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Con alas y sin querer volar
La política del presidente mexicano es en esencia la misma, si bien emplea un discurso, insisto, un discurso, opuesto. Diferente forma, igual contenido.
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Sin voluntad no hay acción política; la resignación de una persona, o de un pueblo, frena su acción; una parálisis conlleva la otra. Se sabe que el control de las masas por los poderes, nacionales y extranjeros, emplea dos recursos: la violencia, el más burdo y evidente, y el control ideológico, más sutil, difícil de detectar y extirpar, diseñado por expertos en sicología de masas y aplicado a través de los medios y el aparato educativo. Concretamente hablaré aquí del sometimiento espiritual a los imperios de antes y de ahora, forjado por el imperialismo y por ideólogos de la derecha mexicana, que solo conciben a México y a toda Latinoamérica encadenados al poder norteamericano, y censuran acremente la búsqueda de soberanía.

La política del presidente mexicano es en esencia la misma, si bien emplea un discurso, insisto, un discurso, opuesto. Diferente forma, igual contenido. Pregona un falso patriotismo envuelto en apariencias: construye maquetas del templo mayor, modifica a su gusto fechas históricas, exige perdón a España por los abusos de hace 500 años. Ante tan “airados reclamos”, la derecha mexicana se encabrita y reivindica las raíces coloniales españolas como las más profundas de nuestro ser mexicano; igual hace la ultraderecha ibérica pretendiendo volver por sus fueros, en añoranza de 300 años de dominio. Pero ninguna de las dos partes tiene razón. El problema no está donde ellos dicen; unos por colonialistas y otros por hipócritas, pues exigir a España que pida perdón, es farsa engañabobos. ¿Qué se consigue con que nos pidan perdón, si lo hicieran? ¿Cuáles serían sus efectos prácticos, sus beneficios? ¿Nos devolvería acaso los millones de vidas humanas perdidas por sobreexplotación, hambre y enfermedad? ¿Unas palabras regresarían todos los recursos saqueados durante tres siglos? Igual es el pedir que Austria regrese el penacho de Moctezuma; por cierto, hasta donde se sabe, los tlatoanis mexicas no usaban penachos, sino una especie de diadema llamada xihuitzolli, hecha de oro y turquesa o jade.

Tres siglos de dominación española no solo significaron un descomunal saqueo –como enseña Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina–; dejaron como secuela histórica una profundísima huella en la conciencia nacional. Con los Tratados de Córdoba en 1821 vino nuestra independencia formal, aunque no conquistada del todo: cuatro bancos españoles acaparan hoy en México el 42 por ciento de las ganancias de toda la banca. Salió, cierto, el decrépito imperio español, pero llegó enseguida un imperio moderno. “América para los americanos”, dijo el presidente James Monroe en su mensaje anual en 1823 (a poco más de un año de nuestra independencia de España), compendiando en esa frase la “Doctrina Monroe”. En junio de 1826, el libertador Simón Bolívar convocó en Panamá al Primer Congreso Panamericano de unificación. Muchos países latinoamericanos no asistieron. Estados Unidos abandonó el congreso y pronto mostró su real intención: veinte años después, el presidente Polk invadió México y cercenó el 55 por ciento de nuestro territorio, dos millones de kilómetros cuadrados. “Cesión mexicana de territorios”, le llamaron. Hasta hoy dominan lo principal de nuestra economía y nos han convertido en país maquilador. En el T-MEC se arrogan el derecho de prohibirnos firmar acuerdos comerciales con las naciones que queramos. Este ignominioso tratado, por cierto, fue concluido y firmado en el presente y muy “patriótico” gobierno de la 4T. Y lo que este último hace de facto, la derecha franca lo teoriza; al fin de cuentas se dan la mano. Argumentan la vecindad como razón fatal, pero ésta no implica dependencia; en todo caso, interdependencia.

Nuestra postración no obedece a carencia de recursos. Tenemos un territorio de casi dos millones de kilómetros cuadrados (sitio 13 en el mundo), con mares por los dos costados; solo nueve países nos superan en población; nuestra cultura es admiración del mundo, con una gran riqueza arqueológica y tradición artística; ocupamos el sitio 12 en biodiversidad, y contamos con abundantes (todavía) recursos naturales como plata, petróleo, oro, litio; la secular medicina herbolaria es de fama mundial; nuestra agricultura dio al mundo múltiples especies, en las que hoy somos dependientes (como maíz y frijol). La gastronomía es un orgullo, entre las más diversas y apreciadas. Científicos y artistas de renombre nos han dado lustre. Nuestra historia patria cuenta mucho como factor de impulso: una de las más grandes civilizaciones en la América prehispánica; y una nación que algún día fue grande puede serlo de nuevo. Es la nuestra la historia de un pueblo valiente, protagonista de heroicas gestas. Nada nos falta, pues, para emprender un verdadero movimiento de progreso soberano, como hicieron China o Vietnam, que hace tan solo algunas décadas tenían niveles de desarrollo incluso inferiores a los nuestros en muchos aspectos, pero confiaron en sus propias fuerzas y emprendieron la marcha hacia la liberación de la tutela de potencias extranjeras.

Nos mantiene sometidos una ideología de pueblo colonizado, que permea, ciertamente, con la ayuda de la necesidad económica. Nos hacen ver en la inversión extranjera la panacea para crear empleos, o que emigrando alcanzaremos el progreso de las familias; es una lógica que hace inconcebible construir aquí una economía próspera. En la apología de la emigración, el Presidente piensa que exportar mano de obra barata –muchas veces semiesclava– trae progreso con las remesas y hace flotar la economía.

Esta mentalidad que nos unce al dominio externo tiene como fondo una ideología malinchista, de admiración a la pretendida superioridad anglosajona, a lo cual contribuye el desconocimiento y el manoseo de la historia patria; también el envilecimiento de nuestro arte, igualmente colonizado por el seudoarte estadounidense, sus valores y criterios estéticos. Asimismo por los medios electrónicos: buena parte de la juventud es, no “usuaria”, sino víctima de Internet, el teléfono celular, Facebook, Instagram, TikTok, series y videojuegos, que le impiden ver la realidad y reaccionar debidamente. La enajenación entorpece el pensamiento. En deporte estamos acostumbrados a la mediocridad, como en las recientes Olimpiadas, donde, por ejemplo, Cuba obtuvo 15 medallas y ocupó el sitio 14 mundial, mientras México, con once veces más población, el lugar 84, con cuatro tristes medallas de bronce, casi en el fondo.

Frenan nuestro progreso candados ideológicos y culturales, herencia de los dos imperios sufridos. Nos encadenan el miedo a la libertad y la cultura de la migaja; aquel pueblo otrora orgulloso y digno, sufre hoy ominosa cadena que ata el espíritu, y que, como dice el poeta, “llega a veces a ser necesidad”. Nos han educado en la resignación y la falta de confianza en nosotros mismos. La mente de muchos vive cautiva, en una jaula espiritual, y aunque tengan alas no se atreven a volar. Y así, la falta de educación política nos mantiene sometidos, sin conciencia como fuente de energía e impulso. He ahí el resorte que debemos accionar para poner en juego todas nuestras fuerzas, tradición histórica y recursos, para darnos un gobierno verdaderamente patriótico, dirigido por auténticos estadistas y no por grillos ocupados en mezquindades y entrampados en un miope cortoplacismo; camorristas incapaces de concebir, y menos aún de construir, un país fuerte, soberano y justo que haga la verdadera felicidad de sus habitantes.


Escrito por Abel Pérez Zamorano

Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.


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