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Socialismo o barbarie es una frase que repite insistentemente la “izquierda” frente a cualquier crisis evidente. Como si el socialismo fuera a aparecer de la nada, de la simple y paciente espera. Parece que detrás de la repetición de ese fatalismo se esconden muchas veces intereses oportunistas que rayan no sólo en la tergiversación de las ideas de Marx, sino en una franca y abierta oposición a las mismas. Así, en la Primera Guerra Mundial, intelectuales marxistas de la talla de Kautsky y Plejánov, bajo la consigna de “socialismo o barbarie” justificaron la participación de sus respectivos pueblos en una guerra imperialista, es decir, barbárica. El argumento: la ley general de la acumulación capitalista, referida por Marx en El Capital, ya en sí misma demuestra la necesaria destrucción del capitalismo; la barbarie sólo es posible en un capitalismo que ha agotado todas sus contradicciones y, mientras no lo haga, es necesario esperar y, en última instancia, actuar conjuntamente frente a males mayores que afectan tanto a burgueses como a proletarios. En palabras todavía más claras: por el bien del socialismo hay que luchar por la barbarie. Lenin llegó a poner freno a este detestable oportunismo al plantear las cosas con mayor claridad y sin grietas que permitieran la fuga del marxismo y la infiltración del oportunismo: la barbarie hoy tiene la forma del imperialismo y la lucha por el socialismo es sólo posible en la medida en que nos enfrentamos a la política imperialista en sus manifestaciones económicas, sociales e ideológicas.
La lucha por el socialismo no puede comprenderse más que como una lucha de fuerzas vivas, en movimiento, producto de una complejidad que desfigura la contradicción frente a la barbarie sólo en su forma y que, muchas veces de manera inconsciente, hace que teóricos e intelectuales, incluso “de buena fe” y “a nombre del marxismo”, rebasados por la naturaleza imbricada del fenómeno, terminen por definirse equivocadamente frente a ésta alternativa. Sin embargo, la complejidad de la contradicción no ha perdido la esencia del planteamiento que Lenin formulara hace más de un siglo: hoy la barbarie es el imperialismo y el socialismo es toda lucha real y efectiva en contra del avance de esta fuerza que lleva en su frente la impronta del caos y la fatalidad.
La esencia del imperialismo, sin embargo, es de naturaleza económica y nada tiene que ver con las definiciones históricas y anacrónicas a las que hoy aluden tanto historiadores como políticos al servicio del sistema. Si el presidente francés, Emmanuel Macron, se refiere a la política rusa como “neocolonial e imperialista”, lo hace, muy conscientemente, como el hombre que, después de clavar el puñal al vecino, se une a la multitud al grito de: “¡al asesino, al asesino!”. Conviene, pues, eliminar ambigüedades y equívocos antes de referirnos al problema concreto. ¿Es la contradicción entre socialismo y barbarie la negación antagónica de nuestra época? ¿Qué es el imperialismo y por qué nos referimos a él como encarnación de la barbarie? ¿Quiénes representan hoy en día las fuerzas de la reacción y la revolución? La respuesta a estas interrogantes será lo más breve y concreta posible.
A pesar de las tergiversaciones del oportunismo, la barbarie, es decir, la descomposición y degeneración del capitalismo, es, tal y como Marx previó, el destino natural y necesario del sistema (a menos que la interrumpa la fuerza consciente del proletariado). Esta barbarie, sin embargo, no aparece de la noche a la mañana. No es, por su forma, apocalíptica, como el cine y la literatura moderna la presentan. No veremos a zombis caminando por las calles; a colonias de sobrevivientes en el desierto viviendo en monstruosos automóviles; tampoco esperemos el “día fatal” en el que los robots se apoderen de la producción y reduzcan al hombre a una indigna servidumbre (ese día llegó ya hace décadas pero sin el encanto de los efectos especiales). Las formas de la barbarie son diversas pero, en lo que a nosotros respecta, es su esencia la que debemos valorar y ésta no es otra que: el imperialismo como fase superior del capitalismo.
