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La coincidencia del anuncio del primer ministro británico, Rishi Sunak, de adelantar los comicios en el Reino Unido para el cuatro de julio y el llamamiento lacrimoso del presidente francés Emmanuel Macron que, ante la estrepitosa derrota frente al partido de ultraderecha encabezado por Marine Le Pen, optó por una alternativa similar para el próximo 30 de junio, no es ni tan casual ni tan llamativa como parece. Las fuerzas representativas del más acendrado neoliberalismo occidental perdieron el apoyo de las grandes mayorías y no podía ser para menos. Inglaterra, Francia, y en poco tiempo Alemania, verán salir por la puerta de atrás y ante una ola de recriminaciones y odio, a los hombres que parecen ser los culpables de la crisis social occidental y de una guerra que, gracias a sus denodados esfuerzos, parece ser cada vez más inminente. Sin embargo, y a pesar de lo que cierto sector de la opinión pública pueda pensar, estos hechos dejan muy poco espacio al regocijo.
Ni Macron, ni Sunak, ni Olaf, son los únicos y verdaderos responsables de la catástrofe actual y por venir en Europa. El Parlamento Europeo hace tiempo que obedece estrictamente las directrices de la OTAN, y la función de esta organización no ha cambiado desde que se erigió para detener el avance y la influencia del comunismo soviético. No está a discusión el nombre de pila del capital financiero que maneja directamente los hilos de los gobiernos occidentales. Es un hecho que, venga de donde venga, está sólidamente organizado, más de lo que a veces nos atrevemos a pensar, y que las instituciones a su servicio: FMI (Fondo Monetario Internacional), OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), BM (Banco Mundial), ONU (Organización de las Naciones Unidas), etc., cumplen servil y fielmente los intereses de los verdaderos dueños del mundo. Poco importan ahora los nombres; lo determinante es la función social que ocupan en el proceso productivo. El capital, ya sea en el Siglo XIX o en el XXI, no ha cambiado nunca de fines aunque los medios hayan variado: valorizar valores, capitalizar, o sea, incrementar las ganancias infinitamente a costa de la naturaleza y la humanidad. Cada vez parece más una obviedad remarcarlo, pero no por ello deja de ser necesario: el Estado tiene como función histórica defender los intereses de la clase dominante, en este caso, de los grandes capitalistas. Por ello sólo un cabeza hueca puede imaginar que la crisis de los partidos tradicionales del neoliberalismo occidental resolverán el problema. Al contrario. Dado que se ha perdido hegemonía y consenso entre las masas es preciso radicalizarse más, es decir, tender con cada vez menos miedo hacia el arma política de la burguesía en tiempos de crisis: el fascismo.
La crisis del partido conservador británico; la decadencia del más cínico gobierno neoliberal francés; el abandono de las masas de la más rancia y reaccionaria socialdemocracia alemana; son sólo las primeras manifestaciones de un movimiento político que tenderá –como ya podemos ver en Italia, Croacia, Polonia y próximamente Holanda–, a la ultraderecha y el fascismo. Sin embargo, y esto es precisamente lo determinante, la “política política”, continuación de la “política económica”, apenas variará un ápice. Los objetivos de la ultraderecha en términos de política internacional tienden hacia donde mismo: sostener la guerra de los pronazis ucranianos; desconocer el genocidio en Palestina, calificando toda crítica de antisemita; y, en última instancia, utilizar de chivo expiatorio para todos los males sociales: desempleo, reducción salarial, pobreza, etc., la inmigración proveniente de los países árabes y latinos. Esto no es una generalidad, revísese sólo como elemento demostrativo el sitio web de Reagrupamiento nacional, alianza ultraderechista francesa, precisamente el partido con más posibilidades de hacerse con el control del parlamento.
¿Se ha quedado entonces Occidente sin opciones? ¿El control de la estructura y los aparatos ideológicos es tan férreo sobre las grandes mayorías que están condenadas a una resignación total? ¿Todo cambio tiende, como parece observarse en Europa, hacia el odio, el racismo, el fascismo y el egoísmo más inhumanos? No necesariamente, a pesar de las fatales premoniciones que la realidad nos muestra. Pero la “no necesidad” no significa “no posibilidad”; es decir, para saber cómo evitar lo que parece una catástrofe segura, es preciso valorar conscientemente, sin horrorizarse ni caer en el fatalismo que lleva al escepticismo, las relaciones históricas y las condiciones concretas que se quieren transformar. Y en este sentido la pregunta esencial es ésta: ¿dónde está la oposición?, ¿existe una contradicción que pueda desviar la tendencia hacia el fascismo que parece guiar a toda la política europea?
