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El consenso que llegó a existir en el sentido de que el camino del desarrollo sostenido y sin crisis del capitalismo era la liberalización de los mercados hasta llegar a defender la libre circulación de mercancías, capitales y fuerza de trabajo, ha colapsado ya como consecuencia directa de la crisis de sobreproducción de 2008. Ahora hay quienes, entre las clases dominantes, apoyan la independencia nacional y las restricciones a la libre acción de los mercados, hay quienes impulsan la aceptación de migrantes a Europa porque tienen problemas de fuerza de trabajo (como Alemania, por ejemplo) y existen quienes siguen una política de restricciones severas a la inmigración (aunque es oportuno aclarar que no solo la inmigración divide a las clases dominantes).
El capital mundial ha desatado una ola de inmigración de África y los países del Medio Oriente a Europa y la clase dominante de Europa se encuentra severamente dividida en torno a qué hacer con los millones de inmigrantes pobres que arriban a sus costas. El primer ministro de Italia, por ejemplo, Giuseppe Conte, está en abierto enfrentamiento público a través de la televisión con su ministro del Interior, Matteo Salvini, porque tienen discrepancias graves en torno a permitir que bajen los pasajeros de dos embarcaciones de organizaciones no gubernamentales que se acercaron a Europa por el mar Mediterráneo, 49 inmigrantes que, al momento de escribir estas líneas, llevaban dos semanas frente a la costa italiana. “Conte asumirá la responsabilidad política de su elección”, dijo el ministro del Interior desde Polonia en donde se encontraba de gira; unas declaraciones previas dan idea de la crudeza de las divergencias: el primer Ministro, Giuseppe Conte, llegó a decir que si no se abrían los puertos iría a buscar a los inmigrantes él mismo en avión, el ministro del Interior, por su parte, contestó: “Yo el avión lo uso para otras cosas, los migrantes pueden tirarse si quieren en parapente”. Los problemas que padecen han acabado con la urbanidad y el decoro entre los miembros de un mismo gobierno de las clases dominantes.
La burguesía inglesa, por su parte, se encuentra profundamente dividida por la anunciada salida y rompimiento con la Unión Europea (UE). Hace aproximadamente dos años, mediante un referéndum en el que se consultó a la población, el Reino Unido decidió abandonar a la UE y seguir una política alejada de la globalización que preconizaba y defendía la UE. Desde entonces no se ha podido concretar un acuerdo de rompimiento o Brexit ya que hay profundas discrepancias en la forma de llevarlo a cabo, desde la posición “dura” de un rompimiento radical, hasta la posición suave de un rompimiento que en realidad no sea tal, pasando por las posiciones de quienes defienden un segundo referéndum o las de quienes defienden un estatus especial para Irlanda del Norte que pertenece al Reino Unido y tiene frontera con la República de Irlanda que forma parte de la UE.
El gobierno de Estados Unidos (EE. UU.) no se queda atrás. Ya estamos en la tercera semana de parálisis de una parte importante de los empleados federales que se calcula en unos 800 mil debido a que el Congreso no se ha podido poner de acuerdo con el presidente Donald Trump en cuanto al monto y las partidas del presupuesto federal para 2019. Los divide también el tema de la inmigración. Donald Trump exige que el Congreso asigne una partida multimillonaria a la construcción de un muro a todo lo largo de la frontera con México y el Congreso, dominado por los demócratas, se opone.
La forma en la que aparecen las divergencias en los países capitalistas es una expresión de la contradicción fundamental de este sistema económico, es decir, de la producción cada vez más social, la existencia y el impacto cada vez más grande del sistema de producción sobre una masa cada vez mayor, por un lado, y la apropiación privada de la riqueza social, es decir, la marginación cada vez más drástica y abarcadora de la incapacidad para integrarse como fuerza de trabajo y como consumidor de mercancías de una masa cada vez más universal, por el otro. En otras palabras, debido a la producción de una riqueza cada vez mayor, inmensamente mayor, por una parte, y a la existencia de una masa de seres humanos, cada vez más marginados de la ocupación y el consumo. El problema es la injusta distribución de la riqueza en todo el mundo.
