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Las derrotas del belicismo yanqui
EE. UU., superpotencia militar mundial ha tejido conflagraciones en todo el planeta para lograr sus intereses.
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El despliegue militar y la voluntad de usarlo ha sido lógica del belicoso Estados Unidos (EE. UU.), aunque desde 1945 no gana una guerra ni logra victorias contundentes. Hoy que asoma un nuevo orden mundial con nuevas potencias, EE. UU., en simbiosis con Israel, ejecuta una ofensiva tecnológico-militar y psicológico-mediática contra Irán. El mundo repudia esta nueva aventura imperialista que impone un permanente estado de conflicto.

La imagen del tardío lanzamiento en paracaídas de 38 mil raciones de alimento sobre Gaza en marzo pasado, mientras su clon israelí bombardeaba a la población palestina, sintetiza la renuncia de EE. UU. a su hegemonía mundial. Esa visión se da en el contexto de una nueva fisonomía mundial del tablero geopolítico, en un tablero geopolítico tripolar donde se enfrenta a China y Rusia. 

EE. UU., superpotencia militar mundial ha tejido conflagraciones en todo el planeta para lograr sus intereses. Conoció el amargo sabor de la derrota en Girón, la provincia cubana, cuando mercenarios de la Agencia Central de Inteligencia fracasaron en su intento de crear una cabeza de playa que acabara con la Revolución.

Ese hito del 17 de abril de 1961, define el primer revés de las operaciones encubiertas del hegemón. A 63 años de esa agresión, Washington no ceja en su empeño de activar aparatos de guerra con sus socios del Occidente Colectivo para escenificar confrontaciones simultáneas en todo el planeta.

Así, sus estrategas reeditan la visión de los Neoconservdores (NeoCons) que al inicio de este siglo impulsaron la Doctrina Bush de la supremacía militar. Eso significa que agencias de inteligencia y think tanks despliegan su estrategia propagandística contra el adversario para que las audiencias justifiquen y avalen operaciones militares con dramáticas narrativas que oxigenan paranoias y prejuicios fetichistas.

La represalia

Ese es el velo que encubre lo ocurrido el 1º de abril en Medio Oriente. Mientras Israel ejecutaba impune su carnicería sobre los palestinos en Gaza, sus drones bombardeaban, a 303 kilómetros, el consulado de Irán en Damasco, Siria.

Ese ataque, injustificado e ilegal sobre una representación diplomática extranjera, cobró la vida de siete miembros de la Guardia Revolucionaria iraní –entre ellos el comandante de las Fuerzas Quds, Mohamed Reza Zahedi, y hería a decenas de civiles–.

El Occidente Ampliado no condenó ese acto de guerra y sus medios relegaban la noticia. Nadie preguntaba la razón de tal provocación y el ocupante sionista esquivaba su responsabilidad. Sólo desde el Sur Global se denunciaba el frío cálculo de Benjamín Netanyahu de hostigar a Irán para desviar la atención de su masacre en Gaza.

Esa operación de Tel Aviv, que violaba la soberanía e integridad territorial de Siria e Irán, ocurría bajo la pasmada mirada de los organismos internacionales –principalmente de la Organización de las Naciones Unidas– incapaces ante la bravuconada sionista.

El gobierno del presidente iraní Ebrahim Raisi hizo saber que daría respuesta a esa agresión en el momento y dimensión que considerara apropiados. Pasaron los días y el régimen israelí se pavoneaba como el matón del barrio, abrogándose el derecho de agredir sin asumir el costo.

El 13 de abril, en una acción sin precedentes que daba un giro radical al statu quo en Medio Oriente, drones y misiles de la República Islámica de Irán impactaban contra objetivos –no identificados por Israel, entre ellos habría un pequeño cuartel–, en una acción inédita donde resultó herida Tel Aviv.

Más allá de la nube de humo que el sionismo y sus cómplices dispersaron sobre la represalia iraní, surgían voces analíticas. El exvocero de las Fuerzas de Defensa de Israel, Johnatan Conricus, decía a la BBC: “Por primera vez, Irán ataca a Israel en su propio suelo; este es el primer día del nuevo Medio Oriente”.

Conricus anticipaba la reacción de su Estado: “Israel es bueno planificando pero no siempre sobresale en la parte estratégica, aunque aún hay algunos planes archivados contra Irán”. Esa frase sugiere una revancha que involucrará a los vergonzantes socios del ocupante.

Entretanto, se difundía la campaña mediática que acusa a Irán de “pavimentar” el camino a la guerra, de avanzar hacia “la Tercera Guerra Mundial” y poner “en llamas” a Medio Oriente. Sólo un puñado de observadores políticos preguntaba si Benjamín Netanyahu arrastrará a EE. UU. a una guerra de gran escala.