La crítica que el presente hace del pasado debe ser siempre una crítica política, a saber: una crítica que permita la reconstrucción del momento actual a partir de las lecciones que la historia ha legado. En este sentido debe entenderse la crisis de la izquierda europea. En 1914, la mayoría de los partidos comunistas en Europa decidió abandonar la estrategia de la II Internacional respecto a la guerra imperialista. La fórmula inicialmente adoptada en el congreso de Stuttgart en 1907 proclamaba: “Si la guerra estallara a pesar de todo, es un deber de los socialistas actuar por su pronta conclusión y operar con todas sus fuerzas para utilizar la crisis económica y política provocada por la guerra para levantar a los pueblos y acelerar de ese modo la abolición de la dominación capitalista de clase”. Al estallar la guerra, sólo el partido bolchevique ruso se mantuvo firme ante los embates nacionalistas que hicieron virar fatalmente el internacionalismo comunista hacia un nacionalismo al servicio de las potencias imperialistas. “Uno tras otro, los partidos de la Segunda Internacional declararon su apoyo a la clase dominante mientras conducía al pueblo a la matanza de la Primera Guerra Mundial. Todos los partidos se justificaron calificándola de guerra defensiva, necesaria para salvaguardar la democracia. Todos eligieron su propia nación por encima de la solidaridad internacional que habían proclamado veinticinco años antes”. (Sean Larson)
La traición no era sólo a los principios, era fundamentalmente una traición a la clase que representaban. A partir de entonces, los más grandes partidos comunistas, como el alemán y el italiano, perdieron credibilidad. Aunque en ese momento parecían fundirse sus intereses con los de las masas en una “guerra defensiva”, a la postre esta primera concesión frente al verdadero enemigo, las potencias imperialistas, se confirmaría como una claudicación total y absoluta. El eurocomunismo, que en los años setenta intentó un renacimiento de la contradicción en la palestra política no fue, históricamente hablando, más que una burda reforma socialdemócrata que terminó diluyéndose en la nada. ¿Qué queda hoy de todo ese proceso? Por lo que se deja ver en Francia con la creación del “Nuevo Frente Popular”, que ha nacido como una reagrupación de todas las “fuerzas” de izquierda, incluyendo “la Francia insumisa” de Jean-Luc Melenchon, todo parece un intento desesperado cuyo único objetivo es detener a como dé lugar la llegada de la ultraderecha al poder. El hecho de aceptar en su programa sostener el apoyo de Francia a Ucrania en la guerra contra Rusia es ya una ostensible declaración de principios. Son los mismos errores que los condenaron en el pasado los que los condenarán hoy; es la misma ausencia de compromiso y congruencia para con un verdadero proyecto social y nacional el que llevará, en Francia y en Europa, a la ultraderecha al poder.
El mundo se está reconfigurando, la correlación de fuerzas ha cambiado drásticamente; ni Estados Unidos ni Europa encarnan hoy la hegemonía que durante décadas ostentaron. No saber leer estas transformaciones con sobriedad y pretender un cambio de casta en el poder cuando lo que se requiere es una reorganización desde abajo, que organice y eduque a las clases subalternas en torno a una alternativa real de oposición, es más que abonar el terreno para la consolidación del fascismo; hace cómplices frente al tribunal de la historia a quienes hoy, olvidando las lecciones de 1914 y 1934, claudican nuevamente ante el mismo enemigo, eludiendo con ello la única posibilidad revolucionaria: la formación de un partido que represente genuinamente los intereses de la clase trabajadora frente a los intereses del capital.
Ganó el voto a favor de los poderosos empresarios, de los terratenientes y rentistas; esa clase díscola que se benefició de un sistema corrupto.
Lo que verdaderamente está en juego es precisamente la vigencia del neoliberalismo como política económica.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).