También aquí en México. Cada vez es más reducido el número de potentados que se queda con una parte cada vez mayor de la riqueza nacional. Se calcula que, en el año 2017, tan solo el uno por ciento de los mexicanos más ricos concentró 28 por ciento de la riqueza nacional producida, cuatro puntos porcentuales más que la riqueza que concentraban en el año 2000. México es uno de los países más desiguales del mundo, de eso no hay duda. Si bien es cierto que existe la corrupción en todo el mundo (hay países más corruptos que el nuestro), la verdad es que el fenómeno de la pavorosa concentración de la riqueza, la rebasa con mucho. Es más, en el hipotético y remoto caso de que bajo el dominio del capital se llegara a vivir sin corrupción, solo se estaría ante un escenario en el que el Estado de la burguesía ejercería a plenitud sus recursos en beneficio de su clase sin ninguna interferencia y los patrones se seguirían apropiando de la enorme riqueza producida por los trabajadores también sin ninguna interferencia, pero los pobres seguirían siendo pobres y cada vez más pobres.
Últimamente en nuestro país, se ha colocado en el primer plano de una supuesta justicia social, el reparto de una parte de los recursos que maneja el Estado a manera de pequeños apoyos en dinero a las personas de la tercera edad, discapacitados, jóvenes estudiantes y pobres en general. Esos apoyos tienen como techo la parte que el Estado, sin descuidar sus tareas sustantivas, puede dedicar a estos fines. No obstante, nadie o casi nadie piensa y propone aumentar los ingresos del Estado por la vía de hacer participar más a los súper ricos en salud, educación, obras de infraestructura que verdaderamente ocasionen una elevación en calidad de vida de los habitantes y detonen un desarrollo nacional independiente, en hacerlos participar con impuestos que aumenten el presupuesto nacional.
Precisamente por ello me ha llamado la atención que, en medio de las disputas que suceden en la Unión Americana, haya aparecido una representante demócrata que, por cierto, cuenta con un gran apoyo de la prensa, que ha propuesto un aumento de impuestos a los potentados de esos países hasta alcanzar 70 por ciento de sus ingresos. Aclaro: no de todos sus ingresos, sino de sus ingresos mayores a un cierto límite, política que se denomina de ingresos marginales. El impuesto no impactaría, por tanto, a toda su fortuna ni a todos sus ingresos, pero no deja de ser muy interesante que haya ya quien esté pensando en una herramienta económica de esta naturaleza.
La propuesta de Alejandra Ocasio-Cortez no es nueva. Esos impuestos han existido en los Estados Unidos en la época del gobierno de Dwight D. Eisenhower de 1953 a 1961 con un promedio de 91.11 por ciento, muy superior al 70 por ciento que ahora propone Ocasio-Cortez y no pasó nada socialista ni mucho menos, el capitalismo norteamericano siguió su marcha ascendente hasta que vino el neoliberalismo de Ronald Reagan que acabó con estos niveles de impuestos y los colocó en un promedio de 45.95 por ciento entre los años de 1981 a 1989. En los últimos cinco años, en EE. UU., estos impuestos se han mantenido en un promedio de 39.6 por ciento, estamos, pues, en la época de no tocar ni con el pétalo de una rosa a las grandes fortunas. Ahora se sabe incluso que países que conservaron altos impuestos para los súper ricos han tenido un crecimiento económico sostenido. Es por eso que llama la atención que ahora en nuestro país se nos quiera hacer pasar como una medida revolucionaria la simple modificación de las partidas del presupuesto que maneja el Estado sin atacar el problema de fondo.
