Es la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou referente obligado para entender la participación femenina en el modernismo.
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Nació el 13 de abril de 1939, en Irlanda, Reino Unido. Pasó su infancia y su adolescencia en una zona rural que le suministró una buena base de temas para sus poemas. Tras media vida de radicar en Belfast, la creciente violencia entre católicos y protestantes que sacudía el Ulster le hizo trasladarse a Dublín.
Su poesía, desde sus comienzos, estuvo anclada en los contextos físicos y rurales de su infancia. A medida que desarrolló su obra, volvió el foco a una búsqueda arqueológica de los mitos e historias que han contribuido a configurar la violenta situación política de Irlanda del Norte. Impartió clases de literatura en la Queen University y en el Carysfort College, donde su nombre es todavía célebre por su extraordinaria aportación a la poesía inglesa. Desde Muerte de un naturalista (1966) hasta Luz eléctrica (2001), pasando por libros emblemáticos como Trabajo de campo (1975) o El nivel espiritual (1996), fue convenciendo a críticos y lectores, obteniendo en dos ocasiones el Premio Whitbread, y el Premio Nobel de Literatura (1955). También fue autor de dos penetrantes libros de ensayos, Preocupaciones (1980) y El gobierno de la lengua (1995), así como de traducciones libres de los clásicos griegos. Su edición del poema épico anglosajón por excelencia, Beowulf, se considera la versión canónica en inglés moderno. Murió el 30 de agosto de 2013 en Dublín.
Traducción de Marisol Bohórquez y Pura López Colomé
Entre el índice y el pulgar
reposa la pluma; cómoda como una pistola.
Bajo la ventana, el claro sonido rastrillante
de la pala que se hunde en el terreno pedregoso:
mi padre, que cava. Miro hacia abajo
hasta que su grupa tensa se agacha
entre los parterres, se endereza como hace veinte años
curvándose rítmicamente entre los surcos de la papa
donde estaba cavando.
La bota burda encajada en la lámina, el mango
contra la parte interior de la rodilla apalancaba con firmeza.
Arrancó las capas superiores, enterró el borde brillante profundamente
para esparcir papas nuevas que recogimos,
amando su fresca dureza en nuestras manos.
Por Dios, el anciano sabía manejar la pala,
justo como su viejo.
Mi abuelo en un día cortó más turba
que nadie en el pantano de Toner.
Una vez le traje leche en una botella
con una tapa improvisada de papel. Se enderezó
para beber, luego se inclinó inmediatamente
mellando y cortando cuidadosamente, lanzando terrones
por encima de los hombros, ahondando cada vez más
hacia una buena turba. Cavando.
El frío olor de la tierra de la papa, el golpeteo
de turba empapada, el corte limpio de un extremo
a través de vivas raíces se despiertan en mi mente.
Pero no tengo una pala para seguir a esos hombres.
Entre el índice y el pulgar
reposa la pluma.
Cavaré con ella.
Una pinza de acero helada
husmeó por el agua del acuario
y pescó por fin una langosta:
articulaciones, piedras de río
del color de municiones sumergidas.
Ante el panorama de aquel puerto,
el viento marino escupía en el ventanal,
mientras nosotros, abismados, lo pintábamos de rojo:
en cónclave horas y horas,
hablando de las últimas tenazas.
El crepúsculo, crepúsculo, se iba adueñando
conforme las preguntas saltaban y echaban raíces.
Entre remos y espaldas de remeros
que se estiran hacia el frente y se levantan.
Y, amigo mío, más poder para nosotros,
tan endurecidos ya, con tan férrea voluntad
de penetrarlo todo en serio,
mientras el mar se oscurece
y se blanquea y se oscurece
y comienzan las citas a surgir
como coartadas maliciosas:
me hallaba atenazado
entre la contemplación de un punto fijo
y el mandato de participar
en la historia activamente.
“¿Activamente? ¿A qué te refieres?”.
La luz a la orilla del mar
se ha convertido en un tenue
matiz, algo difuso entre
la inanición y el equilibrio.
Aún no logro sacar de mis entrañas
esas vidas en la plenitud de su elemento
en el fondo empedrado del acuario,
y yo, frente a la gran enjaulada fuera del agua,
su fortaleza fuera de sí.
Tengo miedo.
El sonido se ha parado en el día
y las imágenes se repiten
sin cesar. ¿Por qué esas lágrimas,
el pesar salvaje en su rostro
fuera del taxi? Crece
el jugo del lamento
en nuestros invitados que saludan.
Tras la gran tarta estás cantando
como una novia abandonada
que persiste, demente,
y que atraviesa el ritual.
Cuando fui a los lavabos
había un corazón con una flecha
y palabras de amor. Deja que duerma
recostado en tu pecho, camino al aeropuerto.
I
Esta noche, un primer movimiento, un pulso,
como si la lluvia se acumulase en el pantano
hasta romper y desbordarse: una presa que estalla,
un tajo abriendo la cama de helechos.
Tu espalda es una firme línea de costa del este
y brazos y piernas se prolongan
más allá de tus colinas graduales. Acaricio
la palpitante provincia donde creció nuestro pasado.
Soy el reino elevado por encima de tus hombros
al que no halagarías ni puedes ignorar.
La conquista es mentira. Envejezco
tolerando tu orilla semi-independiente
dentro de cuyos límites ahora mi legado
culmina inexorable.
II
Imperialmente soy varón todavía,
dejando para ti todo el dolor,
el proceso de rendición en la colonia,
el ariete, la barrera que explota desde dentro.
El acta germinó en una obstinada quinta columna
cuya postura crece de forma unilateral.
Su corazón bajo tu corazón es un tambor de guerra
que llama a filas a la fuerza. Sus parasitarios
e ignorantes puños pequeños
ya golpearon tus fronteras y sé que apuntan hacia mí
por encima del agua. No veo ningún tratado
que ponga a salvo por completo
tu cuerpo hollado y estirado, el gran dolor
que, como campo abierto,
te deja en carne viva, una vez más.
Es la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou referente obligado para entender la participación femenina en el modernismo.
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Escrito por Redacción