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De lo cuantitativo a lo cualitativo en la historia
Las grandes transformaciones sociales no son resultado de actos individuales, sino obra de las grandes masas, como resultado de un acto social que permita la transición de lo cuantitativo u objetivo a lo cualitativo.
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Es verdad que las grandes y verdaderas transformaciones sociales no responden tan solo a consideraciones aritméticas, a criterios puramente cuantitativos. En realidad, la historia procede a partir de saltos que representan momentos de ruptura de lo progresivo, momentos de transición de lo cuantitativo a lo cualitativo, de “catarsis” que significan pasajes de lo objetivo a la subjetivo, de la necesidad a la libertad, del momento económico estructural al momento político de la revolución.

El idealismo dialéctico alemán descubrió que la libertad (es decir, las acciones conscientes de los seres humanos) se convertía en necesidad, y la necesidad se convertía, a su propia vez, en libertad, destacando la circunstancia de que, al mismo tiempo que actuamos de un modo totalmente libre, esto es, consciente, aparece en nuestras manos como resultado inconsciente una cosa de la cual nunca hemos sabido la intención, y que nuestra libertad dejada a sí misma nunca habría estado en condiciones de producir por ella misma. Esto quiere decir que las acciones humanas producen algo distinto de lo que los propios individuos proyectan y logran.

Es verdad, en suma, que los seres humanos hacemos nuestra propia historia, pero la hacemos bajo circunstancias que nosotros mismos no hemos elegido, la hacemos bajo las condiciones que numerosas generaciones anteriores nos han legado. Esto quiere decir la célebre frase de Carlos Marx a propósito de que “la tradición de los muertos oprime como una losa, o como una pesadilla, el cerebro o la cabeza de los vivos”. Le mort saisit le vif! “La tradición, que merodea como un duende en las cabezas de los hombres”, dijera Federico Engels alguna vez. Pero Marx no hablaba tan solo de condiciones objetivas en el sentido más estrecho de la palabra. Hablaba también de otro tipo de objetividades, de cosificaciones o materializaciones más coercitivas aún que las propias condiciones materiales, tales como los imperativos morales, las normas universales, las distintas obligaciones éticas, idealizaciones de toda clase que surgen sobre la base del proceso de la producción material, pero que se reifican materializando lo ideal, que se cristalizan o encarnan adquiriendo un género especial de objetividad y constriñendo las acciones aparentemente muy libres de los seres humanos.

Ni siquiera los “grandes hombres” juegan el papel que generalmente se les atribuye. La opinión común los concibe como los verdaderos hacedores de la historia. Ellos son quienes deciden las leyes, quienes las promulgan, quienes las ejecutan. Pero esto no es más que una ilusión óptica que hace desatinar. A este objeto, basta con sopesar un par de casos de historia contrafactual. Por ejemplo, Napoleón Bonaparte. ¿La historia habría sido distinta si Napoleón hubiera muerto antes de 1789? A primera vista, la respuesta no puede ser más que afirmativa. Si Napoleón hubiera muerto antes de tiempo, la historia de Francia habría sido completamente distinta. Sin embargo, la primera respuesta, la que nos parece más lógica, más natural, casi nunca es la respuesta correcta, pues si bien la muerte prematura de Napoleón habría significado una alteración de los rasgos particulares, específicos, que esta personalidad sobresaliente le imprimió a la historia, no habría alterado aun así su tendencia más general. Lo mismo pasaría en el caso de un gran artista, de un genio de la pintura o de la música, o de cualquiera de las bellas artes. Si Leonardo o Miguel Ángel hubieran muerto antes de tiempo, el Renacimiento habría avanzado de todos modos, aun sin ellos, puesto que los dos no eran sino la expresión más perfecta, más acabada, de esa tendencia de la pintura, pero no la agotaban por completo ni siquiera entre ambos.

Aceptar el determinismo de la necesidad no conduce, sin embargo, a adoptar con resignación el fatalismo. Los ejemplos abundan: Mahoma, Oliver Cromwell, Martín Lutero (“la falta de libre albedrío se refleja en su conciencia en forma de la imposibilidad de obrar de un modo diferente al que obra”: “éste es mi concepto y otro no puedo tener”).

Pero las grandes transformaciones sociales no son resultado de actos individuales ejecutados por personalidades egregias o minorías más o menos sobresalientes que, colocándose por encima de la contradicción entre la libertad humana y la necesidad objetiva, modifiquen a partir de sí mismas un medio ambiente social enfermo. La emancipación de las grandes masas solo puede ser obra de ellas mismas como resultado de un acto social que permita la transición de lo cuantitativo u objetivo a lo cualitativo o disyuntivo, el salto de la necesidad a la libertad que rompe la continuidad histórica cuando el mecanismo de la necesidad se subvierte y surge el momento de la “catarsis” social que establece la posibilidad efectiva de poder todo lo que se quiere. “No digas que no puedes, sino que no quieres”, escribió Lenin en su libro ¿Qué hacer?


Escrito por Miguel Alejandro Pérez

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