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Desde la perspectiva marxista de la Historia, no existen los denominados “valores morales universales”; en realidad, son construcciones históricas condicionadas por la estructura material (económica) de cada sociedad.
El antropólogo Marvin Harris, en su libro Caníbales y reyes, ilustra este fenómeno con agudeza: en sociedades comunitarias con distribución equitativa y organización colectiva del trabajo, el acto de agradecer puede ser malinterpretado como un gesto sospechoso: quien agradece, en el contexto de estas sociedades colectivistas, implícitamente sugiere una deuda o jerarquía donde debería prevalecer la reciprocidad horizontal, como un indicio de individualismo o desviación ideológica. Así, lo que en sociedades capitalistas se considera cortesía elemental, en otras formaciones sociales puede interpretarse como una ruptura de la ética colectiva.
Igualmente ocurre con el dilema moral sobre el enriquecimiento. En el contexto feudal y el cristianismo medieval, la acumulación de riqueza era condenada ideológicamente como pecaminosa. Esta condena puede interpretarse como un mecanismo de control de la aristocracia feudal para restringir el ascenso económico de las clases subordinadas. Frente a tal restricción, ciertas comunidades judías, marginadas de la propiedad feudal y los gremios, desarrollaron una ética alternativa que permitía actividades financieras como el préstamo con interés en su marco normativo; aunque esto fue una adaptación histórica ante su exclusión estructural más que una esencia religiosa.
Sin embargo, la verdadera transformación moral ocurrió con el ascenso de la burguesía al poder. Como analizó Max Weber, la ética protestante, especialmente el calvinismo, santificó el trabajo secular y reinterpretó el éxito económico como señal de gracia divina; y así proporcionó la justificación ideológica necesaria para que la acumulación capitalista fuera aceptada socialmente. Esta nueva moralidad convertía la riqueza en virtud y la pobreza en falta moral, invirtiendo así los valores medievales. No fue un cambio incidental, sino la construcción consciente de un ethos al servicio de la clase capitalista emergente.
Luego, si los valores morales, como hemos visto, son construcciones históricas, ocurre también con la honestidad y su antítesis aparente: la corrupción. La política burguesa ha instrumentalizado el término “corrupción” hasta vaciarlo de contenido crítico, presentándolo únicamente como una desviación individual y no como un fenómeno estructural; en efecto, la deshonestidad sistémica es un pilar funcional del capitalismo. Las fortunas de los grandes inversionistas se han construido históricamente sobre la explotación laboral, la evasión fiscal, el despojo de recursos naturales, tráfico de influencias, fomento de la guerra, el engaño a los consumidores, la violación impune de normas ambientales y sociales, entre muchas otras fechorías.
En este contexto, la corrupción no es un “vicio”, sino la manifestación cotidiana de la moral burguesa que celebra el éxito material sobre cualquier consideración ética. Exigir honestidad en este sistema sin cuestionar sus bases materiales representa, en el mejor de los casos, un ejercicio de ingenuidad política. Por eso, con frecuencia observamos a políticos que reproducen la mentalidad burguesa: su quehacer público está guiado por la cosmovisión de la clase dominante, donde el poder es un instrumento con fines privados. Conciben el servicio público como una oportunidad para incrementar su capital, tejer alianzas privilegiadas y asegurar negocios futuros que perpetúen su estilo de vida elitista: propiedades, influencias y acceso a los círculos de poder.
Por ello resultaba imposible que Andrés Manuel López Obrador combatiera estructuralmente la corrupción. Primero porque en su afán egocéntrico por alcanzar la Presidencia, pactó con todos los sectores disponibles, nutriéndose de actores profundamente vinculados a los intereses de la burguesía. Segundo, porque Morena, lejos de tratar la corrupción como un fenómeno inherente al capitalismo, renunció a confrontarlo y terminó por profundizarlo.
En pocas palabras, su gobierno no transformó las bases estructurales que acondicionan la corrupción y su equipo actuó como una clase política moldeada a imagen y semejanza de la burguesía: fascinada por los privilegios, los excesos y el desprecio a los sectores populares, con una visión paternalista y profundamente despectiva hacia la clase trabajadora, con métodos gansteriles para neutralizar a las organizaciones sociales y cultivando una hipocresía constante: condenando en público la corrupción y solapándola en privado.
Es, por tanto, necesario comprender históricamente el vínculo orgánico de la corrupción con la lógica de la acumulación capitalista para dimensionar los límites de “su combate” en el sistema de mercado. Sólo así se evitará que la retórica anticorrupción se reduzca a un instrumento para linchar a los opositores o autolegitimarse hipócritamente, en lugar de una lucha que desarticule los mecanismos de enriquecimiento irracional de los monopolios burgueses, raíz de innumerables injusticias sociales, entre ellos la corrupción de la clase política.
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Escrito por Marco Aquiáhuatl
Licenciado en Historia por la Universidad de Tlaxcala y Licenciado en Filosofía y Letras por la UNAM.