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Caverna, tienda, lar, iglú, tipi, yurta, trullo, ruca, domus, choza, jacal, cantón…
Una mirada a lo que cada pueblo ha considerado su hogar a menudo basta a los arqueólogos para inferir asombrosos pormenores de la vida cotidiana de cada sociedad; cómo conseguían y preparaban sus alimentos; cómo se ha protegido la especie humana del Sol y la lluvia desde su aparición sobre la Tierra y la forma en que aprendió a sortear peligros mortales muy similares a los que hoy nos acechan. Desde entonces hasta hoy, ese espacio seguro, indispensable para la sobrevivencia y perpetuación de la estirpe, constituye un rasgo social indeleblemente grabado en la mente, una aspiración irrenunciable que impulsa a miles de millones a vender su energía para llevar a los suyos sustento y, como suele decirse, garantizar que tengan “un techo sobre su cabeza”.
Pero como innumerables aspectos de la vida, esta lucha milenaria por asegurar cobijo y protección contra los elementos también se ha transfigurado en la conciencia de los poetas, siendo objeto de una reelaboración en la que la casa se transforma en el continente de la vida interior, un mundo ideal, reflejo de la materialidad externa.
Es tan poderoso el símbolo de la casa en la poesía universal, que no resulta arriesgado decir que todos los grandes poetas han expresado su particular visión del hogar, sea en sentido lato o para referirse a su espiritualidad. Basten tres ejemplos en la poesía mexicana de diversas épocas y corrientes literarias para ejemplificar este fenómeno que obligadamente constituye un tópico literario y que bien podríamos llamar, citando al erudito Fredo Arias de la Canal, un arquetipo del inconsciente colectivo.
Casa con dos puertas, del último poeta modernista mexicano, Enrique González Martínez (1871-1952) es una metáfora reiterada, es decir, una alegoría: la casa no es más que el recinto de sus más profundas cavilaciones; soledad, angustia, incertidumbre, culpa, desilusión… todas las emociones desfilan por la “casa del corazón” del solitario vate.
¡Oh, casa con dos puertas que es la mía,
casa del corazón vasta y sombría
que he visto en el desfile de los años
llena a veces de huéspedes extraños,
y otras veces, las más, casi vacía!...
La casa vacía, de Rosario Castellanos (1925-1974) es el segundo ejemplo. El viejo palacio de la memoria, lleno de fantasmas y muebles empolvados, brinda al poema una opresiva atmósfera de derrumbamiento que simboliza la imposibilidad de volver a la idílica niñez y conservar la juventud.
Yo recuerdo una casa que he dejado.
Ahora está vacía.
Las cortinas se mecen con el viento,
golpean las maderas lentamente
contra los muros viejos.
En el jardín, donde la hierba empieza
a derramar su imperio,
en las salas de muebles enfundados,
en espejos desiertos
camina, se desliza la soledad calzada
de silencioso y blando terciopelo.
(…)
Adolescencia gris con vocación de sombra,
con destino de muerte:
las escaleras duermen, se derrumba
la casa que no supo detenerte.
Dos casas, de la veracruzana María Enriqueta Camarillo (1872-1968), es el tercer ejemplo de una “casa” que no es tal y que expresa la posibilidad de existir en un mundo inaccesible a las presencias importunas. Con elegancia y donaire, el poema propone una defensa contra la frívola curiosidad de una visitante a la que sólo le está permitido indagar en la existencia material de su interlocutora, pero le está vedado entrar a la “casa de su pensamiento”.
(…)
¡Ah, mariposa dorada!
no profanarán tus vuelos
las veredas misteriosas
que hay en el callado huerto
de esa otra casa que llamo
casa de mi pensamiento.
En esa mansión oculta,
en la que sólo yo entro,
no resonarán tus pasos…
La luz de tus ojos negros
no ha de rasgar la tiniebla
de sus grandes aposentos…
No medirás las alturas
de sus muros y sus techos,
no abrirás allí cajones,
no sorprenderás secretos:
no deshojarás las rosas
de los callados senderos…
Amiga: en aquella casa
donde es un dios el silencio,
no has de visitarme nunca,
porque en ella no te espero.
(…)
¡Vuelve a visitarme, vuelve
que tus pesquisas no temo!
…Hoy, mientras en esta casa
te recibí, sonriendo,
en la otra, en la de arriba,
estaba velando a un muerto…
Uno de los libros fundamentales en la obra del poeta veracruzano Rubén Bonifaz Nuño es Fuego de pobres (1961), su autor reconocerá que con este volumen “comenzaba ya el cambio; lo otro era personal; Fuego de pobres puede ser ya colectivo”.
Su poesía, heredera del modernismo, que viera la luz en su patria con el gran Rubén Darío.
La voz sobre la muerte es el título que da Regino Pedroso al último de los quince cantos de Más allá del mar, moderna epopeya en la que el héroe es el proletariado latinoamericano.
La historia de la literatura abunda en ejemplos de amistades a toda prueba y de profundos desencuentros entre poetas y escritores de indudable valor.
De aquella sociedad nacida de la más grandiosa revolución que había conocido la humanidad surgió, como un resultado necesario, toda una constelación de poetas.
El séptimo canto de Más allá canta el mar, la gran epopeya del poeta cubano Regino Pedroso.
Soberana presencia de la patria no sólo es la enérgica denuncia de la masacre perpetrada por el imperialismo yanqui contra los jóvenes patriotas panameños en 1964.
Su obra poética sufrió el injusto desdén de la crítica contemporánea, entre cuyas figuras destacaba Octavio Paz.
El árbol, como abstracción, es un elemento infaltable en todos los monumentos literarios de la antigüedad.
Escritor, dramaturgo y periodista, Vicente Alemán, más conocido por el seudónimo literario de Claudio Barrera.
La epopeya del Morro (1899) es el título de un extenso poema heroico del peruano José Santos Chocano (1875 - 1934)
Luchó toda la vida por su patria cubana desde la trinchera de las letras.
Carlos Marx enseña que la anarquía de la producción es una de las principales leyes del sistema capitalista y conduce a la sobreproducción de mercancías hasta ocasionar una crisis económica.
Son 15 los cantos de Más allá canta el mar, la extensa epopeya latinoamericana de Regino Pedroso.
La Zona del Canal, posesión yanqui “a perpetuidad”, simbolizaba la injerencia imperialista.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.