Los productores agrícolas y ganaderos de 20 estados de la República Mexicana se hallan en pie de lucha a causa del abandono en que los gobiernos federales de Morena los han dejado durante siete años.
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Los bloqueos de carreteras que los productores agropecuarios de estados como Sinaloa, Sonora, Chihuahua, San Luis Potosí, Zacatecas, Durango, Guanajuato, Michoacán, Jalisco, el Estado de México (Edomex) y Morelos marcan un punto de inflexión en la lucha del campo mexicano en contra del abandono en que los mantiene el Gobierno Federal.
Sus manifestaciones de inconformidad no son espontáneas, sino obra de la organización social y política de un sector históricamente marginado que hoy actúa de manera coordinada y estratégica en el planteamiento público de sus demandas.
El cierre de casetas en las principales carreteras del país llevado a cabo por productores de granos básicos, hortalizas, fruticultores y ganaderos, da expresión a un logro político pocas veces visto en el pasado reciente: la superación de las divisiones gremiales y la articulación de un frente de lucha común.
Esta coordinación, facilitada por organizaciones como la Alianza Nacional de Productores del Norte (ANPN) y el Frente Agropecuario de Chihuahua (FAC), ha demostrado una capacidad de convocatoria sin precedentes y llevó a miles de personas a las vías locales y federales a protestar contra su abandono.
Las demandas son claras y específicas: que los precios de garantía para sus cosechas sean justos y no una simple referencia, sino un mecanismo efectivo y obligatorio que se convierta en política de Estado.
En el caso del actual precio de garantía para el frijol –establecido en 27 pesos por kilogramo– denuncian que no se respeta y que por ello la mayoría de sus productores se ven forzados a vender a intermediarios a precios que no superan los 16 pesos, diferencia que los lleva a la ruina.
Demandan un nuevo esquema para este grano y se extienda al maíz, trigo y sorgo; la reducción de importaciones desmedidas: que durante la cosecha nacional haya medidas proteccionistas mediante la definición de cuotas de importación de granos básicos; y la aplicación estricta de derechos antidumping contra el frijol estadounidense y el maíz argentino que ingresan al país con precios muy bajos.
Argumentan que con base en estudios de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), más de 20 países utilizan mecanismos de salvaguarda para proteger su producción agrícola interna.
Demandan también programas de apoyos directos y focalizados al campo y rechazan los programas asistencialistas. Sus peticiones concretas incluyen un subsidio directo de al menos 50 por ciento al diésel para uso agropecuario, gestionado a través de las organizaciones de productores para evitar desvíos; un “bono de insumos”, canjeable sólo en distribuidoras autorizadas para la compra de fertilizantes y semillas certificadas; y líneas de crédito “blandas” con tasas de interés no mayores al cinco por ciento y periodos de gracia que coincidan con los ciclos productivos.
La movilización campesina marca un antes y un después: los productores del norte han pasado de la queja a la protesta, y de la protesta local a la acción coordinada. La capacidad de organización y claridad de sus demandas los posiciona como un actor político imposible de ignorar, cuyo movimiento podría redefinir el futuro de la política agroalimentaria en México.
El campo mexicano enfrenta una de sus etapas más difíciles debido a los altos costos de producción, la falta de apoyos reales y la competencia desigual frente a las importaciones extranjeras, según las declaraciones de los manifestantes.
Las carreteras federales, los distribuidores viales y las plazas públicas de los estados del norte de México –Sinaloa, Sonora, Chihuahua, San Luis Potosí, Zacatecas y Durango– se han convertido en el megáfono de un sector al límite del colapso.
Las imágenes de tractores y maquinaria agrícola bloqueando avenidas –herramientas de trabajo convertidas en instrumentos de protesta– son el síntoma más visible de una crisis estructural y profunda que se ha gestado durante décadas, pero que hoy amenaza los cimientos de la estabilidad y la soberanía alimentaria de la nación.
No son manifestaciones espontáneas y aisladas, sino movilizaciones masivas y coordinadas que expresan de forma legítima y organizada la inconformidad de los hombres y mujeres que sostienen el andamiaje agroalimentario del país.
Su grito unísono refleja una paradoja devastadora: quienes siembran la tierra para alimentar a México se hunden en la insolvencia económica. Están atrapados por una “tenaza financiera” que los asfixia:
Por el otro, los altos costos de producción, que se incrementan con el diésel –sangre de la maquinaria del campo– y que operan como su principal verdugo porque en los últimos años han llegado a ser superiores al 100 por ciento; los fertilizantes e insecticidas siguen la misma senda alcista.
