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Política
Clase trabajadora consciente vs el neofascismo
La explotación capitalista, si bien mantiene la esencia de toda sujeción de clase, se caracteriza por una forma específica y encubierta, que la distingue de los modos de producción anteriores.


La reciente muerte del agitador neofascista Charlie Kirk y el visible duelo de muchos de sus seguidores entre la clase trabajadora estadounidense plantea una paradoja urgente para analizar, ¿cómo puede el explotado abrazar una ideología que legitima su explotación? La respuesta yace en la naturaleza misma del capitalismo, que no sólo oculta los mecanismos de opresión, sino que posee la capacidad de “reciclar” el malestar generado en su propio beneficio.

La explotación capitalista, si bien mantiene la esencia de toda sujeción de clase, se caracteriza por una forma específica y encubierta, que la distingue de los modos de producción anteriores. Su base material consiste en la propiedad privada capitalista de los medios de producción (fábricas, tierras, tecnología, etc.), que despoja a la mayoría de la población de cualquier medio de vida independiente. Forzado a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir, el proletario acepta un salario que solamente cubre el costo de su reproducción (alimento, vivienda, vestido). Sin embargo, en el proceso de trabajo, crea un valor muy superior a ese salario durante una buena parte de su jornada laboral. Este valor excedente, la plusvalía, que es la fuente de toda ganancia capitalista, es apropiado gratuitamente por el propietario de los medios de producción. A diferencia de la explotación palpable del feudalismo –donde el siervo trabajaba días fijos para el señor en tierras ajenas–, la extracción del excedente se oculta tras la apariencia de un “intercambio justo” en el mercado: un salario por una jornada. Tal relación de despojo tiene una consecuencia inmediata y brutal: la inmensa mayoría de los asalariados ve sus ingresos completamente absorbidos por la mera subsistencia, tasados al límite de sus medios de vida. Esta situación les imposibilita escapar de su condición, condenándolos a vivir al borde de la crisis, completando apenas lo necesario para una vida digna. Se trata de la base económica de la falsa conciencia: al estar velado el mecanismo de la plusvalía, estas dificultades materiales no son entendidas como el resultado sistemático de la explotación, sino como una situación de mala suerte personal, falta de mérito o esfuerzo insuficiente. La opacidad estructural es, por tanto, el genio perverso del capitalismo: hace que el despojo continuo se experimente como un fracaso individual y que la promesa ideológica de que “el esfuerzo personal bastará” persista, a pesar de que la adversidad es constitutiva del sistema.

Justamente, desentrañar esta trampa del trabajo asalariado, es decir, comprender que el salario no es el pago justo por el trabajo realizado, sino sólo una fracción del valor total creado, constituye el acto fundacional de la conciencia de clase proletaria. Este entendimiento rompe la ilusión del fracaso individual y revela la verdad estructural: la clase trabajadora no es una víctima pasiva, sino la creadora fundamental de toda la riqueza social que sistemáticamente se apropia la clase capitalista. Al tomar conciencia de este hecho, el proletariado ya no se ve como una suma de individuos que compiten por migajas y comienza a reconocerse como un colectivo con un interés histórico común. Es el momento en que comprende, como escribió Marx, que su emancipación debe ser obra de sí mismo, transformándose de una “clase en sí” explotada objetivamente, en una “clase para sí” consciente de su poder y su misión histórica.

Sin embargo, la concientización no es automática, ni siquiera ante la miseria más abyecta y evidente. La opresión en Estados Unidos (EE. UU.) ha alcanzado niveles críticos que, paradójicamente no han bastado para un despertar generalizado de las clases trabajadoras. El paisaje social está marcado por contradicciones grotescas: rascacielos que se yerguen como monumentos al capital financiero coexisten con un número récord de personas en situación de calle, y millones más, aunque con techo, que destinan más de la mitad de sus ingresos a un alquiler que los mantiene al borde del desahucio. Esta crisis de vivienda es sólo un síntoma de un malestar mayor. Según datos de la Reserva Federal, el 50 por ciento de los hogares estadounidenses no puede cubrir una emergencia de 400 dólares. Los salarios reales de la mayoría de los trabajadores se han estancado durante décadas, mientras la productividad aumentaba. La llamada “muerte por desesperación” (por suicidio, alcoholismo y sobredosis) se ha incrementado entre los trabajadores blancos de mediana edad sin título universitario, reduciendo, por primera vez en un siglo, la esperanza de vida del país: millones carecen de acceso a una atención médica adecuada y la deuda estudiantil supera el billón y medio de dólares. Se trata de una crisis social profunda, un caldo de cultivo de ira legítima.

