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Tribuna Poética
Arte poética, de Efraín Barquero
El 29 de junio de 2020, a los 89 años, fallecía en su patria, a la que había vuelto en 2014 de un prolongado exilio, el poeta chileno Efraín Barquero.


El 29 de junio de 2020, a los 89 años, fallecía en su patria, a la que había vuelto en 2014 de un prolongado exilio, el poeta chileno Efraín Barquero. En 1973, mientras se hallaba como agregado cultural en Colombia, fue expulsado por condenar el golpe militar contra el gobierno de Salvador Allende; se estableció brevemente en México, donde no se le concedió el exilio; se trasladó entonces a Cuba, participando como jurado del premio Casa de las Américas y posteriormente se estableció en Francia, donde pasó largos años.

Ubicado por los críticos como integrante de la Generación del 50, es poseedor de una voz auténtica, con lenguaje sencillo y de una hondura extraordinaria al abordar temas como la familia proletaria, la tuberculosis de los mineros, su miseria, el hambre…

Entre sus obras se cuentan La Piedra del Pueblo (1954); La Compañera (Edición definitiva en 1969); Enjambre (1959); El Pan del Hombre (1960); El Regreso (1961); Maula (1962); Poemas Infantiles (1965); El Viento de los Reinos (1967); Arte de Vida (Autobiografía, 1969) y Epifanías (1970).

En Arte poética, contenido en La Piedra del pueblo, se reconoce a sí mismo como un poeta popular, cuyos versos nacen de la vida y el sufrimiento de los trabajadores, de sus afanes, sus luchas y esperanzas y no pretenden agradar al poderoso. Barquero, como tantos poetas de su generación, también rechaza la tendencia a la escritura onírica, indescifrable salvo para un puñado de elegidos y al cisne como símbolo de una poesía “almidonada”, es decir, llena de giros rebuscados, para recitarse en palacios alfombrados ante una élite mientras la injusticia se ceba en su pueblo. Su voz no es canto apacible, sino sollozo que se torna en grito de protesta, es poesía de combate.

Estoy lleno de símbolos de carne y hueso,

y mi canto es una fábrica terrestre

donde los versos padecen y se afanan

con la misma intensidad que los hombres.

Mi poesía nace de una dura jornada

y es un producto conmovido del tiempo

que conoce el sinsabor de los pobres

sometidos por una vida injusta.

Mi voz no está suavizada por alfombras

ni tiene la prosodia almidonada

ni anda con el acento a la última moda.

Más bien es la exclamación ofendida

que se traga en un sollozo las últimas letras.

Más bien es una construcción de madera

golpeada con resoplido sin martillos.

Más bien es la cacofonía molesta

de un tísico ahogado en sangre machacada.

Yo no escribo con drogas ni con plumas de cisne

ni resbalándome por pisos encerados:

casi siempre me dejo llevar a empellones

por la inspiración rechazada de un mitin.

Muchas veces es un obrero accidentado

el que me hace pensar desordenadamente

en lo esencial de la vida y de la muerte,

mientras corro a su lado con mis páginas

en blanco para estancar su sangre.

En realidad, mis palabras casi nunca sonríen,

casi siempre andan apuradas,

y no siempre huelen bien:

pero mirad mi barrio lleno de estatuas de martirio,

escuchad lo que le confiesa el trabajador a su esposa,

preguntad de qué se alimenta el estudiante pobre,

entrad en una mina o en cualquiera parte

donde el hombre domine la materia,

y sabréis que no es su camisa la sucia

sino que son sus pulmones desgarrados,

los que ya no podrán lavarse

ni con todo el oro del mundo. 


Escrito por Tania Zapata Ortega

Correctora de estilo y editora.


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