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La pobreza y su evidencia
Para que el pobre tenga derecho al fruto de su trabajo se hace necesario plantear un nuevo modelo económico, capaz de producir la riqueza al menor costo y con un eficiente reparto de dicha riqueza.
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Antes de la caída del sistema socialista, a finales de los años 80 y principios de los 90, la lucha ideológica que se libraba entre los dos grandes colosos del mundo, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y Estados Unidos, permitía vislumbrar, gracias a la gran cantidad de documentos escritos a los que se podía tener acceso (materiales del marxismo, que después fueron desterrados de las librerías), las causas de la división de la sociedad en clases y, por lo mismo, la explicación racional de la pobreza que engendra dicha división en clases.

Sin embargo, en el terreno económico, la batalla la ganó el capitalismo mundial, que venció al bloque socialista mediante el uso de la tecnología y el abaratamiento de sus productos. Efectivamente, como la economía socialista se basaba en planes quinquenales, cuyo cumplimiento debía observarse a costa de lo que fuera; y como la contabilidad de costos fue prácticamente eliminada, pues de lo que se trataba era de cumplir con dicho plan, entonces, los productos obtenidos eran muy caros y de mala calidad; de esta manera, se puso en tela de juicio la validez del sistema económico socialista como alternativa al capitalismo, pues no era capaz siquiera de abastecer de los productos necesarios a los habitantes de la sociedad que representaba: todo mundo recuerda la campaña de desprestigio que los norteamericanos le hacían a la economía socialista en relación con las colas que debían hacer los soviéticos para tener una barra de pan o una botella de vodka; o bien, el impresionante desarrollo que cobró el mercado en aquella nación asiática.

El capitalismo, por su parte, basado en el cálculo egoísta y el principio de la máxima ganancia al menor costo, producía barato y de mejor calidad (mal parafraseando al Manifiesto del Partido Comunista) destruyó la muralla soviética con los misiles de los bajos precios de sus productos. La caída del sistema socialista, cuyo símbolo fue la caída del muro de Berlín, trajo consigo la pérdida del interés de muchos intelectuales, antes defensores de la causa socialista, razón por la cual se dejaron de publicar y de defender las ideas de corte izquierdista. En muchas universidades se abandonó el estudio del marxismo, se declaró su muerte “natural” y se dio paso a una serie de teorías que pretendían eternizar el sistema capitalista como “el mejor de los mundos posibles”; si no, basta recordar a Francis Fukuyama, quien ha defendido la idea de que la historia humana como lucha entre ideologías ha concluido y ha dado inicio a un mundo basado en la política y economía neoliberal; en otras palabras, plantea la existencia del capitalismo como un sistema eterno.

Con el triunfo del sistema capitalista, el análisis de la pobreza fue desterrado de los libros, o, en su defecto, adecuado a los intereses de las clases poderosas del mundo. No podían ocultar la pobreza, pues intentarlo sería simplemente un disparate, una idiotez, para taparle el ojo al macho los investigadores prestigiados de muchas universidades del mundo, igualmente prestigiadas, se volcaron a plantear “programas de combate a la pobreza”, cuya intención no era acabar con ese flagelo, sino evitar nuevos brotes de inconformidad y lucha revolucionaria, con la aceptación tácita o implícita de que era necesario repartir un poco la riqueza; ¿cuál riqueza?, claro está: la que recaudaba el Estado a manera de impuestos, por tanto, la del propio pueblo y no la riqueza acumulada por las grandes empresas nacionales o extranjeras. De este modo surgieron los programas de asistencia social condicionada, impulsados desde el seno del propio Banco Mundial y que a nuestro país llegaron con distintos nombres.

En México, incluso, para combatir la pobreza se están inventando métodos “novísimos”: ¡cobrarle a los pobres más impuestos para ayudarlos! ¿Qué tal? De lo que se trata es de seguirle cargando las pulgas al perro más flaco.

Entonces, aunque el pueblo siente la pobreza, pues el hambre no se puede ocultar ni desterrar por decreto o por voluntad de algún funcionario, no le ha quedado claro la razón honda y profunda de su marginación. Cierto es que tiene alguna idea, pero solo eso: una idea. Además, como al pueblo conviene tenerlo sumergido en la ignorancia, o bien enajenado, los materiales en los que se explican las razones de fondo de la pobreza, como es, por ejemplo, la monumental obra de la economía mundial: El Capital, de Carlos Marx, no están al alcance de su mano: bien sea porque son caros, bien porque no están más en las librerías o bien porque el sistema educativo nacional no lo enseña.

A pesar de ello, las crisis económicas recurrentes del capitalismo, predichas y explicadas en El Capital, y muy particularmente la crisis actual, han llevado a las masas trabajadoras, gradualmente, a la conclusión de que su pobreza no es fruto de un mal divino, ni de tal o cual gobernante; sino culpa del modelo económico actual, del capitalismo y de que la salida al mal de la pobreza consiste en el cambio de sistema económico. Efectivamente, el modo de producción capitalista, la forma en la que se produce y se distribuye la riqueza, encierra la causa de la miseria del pueblo trabajador y lo hace sufrir el tormento de Tántalo, cuyo castigo consistió en estar en un lago con el agua a la altura de la barbilla, bajo un árbol de ramas bajas repletas de frutas; pero cada vez que, desesperado por el hambre o la sed, intentaba tomar una fruta o sorber algo de agua, éstos se retiraban inmediatamente de su alcance. Así está el pueblo trabajador.

Para que el pobre tenga derecho al fruto de su trabajo se hace necesario plantear un nuevo modelo económico, capaz de producir la riqueza al menor costo y con un eficiente reparto de dicha riqueza, de modo que cada quien tenga garantizada una vida digna.


Escrito por Brasil Acosta Peña

Doctor en Economía por El Colegio de México, con estancia en investigación en la Universidad de Princeton. Fue catedrático en el CIDE.


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