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La misión “terrestre” de la poesía
El satélite terrestre, con toda su belleza y misterio, ha sido fuente de incontables mitos.
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A lo largo de la historia, los poetas que han cantado a la Luna son legión; el satélite terrestre, con toda su belleza y misterio, ha sido fuente de incontables mitos y, dada su demostrada influencia en el movimiento de las mareas y en el desenvolvimiento de numerosos ciclos de la naturaleza, objeto de estudio científico; durante los años 60 del Siglo XX, en plena Guerra Fría, la Luna se convirtió en un codiciado botín para dos grandes potencias. El 20 de julio de 1969, la noticia del alunizaje de una misión tripulada estadounidense daba la vuelta al mundo; cierta o falsa porque después del primer revuelo nada se ha sabido de su colonización–, aquella noticia daba ventaja al viejo sistema explotador en su carrera para recuperar la hegemonía mundial; Estados Unidos había plantado su bandera en un territorio recién conquistado: la Luna. 

Pero hoy pocos recuerdan la discusión –previa al exitoso alunizaje del Apolo 11– de filósofos, científicos y poetas en torno a la viabilidad, pero sobre todo cuestionando la necesidad de colonizar la Luna, habiendo tantos problemas de índole terrestre sin resolver: el hambre, la enfermedad, la falta de vivienda y escuelas para millones de terrícolas. Y los poetas de esta generación rompían con aquel estereotipo del enamorado fijando la mirada en el cielo nocturno para orientar sus plumas hacia asuntos harto terrenales. 

El guatemalteco Julio Fausto Aguilera (1928-2018) es autor de más de 20 libros, pero hoy nos ocuparemos de Nosotros en la tierra, publicado en 1967 dentro de Poemas fidedignos. Lejos de incurrir en el error, tan conveniente para las minorías privilegiadas, de considerar al poeta una especie de adivino, de profeta capaz de viajar en el tiempo o de adivinar el futuro, conviene entender el alcance y la profundidad de su reflexión en torno a los problemas urgentes para la humanidad. No es que hubiese profetizado el éxito de Neil Armstrong y sus promotores; simplemente constataba que tarde o temprano el hecho ocurriría, pero que esta vez tampoco serían las masas empobrecidas del mundo capitalista las beneficiarias de tal empresa.

Hoy unos hombres han tocado la Luna con las  manos –confirma el poeta, sin señalar la fecha exacta–, pero la humanidad sufriente sigue siendo la misma, porque la misión sigue siendo de este mundo. Y los poetas de hoy, reconoce Fausto Aguilera, se deben al pueblo sufriente, que jamás irá a la Luna.

 

Hay ansias cosmonautas,

ansias galardonadas,

como de buzo que ya toca fondo.

Empínanse unos hombres

hasta alcanzar la Luna;

ella, antes tan lejana,

solamente princesa de cuentos maravillosos;

ella, la Luna, tan solo atrapada

en los espejos de las aguas en calma,

hoy ha sido alcanzada de verdad por las manos

de unos cuantos hombres terrestres

que han colocado una bandera y otra en sus estepas,

han bautizado sus áridas montañas,

y uno y otro se adjudican la conquista.

 

En tanto,

aquí en nuestro planeta,

en nuestra vieja Tierra,

hay desconcierto.

Esta Tierra,

ya chica y desdeñada,

es, sin embargo, inmensa;

hay muchos, muchos hombres

que, residiendo en ella,

no han recorrido ni una millonésima parte

de su gran superficie.

 

Y hay miles, cientos de miles, millones de habitantes

que, siendo así de inmensa nuestra Tierra,

no tienen una mínima porción

en donde levantar una pequeña casa

a fin de resguardarse

del Sol, que todavía es Sol y quema,

y de la lluvia, que aún es lluvia y moja;

mucho menos disponen

de una parcela en donde sembrar su semilla

que se convierta en pan. Y tienen hambre.

 

Los cosmonautas,

ambiciosos poetas,

emprenden difíciles vuelos;

sueñan con trascendentales conquistas;

inician, fascinados,

un himno de resonancia universal.

 

Pero nosotros, los poetas

dolidos de estos muchos hombres;

nosotros,

carne de su carne doliente,

hemos de quedarnos aquí en la Tierra,

en esta Tierra ya pequeña,

pero a la vez tan grande, tan ancha de dolores;

Tierra tan espaciosa

y tan ajena, herencia de unos pocos. 


Escrito por Tania Zapata Ortega

Correctora de estilo y editora.


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