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El modelo que históricamente ha seguido la política cultural del México moderno, desde Vasconcelos hasta hoy, se basa en un principio central: el Estado asume la responsabilidad social de ofrecerle a los ciudadanos una infraestructura de bienes y servicios culturales sólida y estable. Es una especie de pacto no escrito, cuya validez teórica se ha refrendado una y otra vez en planes de desarrollo, leyes orgánicas, leyes secundarias, reglamentos, etc. En el terreno práctico, no obstante, la aplicación de este principio rector comenzó a tambalearse hace ya algunas décadas.
La apertura neoliberal iniciada a principios de los años 80 y profundizada vertiginosamente en la década siguiente fue el violento golpe de timón que provocó el lento y penoso naufragio que llega hasta hoy. La enorme nave de la poderosa infraestructura cultural de México, una de las más fuertes de América Latina, se hunde.
La reducción presupuestal de casi 30 por ciento a la Secretaría de Cultura planteada en el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación para 2025 prendió las alarmas entre muchas figuras del sector. Se trata, en realidad, de un paso más de la vieja tendencia transexenal: neoliberalizar la infraestructura de bienes y servicios culturales de México.
¿Cómo se explica esto? Es decir, cómo se explica a pesar del decreto verbal sobre “el fin de la política neoliberal” del expresidente López Obrador.
Una respuesta, como planteamiento general, esboza lo que un economista ha llamado populismo neoliberal para caracterizar la política inaugurada por AMLO. Se trata, dicho brevemente, de un discurso que retóricamente reivindica al pueblo frente a las élites al mismo tiempo que aplica, en los hechos, fórmulas neoliberales de manual: adelgazamiento del Estado, austeridad fiscal, transferencias monetarias directas como fomento de la autonomía económica de los individuos, desmantelamiento de las infraestructuras públicas (salud, cultura), etc.
Pero esta tesis general debe ser desarrollada desde la óptica del propio sector cultural. La respuesta particular puede investigarse en la concepción orgánica sobre el papel de la cultura que ha construido la 4T, una concepción que nunca ha sido expuesta sistemáticamente y que debemos rastrear en discursos, fragmentos escritos dispersos y tendencias operativas. Esta concepción se nutre de dos tesis principales.
La primera de ellas parte del viejo debate conceptual sobre qué es la cultura y cuál es su papel. La cultura, en sentido estricto, existe per se. Como concepto, se trata de un universo abierto, vigoroso y dinámico que acompañará siempre a toda sociedad, con o sin instituciones, con o sin presupuestos públicos. Este postulado fundamental aceptado por la sociología, la antropología, la filosofía y demás disciplinas que convergen en eso que llamamos cultura, ha sido sometido en la concepción obradorista a una especie de deformación reduccionista. En su nueva versión simplificada, el postulado se presenta como una oposición entre la cultura del pueblo oprimido y la cultura de las élites opresoras. El pueblo organiza autónomamente sus verbenas populares, mientras que los cineastas carcomen los fondos públicos para rodar películas que nadie entiende y que nadie ve.
La segunda tesis de esta concepción es de carácter más pragmático. En un país de cifras tan alarmantes, en un contexto social que ha normalizado niveles tan graves de desigualdad, pobreza y violencia, todos los recursos estatales –incluyendo, claro, los económicos– deben estar dirigidos precisamente a atender esas urgentes necesidades nacionales. No hay lugar para otras prioridades. Primero hay que reparar el edificio y ya después nos ocuparemos de pintar las paredes.
Las limitaciones de espacio de este texto no dan lugar a un debate en torno a ambos planteamientos. Lo cierto es que, en los hechos, la política cultural de la 4T se inserta, en suma, en la vieja línea neoliberal de desmantelar la infraestructura cultural pública; y no es esperable un cambio de rumbo en este sexenio. El neoliberalismo senil seguirá arrastrando penosamente el viejo carro de nuestra infraestructura cultural, para entregarnos en 2023 lo que quede de sus ruinas. Y no es cierto que sea reversible.
La cultura, como universo vivo, se transforma permanentemente. Ante la ausencia de la responsabilidad estatal, el perfil cultural de la sociedad se modifica irreversiblemente: se extinguen las lenguas originarias, desaparecen las prácticas culturales no hegemónicas, se desintegran las orquestas, cierran los museos, desaparece el cine nacional y disminuye el número de lectores.
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Escrito por Aquiles Lázaro
Licenciado en Composición Musical por la UNAM. Estudiante de la maestría en composición musical en la Universidad de Música de Viena, Australia.