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"Ni tan derechos ni tan humanos": Eduardo Romano
“¡La gente se extraña cuando entiende la poesía! Es un prejuicio: se piensa que la poesía es incomprensible [...] yo pertenezco a la zona de la poesía-que-se-entiende”, sostiene el poeta, periodista y crítico argentino Eduardo Ángel Romano.
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“¡La gente se extraña cuando entiende la poesía! Es un prejuicio: se piensa que la poesía es incomprensible o que está voluntariamente escrita para no ser comprendida, aunque tal prejuicio sea resultado de cierta poesía que buscó, como objetivo, la producción de poemas-objeto cerrados sobre sí mismos. Así que yo pertenezco a la zona de la poesía-que-se-entiende”, sostiene el poeta, periodista y crítico argentino Eduardo Ángel Romano (Buenos Aires, 1938).

Entrevistado por su compatriota Jorge Fondebrider en 1992, el autor del ensayo Poesía popular, poesía tradicional y poesía culta señala: “Cuando empecé a escribir, por los años sesenta, a mí y a otros escritores de mi generación nos interesaba vincularnos con una tradición que, entre otras cosas, también se alimentaba de la poesía del tango”.

Por una relación más viva con la lengua hablada, se titula el citado reportaje publicado por primera vez en la Revista de Lengua y Literatura de la Universidad de Comahue y recogida en el número 23 del Diario de Poesía.

Perteneciente a una generación que reivindicó la cultura popular, el lenguaje cotidiano y la retórica del tango, el cine y las historietas, Eduardo Romano se resiste a ser encasillado en la “Generación del 60”, como suele ocurrir, por considerar que éste es un criterio reduccionista: “la gente no parece demasiado dispuesta a admitir la complejidad que conlleva todo fenómeno histórico (…) a vos te ponen una etiqueta y pasás al olvido: ya se sabe quién sos, qué hiciste, y se espera que no constituyás un problema. Esto lo experimento en la medida en que sigo escribiendo poesía. Si vos produjiste en una época, se te reconoce como propio de esa época. Entonces te ponen en las antologías de esa época y si se cree que con eso ya tenés bastante, mejor ni nombrarte”.

Es autor de 18 poemas (1961), Entrada prohibida (1963), Algunas vidas, ciertos amores (cuya edición casi completa fue quemada durante una requisa en 1968), Mishiadura (en lunfardo, “miseria”, 1978), Doblando el codo (1986), Entre sobrevivientes y amores difíciles (2004), Puro biógrafo y otras inconveniencias (2013), Antología Poética (1997).

Ni tan derechos ni tan humanos, forma parte de su poemario Doblando el codo y se divide en tres partes: en la primera encara al asesino de una mujer a cuya doble desaparición han contribuido la prensa y los archivos; al militar que sólo seguía órdenes le dice que puede seguir tranquilo y hablarle a “sus hijitos” de esa Argentina que “los malos” quisieron subvertir, pero que su padre, buen patriota y soldado, contribuyó a salvar, aunque de vez en cuando vuelvan a su memoria los seres humanos que contribuyó a silenciar.

 

Todas las noticias dan equivocado.

Y bueno… será cuestión de asomarse

al paisaje burlón donde ella siempre estuvo;

preguntar al sauce a la avispa al pasajero solitario.

Nadie la ha visto últimamente, sus huellas

se ablandaron en el barro, pedazos de su sombra

flotan hacia el atardecer, deshilachados.

Usted la conoció, tuvo su identidad entre los dedos

revolvió su cartera la vació sobre el pasto.

¿No recuerda sus gestos personales su cicatriz

de un parto que vino complicado?

¿No recuerda sus gritos de inocencia

la voz que se fue despacito haciendo grieta

y la pared del fondo rayada por sus manos?

Tal vez sea mejor que no recuerde nada,

usted se limitó al servicio a cumplir órdenes.