El consenso que llegó a existir en el sentido de que el camino del desarrollo sostenido y sin crisis del capitalismo era la liberalización de los mercados hasta llegar a defender la libre circulación de mercancías, capitales y fuerza de trabajo, ha colapsado ya como consecuencia directa de la crisis de sobreproducción de 2008. Ahora hay quienes, entre las clases dominantes, apoyan la independencia nacional y las restricciones a la libre acción de los mercados, hay quienes impulsan la aceptación de migrantes a Europa porque tienen problemas de fuerza de trabajo (como Alemania, por ejemplo) y existen quienes siguen una política de restricciones severas a la inmigración (aunque es oportuno aclarar que no solo la inmigración divide a las clases dominantes).
El capital mundial ha desatado una ola de inmigración de África y los países del Medio Oriente a Europa y la clase dominante de Europa se encuentra severamente dividida en torno a qué hacer con los millones de inmigrantes pobres que arriban a sus costas. El primer ministro de Italia, por ejemplo, Giuseppe Conte, está en abierto enfrentamiento público a través de la televisión con su ministro del Interior, Matteo Salvini, porque tienen discrepancias graves en torno a permitir que bajen los pasajeros de dos embarcaciones de organizaciones no gubernamentales que se acercaron a Europa por el mar Mediterráneo, 49 inmigrantes que, al momento de escribir estas líneas, llevaban dos semanas frente a la costa italiana. “Conte asumirá la responsabilidad política de su elección”, dijo el ministro del Interior desde Polonia en donde se encontraba de gira; unas declaraciones previas dan idea de la crudeza de las divergencias: el primer Ministro, Giuseppe Conte, llegó a decir que si no se abrían los puertos iría a buscar a los inmigrantes él mismo en avión, el ministro del Interior, por su parte, contestó: “Yo el avión lo uso para otras cosas, los migrantes pueden tirarse si quieren en parapente”. Los problemas que padecen han acabado con la urbanidad y el decoro entre los miembros de un mismo gobierno de las clases dominantes.
La burguesía inglesa, por su parte, se encuentra profundamente dividida por la anunciada salida y rompimiento con la Unión Europea (UE). Hace aproximadamente dos años, mediante un referéndum en el que se consultó a la población, el Reino Unido decidió abandonar a la UE y seguir una política alejada de la globalización que preconizaba y defendía la UE. Desde entonces no se ha podido concretar un acuerdo de rompimiento o Brexit ya que hay profundas discrepancias en la forma de llevarlo a cabo, desde la posición “dura” de un rompimiento radical, hasta la posición suave de un rompimiento que en realidad no sea tal, pasando por las posiciones de quienes defienden un segundo referéndum o las de quienes defienden un estatus especial para Irlanda del Norte que pertenece al Reino Unido y tiene frontera con la República de Irlanda que forma parte de la UE.
El gobierno de Estados Unidos (EE. UU.) no se queda atrás. Ya estamos en la tercera semana de parálisis de una parte importante de los empleados federales que se calcula en unos 800 mil debido a que el Congreso no se ha podido poner de acuerdo con el presidente Donald Trump en cuanto al monto y las partidas del presupuesto federal para 2019. Los divide también el tema de la inmigración. Donald Trump exige que el Congreso asigne una partida multimillonaria a la construcción de un muro a todo lo largo de la frontera con México y el Congreso, dominado por los demócratas, se opone.
La forma en la que aparecen las divergencias en los países capitalistas es una expresión de la contradicción fundamental de este sistema económico, es decir, de la producción cada vez más social, la existencia y el impacto cada vez más grande del sistema de producción sobre una masa cada vez mayor, por un lado, y la apropiación privada de la riqueza social, es decir, la marginación cada vez más drástica y abarcadora de la incapacidad para integrarse como fuerza de trabajo y como consumidor de mercancías de una masa cada vez más universal, por el otro. En otras palabras, debido a la producción de una riqueza cada vez mayor, inmensamente mayor, por una parte, y a la existencia de una masa de seres humanos, cada vez más marginados de la ocupación y el consumo. El problema es la injusta distribución de la riqueza en todo el mundo.
