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Lorna Shaughnessy
Es poeta, traductora, investigadora y profesora de lengua española en la Universidad Nacional de Irlanda, en Galway.
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Nació en Belfast, Irlanda del Norte, el 30 de enero de 1961. Es poeta, traductora, investigadora y profesora de lengua española en la Universidad Nacional de Irlanda, en Galway. Ha publicado los libros de poemas Torching The Brown River (2009), The Witness Tree, (2011), Lark Water (2021) con Salmon Poetry, y el libro de bolsillo Song of the Forgotten Shulamite (2005), por Lapwing Publications. Estudiosa de la Generación del 27, se ha encargado de traducir a poetas mexicanos contemporáneos y de dos traducciones de poesía: Mother Tongue: Selected Poems by Pura López Colomé y If We Have Lost our Oldest Tales, de María Baranda (2006). Su traducción de The Disappearance of Snow de Manuel Rivas fue publicada en 2012. Sus títulos académicos incluyen una especialización en la filosofía poética de Pedro Salinas. 

 

Éxodo

Nadie sabe a qué hora llegará el tren
o cuándo partirá. Lo llaman La bestia:
hay que acostársele encima o colgársele a los lados; dormir
según se quiera, a riesgo de perder un miembro, o algo peor.

Hay que lavar la camisa en el río o en gasolineras
para no despertar sospechas en camiones atestados,
y comenzar el día con el mismo rito de consuelo:
lava, friega, rézale al dios de los largos viajes.

En la pared del refugio de migrantes, hay un letrero
que dice: Tapachula-Houston, 2930 kilómetros.
Tal vez esta noche el tren saldrá, cruzará
los enormes, oscuros cementerios sin cruces.

El Sol se pone y tú esperas; escribes cartas
mientras una joven pareja de El Salvador
pone a dormir al niño en pañales.
No hablan. El niño no llora.

En la frontera norte hay ángeles
que dejan agua y comida en el desierto;
pero sus sombras vuelven de noche,
dicen, a envenenarlas.

Obituarios de Belfast

El sobreviviente

Uno debe preguntárselo, en serio:
¿qué clase de hombre se pondría en peligro
si ya lo habían sacado
de una sepultura recién cavada?

Pensó que ahí estaría a salvo
entre tijerillas, ciempiés y gusanos:
ni un respiro, sólo el rugido
de su propia sangre en los oídos.

Lo tasajearon, lo arrojaron en un callejón,
y lo último que esperaban era ver
al propio Lázaro en el asiento trasero de un coche
sin placa en Shankill, señalándolos con el dedo.

De noche, entresaca en el montón escombros,
dando buen uso a lo que la ciudad desecha.

No hay muchos que lo sepan…

Tenía manos suaves como de niña, aunque dudo
que sus víctimas lo notaran cuando las tomaba
por el mentón, para después alzárselo con fuerza
y cortarles el pescuezo.

Eran las vetas de grasa de la carne que a diario tenía entre manos
lo que se las mantenía tan suaves, tanto aplastar, enrollar
y, desde luego, cortar: cortar era todo un arte.

Al final, aterrizó con suavidad:
diez muy buenos años entre los suyos cuando lo soltaron.

Solo, sí, terminó solo al final;
nadie le puso una pistola en la sien,
nadie le puso un dedo encima,
suave o no.

El funeral del carnicero

¿Y de qué creyó el pendejo que se trataba?
¿Iba a tomar una foto de algo
que no hubiéramos visto ya?

Le dieron unas buenas palizas,
debió hacer caso a las advertencias…
yo he asistido a más funerales
que él comido caliente.

¿Visión de largo alcance? Ay, no inventes.
Me lo sé de memoria. Punto final.

El cobrador

Armageddon a la vista: lo esperábamos,
la cabeza y el cuerpo cuadrándose por la derecha
al grado que no había otra cosa que el sonido de tambores
y de nuestros propios pies. Mis hermanos estaban en el ejército,
pero yo, defendiendo a mi gente.

No importaba quién era el blanco;
el hecho de conocerlo del trabajo
sólo facilitó las cosas.
Él era el precio a pagar,
y yo el cobrador.

Cuando escuchas el estallido, ya es demasiado tarde,
nunca te vuelves a sentir entero;
como el mismísimo segundo en que alguien
te tomó la cabeza y te sacó las entrañas.

Estoy cansado. He decidido
ponerle fin a todo esto.

Eurídice a Orfeo

¿De qué dudaste?, Orfeo,
emergiendo a la luz.
¿De la certeza de mi paso?
¿De tu fuerza encantadora?

Oh, poeta de mucho poder y poca fe,
amansaste las bestias con tu canto
pero de tu don desconfiaste.

¿Escuchaste mis pisadas
en la salida del infierno? 
¿O te ensordecían
los latidos de tu miedo?

Más fácil echar la culpa a mis pies inseguros,
transformar pérdida en desdén
y despreciar a mis hermanas tracias.

Dicen que tu cabeza se fue rodando hasta Lesbos; 
yo lo dudo; 
los dulces acordes de tu don desleal 
sobrevivirán mucho tiempo a esta canción.

 


Escrito por Redacción


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