Por el otro lado enfrentan la competencia desleal y desmedida de productos importados, que llegan al país subsidiados por sus gobiernos de origen o bajo prácticas de dumping, saturando el mercado interno y hundiendo los precios de los granos nacionales a niveles que no cubren los costos más básicos de siembra y cosecha.
Las protestas están sustentadas por la rabia de los trabajadores agrícolas que ven cómo su trabajo de meses se paga a precios de remate; en el análisis riguroso de organizaciones de la sociedad civil que llevan años alertando sobre este desastre anunciado; y en datos oficiales de dependencias gubernamentales que, al contrastarse, pintan un panorama alarmante de dependencia alimentaria.
Don Roberto Hernández, productor de maíz y frijol en tierras colindantes entre Durango y Zacatecas, dijo a este medio: “Lo que duele no es sólo que nos paguen una miseria, sino ver que el país prefiere comprarle a un extranjero. Siembro maíz forrajero; pero muchos compañeros ya no. ¿Para qué, si llegan barcos llenos de Estados Unidos (EE. UU.) y tumban el precio? Podemos producir el maíz que come nuestro ganado, pero no nos dejan competir. Es como si un padre de familia dejara de llevar comida a su casa y esperara a que el vecino le regale las tortillas. Así no se puede. Estamos vendiendo nuestra soberanía por unos centavos de ahorro momentáneo. Pero el día que ese vecino nos cierre la llave, ¿con qué alimentaremos a los animales y a la gente?”.
Ene 2023, México importó 18.3 millones de toneladas de maíz amarillo, principalmente de EE. UU., para satisfacer la demanda de la industria ganadera. Este monto superó el 40 por ciento del consumo nacional de este grano.
El frijol, infaltable en la dieta mexicana, también se importa más. En el mismo periodo se importaron más de 280 mil toneladas, equivalentes al 35 por ciento del consumo nacional. La mayoría de las gramíneas llegaron de China, Argentina y Canadá.
Organizaciones de la sociedad civil como la Campaña Nacional Sin Maíz No Hay País, han advertido que esta dependencia económica ha derivado de la política oficial de desmantelamiento de instituciones y la predilección por las importaciones aplicadas en las últimas tres décadas.
Ana Laura García, asesora técnica de una cooperativa de productores en Poanas, Durango, comentó que “la dependencia del frijol importado es un crimen contra nuestra cultura y nuestra seguridad. Recibo llamadas de productores desesperados porque el frijol peruano o chino, que llega a la central de abastos a 14 pesos, les hace imposible vender el nuestro que, con todos los costos, no puede bajar de 20 pesos para que el productor no pierda. La calidad es lo más grave: ese frijol importado no tiene el sabor, la textura y a veces ni los mismos valores nutricionales. Estamos engañando al consumidor y al mismo tiempo matando al productor nacional. México es la cuna del frijol, tenemos cientos de variedades y estamos permitiendo que se pierdan porque no hay una política clara que priorice en lo nuestro”.
Esta situación pone en riesgo al doble la estabilidad del país: por un lado, porque socava el mercado interno, que está atado a los precios internacionales impuestos por los países importadores; y, por otro, porque la inflación en productos cárnicos, lácteos y otros de la canasta básica está directamente ligada al precio del grano importado.
Además, la imposibilidad de competir con las importaciones no sólo conlleva menores ingresos, sino también el abandono definitivo de la tierra. Esto se acelera y evidencia en la migración interna y externa, en la descomposición del tejido social de las comunidades y el empobrecimiento cada vez más a la vista de miles de familias que por generaciones han vivido de la agricultura.
El caso del frijol, grano básico en la dieta mexicana y símbolo de la cultura alimentaria, se ha convertido en el ejemplo más claro y doloroso de la crisis que devasta al campo. La brecha abismal entre los precios oficiales y la realidad del mercado interno evidencia la disfunción de los mecanismos de protección al productor nacional.
