y violencia están, pues, estrechamente ligados. No hace falta ser muy perspicaz para entender que un ser humano hambriento está dispuesto a arrostrar cualquier peligro para buscar algún ingreso. Consecuentemente, si no se termina con el hambre, podemos jurar que no podrá erradicarse la violencia.
El haber alcanzado ya estos niveles de deterioro en la vida humana, golpea también a la sociedad en el insuficiente desarrollo físico y mental de los niños, desde el vientre materno mismo. Más aún que las anteriores, las próximas generaciones mostrarán un desarrollo corporal y una capacidad mental inferiores; con hambre, es imposible obtener altos rendimientos en las escuelas o en el deporte. También se verá afectada la capacidad productiva del trabajo, pues una persona enferma o débil no produce igual que otra bien alimentada y fuerte: se está dañando la productividad de nuestra economía. Y con niños subalimentados y enfermos, no hay reforma educativa que valga, ni computadoras, ni nada. Otra consecuencia previsible son las epidemias, como la ya conocida influenza porcina, u otras, como los brotes de tuberculosis y dengue hemorrágico en la Huasteca hidalguense, que aparecen recurrentemente como consecuencia de la miseria en que viven sus habitantes.
A manera de conclusión, podemos decir, con fundamento, que el agravamiento del hambre es muestra inequívoca del rotundo fracaso de los programas asistencialistas como Prospera, Sin Hambre, etc., tan publicitados como manipulados. La pobreza no se redujo: aumentó, y de manera alarmante; de nada han servido tampoco los teletones y toda la parafernalia de programas de falsa filantropía. La realidad, pues, nos está indicando de manera indubitable, que la pobreza no se cura con limosnas, públicas ni privadas, que han sido el eje de la política social de las últimas administraciones. Mas no solo las políticas, sino todo el modelo en su conjunto, están fracasando, pues la febril acumulación de la riqueza ha alcanzado ya niveles inauditos e insostenibles. Así no hay democracia que aguante; así no puede haber armonía social. Debe pararse ya esta debacle.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.