En ese clima de histeria, la Casa Blanca de Joseph Biden anunciaba que no tomaría represalias contra Irán. Pero nadie le creía.

En cambio, los más de 88.5 millones de mujeres y hombres iraníes inocentes saben que los caprichos de demócratas y republicanos en la presidencia de EE. UU. están detrás de las privaciones que han sufrido por décadas. Ellos son las víctimas del binomio EE. UU.-Israel y su fantasía de “países elegidos”.

Varias generaciones de iraníes han atestiguado el despliegue de todo el potencial militar, económico, propagandístico y tecnológico de esa dupla para socavar el poder e influencia del único Estado musulmán que históricamente ha rechazado la presencia extranjera en Medio Oriente.

Pese a tener derecho a la legítima defensa, como establece el Artículo 51 de la carta de las Naciones Unidas, en su respuesta a las agresiones israelíes, Irán mantuvo en alto los principios de respeto que alientan su política exterior.

Hoy sabemos que su Ministerio de Exteriores informó a vecinos y amigos, 72 horas antes de “nuestras operaciones, que la respuesta de Irán contra el régimen sionista era cierta, legítima e irrevocable”.

Turquía, Jordania e Irak respaldan esa versión. El 10 de abril, el canciller iraní Hossein Amirabdollahian, informaba a diplomáticos de esos países que prepararan el cierre de sus espacios aéreos. Sus respectivos gobiernos avisaron a Washington, que hoy niega tal advertencia, señala la agencia española EFE.

 

 

Pero la mentira se descubre siempre. El 12 de abril, hacia las 16:52, el vocero del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, John Kirby, alertaba contra un eventual ataque iraní a Israel “real y creíble”, sin revelar su fuente de información.

En su lógica desinformadora, The New York Times sostiene que la embajada de EE. UU. en Jerusalén avisó, pero Reuters admite que Irán informó a Irak, y que éste transmitió a Washington dicha alerta.

Que EE. UU. niegue tal advertencia y sostenga que Israel fue sorprendido evidencia la mentira imperial. También es falso que Joseph Biden haya intentado evitar una escalada de violencia en la región, o que se hubiera alejado de Benjamín Netanyahu por la brutal ofensiva israelí sobre Gaza.

El mismo 10 de abril, Biden expresaba su “férreo respaldo” al Estado sionista, al tiempo que sus cofrades, Reino Unido y Francia, celebraban haber neutralizado 90 por ciento de los misiles iraníes. Aún así, el Estado Hebreo se victimiza y anuncia que creará una coalición contra Irán.

El presidente Raisi declaró que sus fuerzas dieron una lección a Israel y advirtió contra una nueva aventura contra su nación. A la vez, la Guardia Revolucionaria iraní prevenía de una “respuesta decisiva” al gobierno terrorista de EE. UU. si apoya o participa en una acción que dañe el interés de Irán.

Hoy, millones constatamos que EE. UU. no ha ganado ninguna de sus guerras en Medio Oriente y que sólo ha sido eficaz en construir la imagen de Irán como su enemigo. Ese desencuentro geopolítico data del siglo pasado y tiene al petróleo iraní como objeto del oscuro deseo de Washington.

En 1953 la Agencia Central de Inteligencia emprendió la Operacón TPAJAX, con una campaña de mentiras que favoreció el golpe de sus mercenarios sobre el ministro Mohammad Mossadegh. En su lugar, EE. UU. apuntaló al Sha, Mohammed Reza Pahlevi, a cambio de que Occidente dominara el crudo iraní.

Fueron años felices para el imperialismo: con todo el poder sobre el petróleo y con Irán como ventana para espiar a la Unión Soviética, mientras el Sha y su élite gozaban de la riqueza y los iraníes sucumbían en la absoluta pobreza. Esa situación oxigenó el triunfo de la Revolución Islámica que expulsó a la corrupta élite iraní, en 1979, cuando Occidente perdía a su aliado y su petróleo.

Esa humillación era intolerable para EE. UU. que, en noviembre de ese año, vio con pasmo cómo 66 diplomáticos suyos (seis se refugiaron en la embajada canadiense) eran retenidos en Bagdad, acusados de espiar. Una vez más, Washington fracasaba al enfrentar a la resistencia anti-hegemónica y tras dos intentos fallidos por liberarlos, James Carter perdía la reelección.

Ese resentimiento persistió por largo tiempo. El 29 de enero de 2002, George W. Bush acusaba a Irán, Irak y Norcorea de ser el Eje del Mal y una amenaza terrorista. Así sustentaba la política exterior de los NeoCons, basada en el ataque preventivo tras el 11S; a la par, ese concepto, desde el punto de vista epistemológico, le permitió intervenir en Afganistán e Irak.