Don Javier David Rangel, productor de frijol pinto en los llanos de Durango, señala: “le voy a poner números claros para que no quede duda. Para producir un kilo de frijol, entre la siembra, la mano de obra para desyerbar y cosechar, los fertilizantes y la gasolina para la bomba de riego, se me van entre 22 y 24 pesos. El gobierno anuncia a los cuatro vientos un precio de garantía de 27 pesos. Suena bien, ¿no? Pues es puro papel. El reality es que los acopiadores, los que compran para las grandes comercializadoras, hoy no ofrecen más de 15 o 16 pesos. ¿Sabe por qué? Porque los almacenes están llenos de frijol de China y Argentina, que les llega más barato. ¿Cómo le hago para competir con eso? Sembrar esta temporada significó firmar mi sentencia de quiebra. Con estos 15 pesos, no sólo pierdo todo mi trabajo, sino que voy a tener que pedir prestado solamente para comer. El próximo año esta tierra, que por generaciones dio frijol de la mejor calidad, se quedará sola”.
La situación crea condiciones inviables para el productor, porque con costos de producción de 24 pesos por kilogramo y un precio de venta de 16 pesos, pierde ocho pesos. Una cosecha media de 10 hectáreas, que rinde aproximadamente 15 mil kilos, genera una pérdida neta de 120 mil pesos por ciclo: una declaratoria de ruina para cualquier pequeña o mediana empresa agropecuaria.
En el caso de los precios de garantía falla el mecanismo porque la infraestructura de acopio gubernamental, Diconsa o Seguridad Alimentaria Mexicana (Segalmex), no tiene capacidad financiera ni logística para comprar la cosecha nacional de los productores, quienes quedan a merced de intermediarios privados que ante la abundancia de productos importados más baratos imponen sus precios.
Pero la inviabilidad de sembrar frijol no sólo afecta al productor, sino también a los jornaleros que pierden empleo, a las economías locales que dejan de recibir ingresos y al consumidor final quien, a la larga, verá reducirse la oferta de frijol nacional de calidad y queda expuesto a la volatilidad de los precios internacionales.
Los productores de varias entidades del norte del país han pasado de la queja a la protesta y de ésta a un pliego petitorio acompañado de una advertencia clara: no aceptarán mesas de trabajo que se conviertan en ejercicios de simulación de las autoridades; en cambio, exigen diálogos que viertan en compromisos responsables y fechas precisas.
David Mendoza, líder de una cooperativa en Durango, demandó que los subsidios al diésel y la energía eléctrica sean directos y efectivos. “La bomba para regar mis nogales requiere diésel y electricidad. Sin eso, mi cosecha se seca en cuestión de semanas. Un subsidio directo del 50 por ciento al diésel no es un capricho, es la diferencia entre operar o quebrar. Que el apoyo no pase por siete instancias donde se pierde; que llegue directo a nuestra cuenta o mediante una tarjeta específica para combustible de uso agropecuario. Lo mismo con la electricidad: necesitamos una tarifa preferencial real, no la que tenemos ahora que cada vez es más alta”.
La intermediación también contribuye a agravar la situación crítica del campesinado, debido a los “coyotes” institucionales. “Los apoyos, los subsidios, la información, todo, se filtra a través de intermediarios políticos o de figuras que se quedan con una parte. Exigimos un padrón único y transparente de productores, y que los recursos lleguen directamente. Que confíen en nuestra organización y capacidad. Somos perfectamente capaces de administrar nuestros propios recursos sin que nadie nos ayude quitándose su comisión”, añadió David.
Desde su perspectiva, la movilización del norte ha logrado, por primera vez en años, articular una alternativa de política pública desde el campo. Su fuerza ya no sólo reside con el bloqueo de carreteras, sino en la solidez de sus propuestas y la firme determinación de rechazar soluciones superficiales.
La situación es crítica en materia de soberanía alimentaria, ya que México depende en un alto porcentaje de la importación de granos, lo que pone en riesgo la estabilidad del mercado interno y la subsistencia de miles de familias rurales. Es por ello que los productores exigen que se establezcan mesas de diálogo con las autoridades, las cuales deben centrarse en medidas concretas que impulsen la productividad del campo y den prioridad al mercado nacional frente a la importación.
El costo de la inacción se medirá no sólo en pesos, sino en hambre, inestabilidad social y en la renuncia definitiva al ejercicio de un derecho fundamental: el de alimentarse a sí mismos y alimentar a una nación, coincidieron los campesinos, pequeños y medianos productores.
Los productores agrícolas y ganaderos de 20 estados de la República Mexicana se hallan en pie de lucha a causa del abandono en que los gobiernos federales de Morena los han dejado durante siete años.
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Escrito por José Emilio Soto Soto
Colaborador