Juegue nomás con sus hijitos y cuénteles la historia

de los malos que quisieron pintarrajear el orden

con crayones violentos con lápices extraños.

Cuénteles que papá les dio su merecido

ráfagas eléctricas, bisturíes mellados,

calabozos sin aire y un gran tacho de mierda.

Papá es buen argentino y buen soldado.

Gracias a él crecerán libres democráticos

y mascarán interminables chiclets norteamericanos.

Crecerán sobre tierra sembrada de cadáveres

en un jardín blindado y subterráneo

donde yace una flor que brotó de sus últimos ojos,

ésos que lo persiguen, de noche, sin descanso.

 

En la segunda parte documenta el allanamiento de una vivienda habitada por sospechosos de “conspirar”: la soldadesca irrumpe, saquea, destruye todo en defensa de la paz y de la propiedad privada:

 

Han venido en defensa de la propiedad privada.

Destruyen la puerta a puntapiés

rompen los vidrios y ventanas violan

todas las cerraduras cajones alacenas

horadan las paredes acuchillan la cama.

Uno se guarda un cenicero otro desliza

suavemente un reloj pulsera a su bolsillo

los más apresurados buscan plata.

Alguien señala un crucifijo

que presencia la escena amedrentado,

lo bajan lo sopesan discuten si se trata

de puro bronce o tiene por encima

un baño de oro ¿a cómo se cotiza hoy en plaza?

Han venido en defensa pero atacan

las letras agolpadas por tantos anaqueles

el mensaje cifrado sobre una hoja blanca

ese dibujo niño en el vidrio empañado

que les saca la lengua medio palmo.

Estos hombres trabajan destruyendo

son la cuadrilla de demolición uniformada

putean en vez de conversar gruñen sonrientes

olfatean rincones y se orinan.

Han venido en defensa de la paz

con cachiporras metralletas granadas

trepanadoras máquinas de excavar morteros

un tanque en cada esquina.

Han venido pero no había nadie

y tienen que robar sólo robar,

queda para otra vez la fiesta de la sangre.

 

Y la fiesta de la sangre llega en la tercera parte de Ni tan derechos ni tan humanos, que remite inevitablemente al poema Ellos vinieron, de Martin Niemöller, que denuncia la complicidad de los indiferentes ante el genocidio nazi; Eduardo Romano cuestiona la pasividad de muchos argentinos –entre ellos poetas e intelectuales de su generación– que eligieron contemplar pasivamente las atrocidades de la dictadura y mirar hacia otro lado pensando “no es aquí, es en otro sitio, no tiene que ver conmigo” hasta que fue demasiado tarde.

 

Cuando oyó la primera sirena se apartó

un poco del alféizar y cerró las persianas.

Era una lástima renunciar a esa luna

tenue y meliflua, ingenuamente pálida,

pero los gases tóxicos enturbiaban

tanta dulzura y al parecer la noche ardía ya

por los cuatro costados.

A los primeros tiros dio un paso atrás

y entornó la puerta –casi recién pintada–

de su habitación interior.

En las tinieblas se oía el crepitar

lujurioso de la violencia desnuda, desatada.

Ahora forzaban una entrada gritos roncos

puteadas subrepticias órdenes silbatos

estallaban quién sabe desde dónde desde cuántos.

Empujado por los primeros sollozos ahogados

se metió en el baño, echó la doble llave,

se acurrucó en un rincón los brazos

sobre la cabeza los ojos hacia adentro.

Tras una breve pausa en que creyó –lo principal

es la fe, Dios te sonríe– haberse aislado

sintió un liquido espeso que goteaba

justo encima justo arriba justo no soy

se dijo en un susurro, casi tartamudo.

Entonces se encendió la luz potente luz de la crueldad

y al suave al apartado al buen muchacho

al nunca te metás en esas cosas al hijo de mamá

al siga siempre así felicitado

también lo desaparecieron brutalmente.


Escrito por Tania Zapata Ortega

COLUMNISTA


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