En el estado de Puebla, la inseguridad está incrementándose; pese a las estrategias de gobierno para contenerlo.
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Miles de familias han sido obligadas a huir de sus hogares en Sinaloa debido a la violencia que afecta a gran parte del territorio estatal. Los enfrentamientos entre grupos delincuenciales, el abandono institucional y la burocracia de un Estado que no asume su responsabilidad han convertido el desplazamiento forzado en una herida que se enquista mientras las víctimas sobreviven.
El Sol cae a plomo en la explanada del Palacio de Gobierno. Entre pancartas arrugadas y rostros exhaustos, un grupo de familias desplazadas por la violencia espera ser recibido por las autoridades estatales. Llevan semanas, meses y años insistiendo, buscando una respuesta. Pero las puertas siguen cerradas.
“Tenía ganado, mi casa y mis cosas. Pero lo dejé todo. Vendí lo que pude y lo demás lo perdí. Ya tengo credencial de aquí porque la necesito para acceder a apoyos. Me resigné, porque esto ya no se va a acabar”, lamenta Inocencio Félix Bueno, originario de La Pitahaya, tierra donde nació y que en 2021 se vio obligado a abandonar.
Esta misma historia la comparten las familias desplazadas de la comunidad de Vainilla. Al igual que Inocencio, tuvieron que tomar lo poco que pudieron y dejar atrás toda una vida.
“Me sacaron; no tuve oportunidad de traer mis cosas; no traje nada. Me corrieron de la casa. Tenía 85 años viviendo en Vainilla y ahora no tengo nada. Queremos que nos apoye el gobierno, pero no así, con las puertas cerradas”, demanda Nicanor Benítez, quien apenas hace dos meses fue expulsado de su tierra.
Ambos comparten una historia: forman parte de las familias que huyeron de sus comunidades serranas, de territorios que durante décadas vivieron de la agricultura y la cría de ganado. Hoy, sus casas están vacías. Los animales fueron abandonados, los techos se han deteriorado y los recuerdos quedaron esparcidos entre la maleza de los caminos que recorrieron para huir de las balas y el miedo.
Llegaron a Culiacán con la esperanza de encontrar apoyo; sin embargo, únicamente encontraron silencio institucional: funcionarios que evaden, ventanillas que se cierran y un gobierno del estado más dispuesto a negar que a escuchar.
Las historias de desplazamiento a causa de la violencia se repiten en la entidad. Algunas familias han alzado la voz, pero cientos no se atreven a denunciar su situación aún públicamente, pues se sienten intimidadas. Pero el tiempo pasa y el problema se agrava.
Las familias desplazadas no son un fenómeno nuevo, pero sí una deuda que crece anualmente. Desde 2012, Sinaloa figura entre las entidades con mayor número de personas forzadas a abandonar su hogar por la violencia, según el informe Travesías forzadas 2024 de la Universidad Iberoamericana.
Sólo entre septiembre y diciembre de 2024, más de seis mil 400 personas fueron desplazadas en seis eventos masivos vinculados a enfrentamientos entre grupos criminales. Sinaloa se posicionó como el segundo estado con más desplazamientos en México, sólo detrás de Chiapas.
Mientras las cifras aumentan, el discurso oficial se diluye entre tecnicismos y eufemismos. La Secretaría del Bienestar, o “malestar”, como la rebautizan algunas víctimas con amarga ironía, ha sido señalada por censar a personas que no son desplazadas y por desatender a quienes sí lo son.
“Se supone que este año asignaron 75 millones de pesos (mdp) y nada más se utilizó para despensas, ventiladores y catres. Ya no es lo que yo digo nada más; ustedes lo han registrado. No se ha hecho obra, no hay entrega de viviendas; y esto sigue ocurriendo, las familias siguen huyendo de la violencia”, reveló Esperanza Hernández Lugo, desplazada en 2012 junto a 600 familias del municipio de Sinaloa.
El desplazamiento forzado en Sinaloa no solamente significa perder la casa: es una fractura emocional, comunitaria y cultural. Quien huye, lo hace dejando atrás su historia.
“Llegaron en la noche y nos dijeron que si al amanecer seguíamos ahí ya sabíamos. Salimos con dos mudas de ropa y sin dinero. Todo cambió de la noche a la mañana. Sólo pido un solar para tener nuestra casita”, exige Nancy Gizel Arellanes, quien hace cuatro años abandonó Los Laureles, en la sierra de Badiraguato.
Hoy vive en Culiacán, junto a su esposo, en una casa de lámina que le prestaron. Su esperanza de volver y vivir tranquilos ha desaparecido.
En Vainilla, la violencia comenzó como un rumor. Luego llegaron los disparos, las amenazas y los hombres armados exigiendo territorios. En pocas horas, familias enteras emprendieron el camino hacia abajo, con lo que pudieron cargar. Algunas se refugiaron en Sinaloa, otras en la periferia de Culiacán.
“Dejé todo allá. La verdad aquí ando sufriendo, no veo: tengo un problema en el ojo izquierdo. Aquí ando con mucho esfuerzo, pidiendo que nos escuchen, porque nos dejaron sin nada. Queremos apoyos de vivienda”, informó Felipe Benítez, quien ahora lucha por tener un techo, un hogar propio.
Cientos de familias desplazadas han tomado parte en estas protestas y han denunciado públicamente la falta de respuesta del Gobierno estatal. Pero el problema excede la gestión de un sexenio: es estructural.
“Hay mucha indolencia, poca atención. Se han reducido a dar apoyitos que no le resuelven la vida a nadie. ¿Qué pide la gente? Vivienda. Es todo. Estamos arrimados con familiares, sin empleo fijo, pagando rentas altas. Ese humanismo que presume este gobierno debe traducirse en hechos”, reclama uno de los oradores en un mitin frente a las puertas cerradas del Palacio de Gobierno.