También aquí en México. Cada vez es más reducido el número de potentados que se queda con una parte cada vez mayor de la riqueza nacional. Se calcula que, en el año 2017, tan solo el uno por ciento de los mexicanos más ricos concentró 28 por ciento de la riqueza nacional producida, cuatro puntos porcentuales más que la riqueza que concentraban en el año 2000. México es uno de los países más desiguales del mundo, de eso no hay duda. Si bien es cierto que existe la corrupción en todo el mundo (hay países más corruptos que el nuestro), la verdad es que el fenómeno de la pavorosa concentración de la riqueza, la rebasa con mucho. Es más, en el hipotético y remoto caso de que bajo el dominio del capital se llegara a vivir sin corrupción, solo se estaría ante un escenario en el que el Estado de la burguesía ejercería a plenitud sus recursos en beneficio de su clase sin ninguna interferencia y los patrones se seguirían apropiando de la enorme riqueza producida por los trabajadores también sin ninguna interferencia, pero los pobres seguirían siendo pobres y cada vez más pobres.
Últimamente en nuestro país, se ha colocado en el primer plano de una supuesta justicia social, el reparto de una parte de los recursos que maneja el Estado a manera de pequeños apoyos en dinero a las personas de la tercera edad, discapacitados, jóvenes estudiantes y pobres en general. Esos apoyos tienen como techo la parte que el Estado, sin descuidar sus tareas sustantivas, puede dedicar a estos fines. No obstante, nadie o casi nadie piensa y propone aumentar los ingresos del Estado por la vía de hacer participar más a los súper ricos en salud, educación, obras de infraestructura que verdaderamente ocasionen una elevación en calidad de vida de los habitantes y detonen un desarrollo nacional independiente, en hacerlos participar con impuestos que aumenten el presupuesto nacional.
Precisamente por ello me ha llamado la atención que, en medio de las disputas que suceden en la Unión Americana, haya aparecido una representante demócrata que, por cierto, cuenta con un gran apoyo de la prensa, que ha propuesto un aumento de impuestos a los potentados de esos países hasta alcanzar 70 por ciento de sus ingresos. Aclaro: no de todos sus ingresos, sino de sus ingresos mayores a un cierto límite, política que se denomina de ingresos marginales. El impuesto no impactaría, por tanto, a toda su fortuna ni a todos sus ingresos, pero no deja de ser muy interesante que haya ya quien esté pensando en una herramienta económica de esta naturaleza.
La propuesta de Alejandra Ocasio-Cortez no es nueva. Esos impuestos han existido en los Estados Unidos en la época del gobierno de Dwight D. Eisenhower de 1953 a 1961 con un promedio de 91.11 por ciento, muy superior al 70 por ciento que ahora propone Ocasio-Cortez y no pasó nada socialista ni mucho menos, el capitalismo norteamericano siguió su marcha ascendente hasta que vino el neoliberalismo de Ronald Reagan que acabó con estos niveles de impuestos y los colocó en un promedio de 45.95 por ciento entre los años de 1981 a 1989. En los últimos cinco años, en EE. UU., estos impuestos se han mantenido en un promedio de 39.6 por ciento, estamos, pues, en la época de no tocar ni con el pétalo de una rosa a las grandes fortunas. Ahora se sabe incluso que países que conservaron altos impuestos para los súper ricos han tenido un crecimiento económico sostenido. Es por eso que llama la atención que ahora en nuestro país se nos quiera hacer pasar como una medida revolucionaria la simple modificación de las partidas del presupuesto que maneja el Estado sin atacar el problema de fondo.
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Ciudad de México.- En una reunión con el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Enrique Graue Wiechers, el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, exigió que se actúe por la vía legal, que no haya encubrimiento y se castigue
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Escrito por Omar Carreón Abud
Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".