Los hogares de menores ingresos experimentan inflación baja, pero también una mayor sustitución de productos ante la falta de recursos.
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Uno de los cambios más anunciados en el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación de 2026 es la implementación de los llamados impuestos “saludables”. Esta medida, que consiste en aumentar el precio a bebidas azucaradas, tabaco, videojuegos para adultos y apuestas fue presentada por el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum y el secretario de Hacienda, Edgar Amador, como una herramienta de política pública con doble objetivo: desincentivar el consumo de productos nocivos y, al mismo tiempo, generar ingresos frescos para el erario. Sin embargo, tras esta iniciativa subyace un intento por enfrentar una deuda más profunda y compleja: la de una reforma fiscal estructural, cuya necesidad ha sido resaltada insistentemente por organismos como la OCDE, el FMI y el propio Consejo Coordinador Empresarial.
La verdadera importancia de esta medida no puede entenderse sólo en términos de recaudación inmediata, sino que debe analizarse a la luz de las funciones clásicas del Estado mexicano y la evolución histórica de su financiamiento. La forma y la cantidad en que el Estado recauda sus ingresos son el sustento de sus capacidades básicas. Pero estas funciones no han sido eternas ni aceptadas desde siempre como tales. Durante el Siglo XIX y las primeras décadas del XX, el Estado liberal tenía un rol limitado, centrado en la seguridad, la justicia y la promoción de actividades productivas, con una carga tributaria mínima.
Fue el cataclismo global del Siglo XX –la Gran Depresión de 1929, la Segunda Guerra Mundial y el surgimiento de la Unión Soviética como potencia rival– lo que transformó radicalmente este paradigma. La crisis demostró los fallos del mercado libre sin regulación, la guerra exigió una movilización económica sin precedentes y la Guerra Fría presionó a los Estados capitalistas a demostrar que podían proveer bienestar a sus ciudadanos para contener el avance del socialismo. En este contexto se crearon organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial que, más allá de su mandato oficial, comenzaron a “recomendar” políticas para que los Estados pudieran cumplir con estas nuevas y expandidas funciones.
Desde entonces, las funciones clásicas del Estado ya no se limitaban a garantizar el orden y organizar la producción. El nuevo consenso, plasmado en constituciones y estados de bienestar alrededor del mundo, incorporó la creación masiva de servicios públicos (educación, salud, pensiones) y el desarrollo de infraestructura a gran escala. Estas nuevas responsabilidades, que sólo pueden ser financiadas con recursos públicos sustanciales, exigieron sistemas fiscales más robustos y progresivos.
Es en este marco histórico donde deben leerse los impuestos “saludables” de 2026. México, con una de las presiones fiscales más bajas de la OCDE –del 16 por ciento del PIB, frente a un promedio del 34 por ciento–, carece de la capacidad recaudatoria para financiar adecuadamente las funciones que él mismo se ha asignado. La infraestructura envejecida, un sistema de salud con carencias crónicas y un modelo educativo que requiere más inversión son síntomas de esta insuficiencia.
Los gravámenes al tabaco, las bebidas azucaradas y otros productos de demanda invariable ante el aumento de precios son, en esencia, un recurso pragmático. Son políticamente más viables que un impuesto a las clases más ricas, ya que se enmarcan en una narrativa de salud pública que los hace más digeribles para la ciudadanía. Funcionan como un parche, alivian temporalmente la urgencia de recursos sin abordar el problema de fondo, que es la base tributaria extremadamente estrecha y la alta informalidad económica.
Los nuevos impuestos son una solución limitada para la necesidad de una reforma fiscal integral que realmente recaude las ganancias de los dueños de los medios de producción, combata la evasión y revise los subsidios regresivos. La verdadera prueba para la propuesta de tributación no será la implementación de estos impuestos específicos, sino si logra, finalmente, atacar las grandes debilidades de la economía mexicana: el crecimiento económico, las desigualdades y la pobreza.
Los hogares de menores ingresos experimentan inflación baja, pero también una mayor sustitución de productos ante la falta de recursos.
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Escrito por Samira Sánchez
Maestra en Estudios Urbanos por El Colegio de México. Realiza estudios de doctorado en la misma institución.