El desplazamiento por violencia en Sinaloa ocurre en un contexto de enfrentamiento entre facciones de los cárteles, que se intensificó en Sinaloa desde septiembre de 2024. Municipios como Badiraguato, Choix, Rosario, Concordia, Mocorito y Sinaloa de Leyva concentran la mayor parte de los casos. Los enfrentamientos por el control de rutas, sierras y comunidades rurales han dejado atrás pueblos fantasmas y caminos bloqueados por la incertidumbre.
El Gobierno estatal ha reportado menos desplazamientos de los que documentan organizaciones civiles, académicas y la Iglesia. Mientras las autoridades reconocen algunos cientos de familias afectadas, los registros independientes plantean miles.
Las cifras oficiales de la Secretaría del Bienestar y Desarrollo Sustentable (Sebides) plantea un registro histórico de familias desplazadas en Sinaloa, que asciende a tres mil 309, y sólo durante este año reportan mil 763 familias activas, de las cuales 652 corresponden a Culiacán.
Sin embargo, organizaciones civiles, testimonios comunitarios y la propia Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH) advierten que el número real podría ser mucho mayor. “Existe una cifra negra de desplazamientos que el Estado no ha podido contabilizar”, advirtió Óscar Loza Ochoa, presidente de la CEDH de Sinaloa.
Reconocer el desplazamiento implica aceptar el fracaso del Estado para garantizar seguridad y condiciones mínimas de vida. Involucra, además, asumir la obligación de reparar daños, reconstruir viviendas y garantizar justicia, tareas que históricamente se han postergado, agregó el defensor de derechos humanos.
El informe Travesías forzadas aclara que Sinaloa no cuenta con una política integral de atención al desplazamiento interno, y que sus acciones se limitan a respuestas asistencialistas: despensas, subsidios temporales o promesas de lotes que nunca se materializan.
En la práctica, las familias desplazadas viven en la precariedad urbana, hacinadas en casas rentadas o terrenos irregulares, sin acceso estable a empleo, salud ni educación. De los programas estatales anunciados, pocos han llegado a concretarse y muchos de los beneficiarios han esperado años la vivienda prometida.
A decir de Loza Ochoa, en los últimos años, el desplazamiento en Sinaloa ha mutado: de los episodios masivos en la sierra se ha pasado a un desplazamiento paulatino, silencioso y constante. Cada semana, una o dos familias se van sin hacer ruido ni denuncia o acompañamiento institucional.
El fenómeno ha alcanzado incluso zonas urbanas: colonias de Culiacán y Mazatlán registran casos de personas que huyen por amenazas o extorsión. En todos los testimonios, el patrón se repite: violencia, huida y omisión.
El gobierno de Rubén Rocha Moya ha insistido en que la atención a personas desplazadas “es prioridad”. Sin embargo, los hechos contradicen a la narrativa. Las familias que se manifestaron frente a Palacio de Gobierno el pasado 13 de octubre no fueron recibidas. Y los funcionarios del Bienestar se negaron a dar declaraciones.
Mientras tanto, los censos se actualizan a medias y las promesas se reciclan en comunicados. El problema no es solamente la falta de recursos, sino la indiferencia burocrática: el desplazamiento se está convirtiendo en una estadística que no incomoda al poder.
“Pura reunión y nada concreto. A los desplazados sólo nos dan despensas, cobijas, colchonetas… y creen que con eso se atiende el problema. Lo que necesitamos es vivienda”, han insistido quienes se atreven a alzar la voz.
En 2020, el Congreso de Sinaloa aprobó la Ley para la Prevención y Atención del Desplazamiento Interno. Cuatro años después, su implementación todavía es fragmentaria. No hay reglamento completo, ni presupuesto suficiente, ni una instancia que garantice derechos básicos como vivienda, salud y educación para las víctimas.
En teoría, la Ley reconoce el desplazamiento forzado como una violación a los derechos humanos. En la práctica, la mayoría de las víctimas ni siquiera ha sido registrada formalmente.
De acuerdo con especialistas, la omisión del Estado no sólo agrava la vulnerabilidad de las familias, sino que perpetúa la impunidad: ninguna investigación judicial ha determinado responsabilidades por los hechos que originaron tales desplazamientos.
Las puertas del Palacio de Gobierno jamás se abrieron. Funcionarios públicos únicamente se limitaron a fotografiar a los manifestantes y censarlos, con la supuesta promesa de buscar una solución a sus solicitudes. Algunos se retiraron a sus casas prestadas, cansados por la falta de respuesta ante lo que inició como la imposibilidad del Estado para garantizarles la seguridad en sus lugares de origen.
“Quisiera tener un lugar donde acomodarme; poder decir: aquí voy a estar. Quiero tranquilidad. Pero a como están las cosas, veo imposible volver. No se me hace justo, la verdad no. Esto es muy triste”, sentenció Cornelia Mercado, quien dejó todo en Los Laureles.
Esa frase condensa la paradoja de miles de familias en Sinaloa: no pueden volver, pero tampoco pueden quedarse. El Estado no las protege, ni siquiera las reconoce. En ese intermedio doloroso, aprenden a sobrevivir. No desde la esperanza ingenua, sino desde una resignación crítica, que observa, denuncia y no se rinde del todo; aunque el gobierno cierre las puertas, ellas protestan convencidas de que el olvido también se combate levantando la voz.
En el estado de Puebla, la inseguridad está incrementándose; pese a las estrategias de gobierno para contenerlo.
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Escrito por Scarlett Nordahl
@ScrlttNrdhl