Tal situación de crisis, no obstante, no es el resultado de una mala administración o de las políticas de un presidente en particular. EE. UU., como paradigma del capitalismo maduro, sufre lo que todas las sociedades capitalistas padecen de forma periódica: las crisis de sobreproducción. Éstas no son crisis de escasez, sino de abundancia irracional. El sistema, impulsado por la competencia, produce más mercancías de las que el mercado puede absorber, porque la misma lógica que busca maximizar ganancias tiende a comprimir los salarios de la mayoría que constituye la base del consumo. Es una contradicción fundamental: se produce demasiado para una población cuya capacidad de compra ha sido restringida por el propio mecanismo de la explotación. El resultado: despidos masivos, cierres de fábricas y el desperdicio de recursos en medio de necesidades sociales insatisfechas. Ésta es la verdadera naturaleza del malestar que caracteriza nuestro tiempo: es la rabia contra un sistema que demuestra su irracionalidad una y otra vez, generando pobreza de su propia capacidad para crear riqueza.

En otras palabras, las contradicciones estructurales del capitalismo generan razones objetivas y profundas para que las clases trabajadoras incrementen su inconformidad. Es precisamente en estos momentos de crisis cuando la legitimidad del sistema se resquebraja, que la clase dominante redobla, mediante sus aparatos ideológicos, la producción de conciencias falsas. Es aquí donde figuras como Charlie Kirk despliegan su arsenal propagandístico, aprovechando el terreno abonado por la despolitización, el individualismo y la superstición que el sistema fomenta cotidianamente. Su discurso no crea la falsa conciencia desde cero; se monta sobre sus mecanismos preexistentes para dirigir la ira legítima hacia callejones sin salida.

Frente a esta eficacia reaccionaria, la respuesta histórica permanece igual: la construcción de una vanguardia organizada. Como enseñó V. I. Lenin: esta conciencia no surge espontáneamente por un arrebato de indignación; la tarea de “agitar y explicar” incansablemente a las masas, de demostrar que la explotación individual deriva de un sistema que únicamente puede ser derrocado con una lucha política unificada, requiere una organización de “revolucionarios profesionales”. Lenin abogaba por un “partido de nuevo tipo”, no un club de debate, sino un destacamento compacto y disciplinado de militantes formados teóricamente, fundidos con la clase obrera, pero capaces de elevarse por encima del economismo inmediato para ofrecer una perspectiva estratégica. Este partido sería la memoria histórica de la clase, el instrumento para convertir la energía dispersa de la protesta en un proyecto de poder coherente.

La inexistencia o debilidad de tal instrumento no significa simplemente que el cambio se retrase. Significa, concretamente, que el capitalismo seguirá su curso destructivo: crisis periódicas, más desempleo estructural, precarización de la vida y degradación ambiental. En este vacío de alternativa política real, el malestar social no desaparece; es canalizado por la derecha hacia la autodestrucción colectiva, hacia el neofascismo. Por ello, la batalla decisiva hoy radica aún en la forja de esa conciencia de clase y su encarnación en una organización política permanente. La construcción de ese partido no es una consigna abstracta, sino la única vía práctica para interrumpir la espiral descendente y abrir paso a la solución histórica: la transformación revolucionaria de las relaciones de producción. El camino es arduo, cierto, pero ya estamos viviendo la alternativa: la prolongación indefinida de una crisis que el sistema no puede resolver. 

 


Escrito por Marco Aquiáhuatl

Columnista


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