Si algún concepto debe ser estudiado con detenimiento es éste. Precisamente para no caer, más adelante, en las trampas ideológicas promovidas los aparatos al servicio del capital. Utilizaremos la definición de Lenin por ser la más completa y más clara en su explicación:
«Conviene dar una definición del imperialismo que contenga los cinco rasgos fundamentales siguientes: 1) la concentración de la producción y del capital llegada hasta un grado tan elevado de desarrollo, que ha creado los monopolios, los cuales desempeñan un papel decisivo en la vida económica; 2) la fusión del capital bancario con el industrial y la creación, sobre la base de este «capital financiero», de la oligarquía financiera; 3) la exportación de capitales, a diferencia de la exportación de mercancías adquiere una importancia particularmente grande; 4) la formación de asociaciones internacionales monopolistas de capitalistas, las cuales se reparten el mundo, y 5) la terminación del reparto territorial del mundo entre las potencias capitalistas más importantes. El imperialismo es el capitalismo en la fase de desarrollo en que ha tomado cuerpo la dominación de los monopolios y del capital financiero, ha adquirido señalada importancia la exportación de capitales, ha empezado el reparto del mundo por los trust internacionales y ha terminado el reparto de toda la Tierra entre flos países capitalistas más importantes». (Lenin. El imperialismo, fase superior del capitalismo).
Cuando el capitalismo ha llegado a su máximo desarrollo; cuando ha atiborrado el mundo de mercancías y ha mermado la capacidad adquisitiva de sus compradores; cuando ya no tiene fuentes de inversión para el capital que se ha acumulado en unas cuantas manos; cuando los bancos, sedientos de ganancias, toman el control del Estado para iniciar guerras que permitan revitalizar el sistema; entonces, y sólo entonces, hablamos con propiedad de imperialismo. No es una fuerza “nacional” ni un espíritu de conquistador el que guía la política imperialista. Es el control de la economía mundial por parte del capital financiero. El monopolio del capital financiero no tiene patria, aunque sí nombre. Sus representantes son los “milmillonarios” que hoy concentran más del 90% de la riqueza mundial y que no dejan de multiplicar sus ganancias a costa de la miseria de miles de millones de seres: «Por cada dólar de nueva riqueza global –advierte Oxfam– que percibe una persona perteneciente al 90 % más pobre de la humanidad, un milmillonario se embolsa 1,7 millones de dólares. La fortuna de los milmillonarios ha crecido a un ritmo de 2700 millones de dólares diarios […] El 1 % más rico de la población mundial posee el 43 % de los activos financieros globales. Este 1 % posee el 48 % de la riqueza financiera en Oriente Medio, el 50 % en Asia y el 47 % en Europa.» La desigualdad no es causa sino efecto. La causa radica en el monopolio ejercido por el capital financiero sobre los medios de producción y sobre la riqueza producida. Este monopolio tiende a centralizarse cada vez más y, cuando no encuentra ya salida la ingente masa de capitales, busca abrir mercados por la fuerza, con las armas y al grito de “libertad y democracia”.
Expuesto el concepto de imperialismo y la verdadera naturaleza del mismo, pasemos adelante. Si pretendemos entender quiénes simbolizan hoy en día las fuerzas de la reacción y la revolución sólo debemos contestar a esta simple y sencilla pregunta: ¿Quién combate al imperialismo y quién lo defiende? No nos dejemos encandilar por los discursos de libertad, mucho menos por los arteros ataques y descalificaciones de los representantes de los milmillonarios que gobiernan en gran parte del mundo. Entre todos los conflictos bélicos y sociales que hoy laceran la existencia humana, la guerra ruso-ucraniana revela, con mayor claridad que ningún otro, la lucha entre las fuerzas imperialistas y revolucionarias. Por esa razón es el más falseado y tergiversado. En él podemos ver que la lucha entre barbarie y socialismo, entre el imperialismo y la revolución, no es un conflicto del porvenir para el que debamos prepararnos, sino una contradicción que todos los días pone a prueba a sus contendientes, un movimiento dialéctico e histórico que requiere la toma de partido de hombres y naciones. Cuando Lenin dice que la revolución no se hace, sino que se organiza, se refiere precisamente a que el socialismo se construye todos los días, y sólo en la medida en que combatimos, en nuestras circunstancias concretas, la forma barbárica del capitalismo: el imperialismo. Pero no nos adelantemos. No basta con hacer afirmaciones, hay que sostenerlas. Eso aplica para nosotros y nuestros adversarios. De tal suerte que, en una segunda parte habrá que demostrar cómo y de qué manera se está librando una de las batallas decisivas de nuestra historia y de la que muy seguramente dependerá el destino de la sociedad entera.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).