Desde entonces, y para minar a Teherán, la Casa Blanca ha desplegado sanciones, operativos mercenarios y propagandísticos. Otro grave obstáculo ha sido impedir la aplicación del Acuerdo Nuclear de 2015, concertado exitosamente entre los países con poder nuclear.

En el futuro se avista una mediación entre Irán e Israel por parte de Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos. Entretanto, China y Rusia llamaban a las partes a la moderación y reconocían el derecho iraní a proteger su soberanía.

EE. UU. no aprende de sus errores

 

 

La llamada “nación excepcional” tiene en China a su rival más peligroso y para contener su expansión en el estratégico mar de China Meridional –donde se estima que hay grandes yacimientos de hidrocarburos–, Washington ha formado una red de aliados. Pero una vez más se equivoca de estrategia.

Con la supuesta amenaza china contra la “democrática” Taiwán, la “indefensa” Filipinas y el “pacífico” Japón, avanza la estrategia estadounidense. Al cooptar a esos estados para cercar a China, innecesariamente Washington ha escalado la tensión regional a nivel pre-bélico.

Como si estuviera urgido de nuevos focos de conflicto, y ante la menguante simpatía por el régimen de Kiev, EE. UU. aprovecha el diferendo entre Manila y Beijing, por arrecifes e islas en el Mar Meridional, y hoy sus navíos patrullan la zona para retar a China, que reclama derechos históricos soberanos.

EE. UU. apela al Tratado de Defensa con Filipinas (1951) entre Harry S. Truman y el dictador Ferdinand Marcos y al Acuerdo de Cooperación en Defensa (2014) por el que tropas de EE. UU. acceden a cinco bases filipinas, que reactivó el presidente Ferdinand Marcos, hijo del dictador.

A la par, atrae a Japón a un acuerdo militar cuando las corporaciones niponas disputan a las estadounidenses la primacía por el mercado. Así, hoy Toyota rivaliza con General Motors y Ford por la preferencia de los automovilistas estadounidenses.

En ese clima de rencillas planetarias, la historia recuerda que México ha sufrido el expansionismo de EE. UU. en dos ocasiones. Una, en 1847, cuando el general Winfeld Scott ocupó la capital y en Palacio Nacional ondeó la bandera de las barras y las estrellas. Otra, en 1914, cuando la flota de EE. UU. bombardeaba el puerto de Veracruz. Se alegó una supuesta ofensa del dictador Victoriano Huerta, pero el trasfondo fue evitar el arribo de armas para el ejército constitucionalista en su lucha revolucionaria.

Por esa aciaga historia de violación a nuestra soberanía por EE. UU., es paradójico que el 1º de abril, el Gobierno mexicano no condenara el ilícito ataque israelí al consulado iraní que costó la vida de siete personas. Esa tibia reacción contrasta con la del 14 de abril, cuando la cancillería mexicana condenaba “el uso de la fuerza en las relaciones internacionales” y llamaba a las partes (Israel e Irán) a buscar soluciones pacíficas.

En las relaciones internacionales, la paz y la seguridad se tejen actuando con congruencia. Y no denunciar el abuso de la fuerza por parte de Israel y la complicidad de EE. UU., puede costar caro a la diplomacia mexicana. 

 

El amasiato

Lo de EE. UU. con Israel no es un enamoramiento ni matrimonio por amor, sino fría y añeja relación de cómplices movidos por intereses. En 1967, el jefe de Gobierno de la Unión Soviética, Alexéi Nikolayevich Kosigin, preguntó al entonces presidente Lyndon B. Johnson, por qué su apoyo a Israel. Y un hierático Johnson respondía: “Porque es lo correcto”.

Ese público amasiato ha favorecido la reconfiguración de Medio Oriente que desea EE. UU. y por ello, Israel ha evitado acatar decenas de Resoluciones de la ONU contra violaciones a los derechos humanos de palestinos, libaneses, sirios, tunecinos, argelinos y otras nacionalidades.

El nueve de enero asesinó con un dron en Líbano a Wissam al-Tawil, supuesto alto mando de Hezbolá y a tres miembros más. El 15 de febrero, Israel asesinaba a cuatro personas y dejaba numerosos heridos al bombardear supuestas bases de Hezbolá en Houla, frontera sur del Líbano

Como es usual, EE. UU. alega que su acción era para prevenir un inminente ataque contra sus intereses. Nunca lo probó. Donald Trump minó a Irán para reducir su influencia regional; en mayo de 2018 salía del acuerdo nuclear y aplicaba la máxima presión con más sanciones.

El tres de enero de 2020, EE. UU. provocaba la muerte del principal comandante iraní, Quasem Soleimaní, prestigiado líder contra el terrorismo en la región del Golfo Pérsico y, después, aniquilaba al principal científico nuclear, Mohsen Fakhrizadeh.


Escrito por Nydia Egremy

Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.


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