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La reciente polémica desatada por el largometraje Emilia Pérez ilustra perfectamente el postulado que titula este texto.
He intentado desde hace varios años poner de relieve cómo el movimiento general de los fenómenos histórico-sociales llega a reflejarse, digamos que en tiempo real, en su cultura. La historia de una sociedad se rastrea también, con precisión asombrosa, en sus hábitos y productos culturales: sus modas, su música, sus celebraciones, su cine, etc.
En esta perspectiva he mostrado ya antes, con abundantes ejemplos, cómo el cine comercial estadounidense, que ha penetrado prácticamente todos los rincones del mundo y cuya enorme influencia es incomparable con cualquier otro cine nacional, nos permite una especia de psicología colectiva –o psicología de las clases dirigentes, quizá– de Estados Unidos. Esta poderosísima arma de propaganda cultural ha moldeado incluso los perfiles culturales de otros países; recordemos aquí el multicitado caso del desfile de Día de Muertos en la Ciudad de México.
He comentado antes que el triunfo del discurso artístico que postula una abstracción radical alejada de toda problemática social o política es la herencia de una minuciosa operación de inteligencia que tuvo lugar durante la Guerra Fría (operación documentada ya por varios investigadores), con el propósito de “limpiar” al arte de todo discurso social.
He opinado también antes, que el boom del cine comercial bélico estadounidense representa una descarada apología de los abusos militares con que Estados Unidos aterroriza al mundo desde mediados del Siglo XX. No es casual, por cierto, que ante el ocaso integral del viejo imperio que incluye, claro, lo militar, el cine bélico estadounidense experimente hoy un evidente declive.
Muy a la zaga del cine norteamericano, pero sin duda en segundo sitio por sus alcances masivos, desfilan los productos culturales de aquellos países que llevan la etiqueta de “aliados” en donde debería decir súbditos satelitales: las grandes economías de Europa occidental.
Y aquí es donde entra Emilia Pérez, una producción de capitales franceses de corte eminentemente comercial masivo, mercancía de consumo cuyo hilo conductor es vender entradas en taquilla para obtener ganancias millonarias. La exotización de las sociedades no occidentales, como las latinoamericanas, es una puerta de entrada bastante ancha al aplauso fácil de los públicos. Analogía de la observación zoológica de un investigador, se muestra en las grandes pantallas cómo comen, cómo hablan, cómo visten los mexicanos. En principio, no hay nada de malo en ello. Pero el problema comienza cuando la realidad que se pretende reflejar aparece distorsionada a un grado tal, que la representación se vuelve irreconocible a los ojos del propio sujeto reflejado. Ningún sector de la sociedad mexicana, por pequeño que sea, se reconoce en Emilia Pérez.
Y hacer notar eso es el único objetivo de este texto que, por lo demás, no pretende siquiera ensayar un comentario crítico al largometraje. Hacer notar que el ocaso integral del Norte Global ha provocado también una especie de incapacidad para interpretar correctamente la realidad que observa y que domina. Que se ha consumado, en algún momento de los últimos siglos, un lento pero incesante proceso de transformación –lo mismo da si en los observadores o en los observados, en los dominadores o en los dominados– cuyo resultado nos muestra una desconexión, una falta de correspondencia casi total entre el mundo que imaginan dominar los amos del planeta y el que realmente tienen ante sí.
Las agudas vicisitudes geopolíticas que lentamente dan paso a un mundo multipolar confirman también esa tesis: un desvarío, una torpeza que raya en lo inconcebible, una capacidad senil para interpretar el presente de las sociedades del mundo.
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Escrito por Aquiles Lázaro
Licenciado en Composición Musical por la UNAM. Estudiante de la maestría en composición musical en la Universidad de Música de Viena, Australia.