La historia humana es un palimpsesto de violencia, sometimiento, saqueo y genocidio. Y sobre esa carnicería, siempre se ha elevado un canto.
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Afirmar que el marxismo se opone de manera absoluta al capitalismo es una tergiversación que, lejos de ser inocente, forma parte de una narrativa propagandística arraigada, especialmente, en los tiempos de la Guerra Fría. Esta calumnia simplista ignora la profundidad del análisis marxista, que no niega los logros del capitalismo, sino que los contextualiza históricamente para señalar sus contradicciones inherentes.
Lejos de demonizar al capitalismo, Carlos Marx ofreció una de las explicaciones más lúcidas sobre su desarrollo histórico. Desde una perspectiva materialista de la historia –que interpreta la evolución de las sociedades a partir de sus avances materiales–, Marx destacó los enormes progresos impulsados por la burguesía. Desde su fase mercantil en los Siglos XVI y XVII hasta la gran industria surgida con la Revolución Industrial, la burguesía transformó radicalmente las fuerzas productivas, multiplicando la cantidad y calidad de mercancías como nunca antes. Este reconocimiento aparece ya en el Manifiesto del Partido Comunista y se desarrolla en otras obras clásicas de Marx, donde se subraya claramente que el capitalismo, con su capacidad para generar riqueza, sienta las bases económicas para una sociedad potencialmente más justa y equitativa.
Sin embargo, el capitalismo no garantiza la equidad social en el disfrute de ese progreso. Aquí radica su gran contradicción: mientras desarrolla las fuerzas productivas a niveles sin precedentes, la apropiación de los medios de producción se concentra cada vez más en pocas manos. Monopolios, oligopolios y familias poderosas dominan la producción, distribución de bienes y servicios a escala global, generando una inmensa riqueza que, aunque producida socialmente, se privatiza de manera extrema. La mayoría de la población, desprovista de medios propios para producir, queda subordinada a esta dinámica, trabajando para sostener un sistema que beneficia a una minoría.
Esta desigualdad económica moldea a conveniencia a las instituciones del Estado, que se subordinan a los intereses de las grandes empresas. En este contexto, la política burguesa reproduce figuras mediocres, carentes de principios y motivadas por intereses personales. Estos políticos, a menudo semiiletrados y desprovistos de una verdadera filosofía, se presentan como benefactores mientras manipulan a las masas trabajadoras con promesas vacías, limosnas y programas asistencialistas. En los ámbitos locales, municipales, estatales y nacionales, operan como mafias coordinadas, donde los lazos de “amistad” o “compañerismo” encubren alianzas para maximizar beneficios individuales. Militan en partidos o movimientos –sean cuasi ecologistas, conservadores o “sociales” o de cualquier índole– sin comprender ni comprometerse con los principios que dicen representar. Su único interés es el presupuesto público, que utilizan como herramienta para consolidar su capital político personal.
La clase de los trabajadores, del campo y de la ciudad, por su parte, se encuentra atrapada en esta dinámica. Las masas, cada vez más despolitizadas, son vistas por estos políticos como un obstáculo a sortear o una palanca para ganar poder. Programas asistencialistas, como regalo de dinero o apoyos alimentarios, se convierten en instrumentos de manipulación para garantizar popularidad, pero ésta es frágil y efímera. Sin estos “regalos”, ¿mantendrían estos políticos su influencia? La respuesta es clara: su poder descansa sobre la dependencia que generan, no en un compromiso genuino con el bienestar colectivo.
En última instancia, la política burguesa reproduce políticos egoístas, mentirosos y corruptibles, cuya prioridad es el enriquecimiento personal, incluso a costa de pactar y representar directamente a actores tan oscuros como el crimen organizado. Este modelo político, intrínsecamente ligado a los intereses de la burguesía, perpetúa las contradicciones del capitalismo y obstaculiza el progreso hacia una sociedad más equitativa.
El cambio político real no surgirá de esta clase de representantes, sino de una nueva generación de líderes arraigados en una organización proletaria, conscientes de las contradicciones del sistema y comprometidos con su superación. Sólo así será posible trascender las limitaciones del capitalismo y construir un futuro donde los avances materiales beneficien a toda la sociedad, sobre todo a los más pobres y no sólo a una élite minúscula y privilegiada.
La historia humana es un palimpsesto de violencia, sometimiento, saqueo y genocidio. Y sobre esa carnicería, siempre se ha elevado un canto.
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Escrito por Marco Aquiáhuatl
Licenciado en Historia por la Universidad de Tlaxcala y Licenciado en Filosofía y Letras por la UNAM.