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El 17 de noviembre, The New York Times publicó que el gobierno de Joe Biden autorizó al neonazi Volodimir Zelenski (legalmente expresidente de Ucrania) el tan ansiado como reclamado uso de misiles balísticos Atacms de largo alcance para atacar en profundidad el territorio ruso. La noche del martes 19 fueron lanzados los primeros. Indudablemente este acto provocador es un reconocimiento tácito de la derrota de la OTAN en Ucrania por los medios hasta ahora empleados. Cualquier persona medianamente informada sabe que no pasa un solo día sin que el ejército ruso libere una, dos y hasta tres poblaciones en el Donbás y en la invadida región fronteriza de Kursk.
El avance sostenido de las tropas rusas se ha acelerado en los últimos dos meses mientras, en contraparte, el ejército ucraniano exhibe crecientes debilidades, como el reclutamiento forzoso, verdaderas persecuciones y redadas en restaurantes, espacios deportivos, calles y plazas, para atrapar jóvenes y enviarlos por la fuerza a la guerra. Son escandalosos los eventos donde madres, esposas, hijas, pelean con los policías que están secuestrando a los jóvenes para enviarlos al frente, o sea, al matadero. Es la leva en toda forma. Y ya en el campo de batalla, menudean las historias de esos no soldados que desertan o se rinden. Pero es sabido también que en la retaguardia está una fila de los nazis más desalmados y fanáticos prestos a liquidar a los infelices que pretenden escapar de ese infierno al que los envían Zelenski y sus patrones. Han organizado una verdadera carnicería con tal de dañar a Rusia y seguir vendiendo armamento: sólo en la región rusa de Kursk, desde la incursión de Ucrania-OTAN, el seis de agosto, han muerto 34 mil soldados ucranianos y mercenarios extranjeros.
Con el envío de los misiles de largo alcance, Estados Unidos (EE. UU.) y la OTAN sólo prolongan el conflicto y acarrean más sufrimiento al pueblo ucraniano, pero estas acciones en nada modificarán el curso de la guerra, como no lo consiguió en enero del año pasado el envío de los tan ponderados “mejores tanques de Occidente”, pretendidamente verdaderas bestias de la guerra, como los Leopard 2 alemanes, los Abrams norteamericanos o los Challenger británicos, todos ellos, supuestamente, verdaderos demonios blindados. Tampoco lo hicieron “los mejores y muy temidos aviones F-35 de Estados Unidos”, proporcionados a Ucrania en marzo pasado, y elogiosamente descritos así por el periódico La Razón: “Los F-35 son una de las aeronaves más cotizadas y usadas de todo el mundo. Es el avión de combate más caro de la historia y destaca por su discreción y sigilo, es un prodigio y entre sus rasgos destaca su velocidad supersónica, su gran agilidad y una tecnología de fusión de sensores de vanguardia, lo que le hace pasar desapercibido a los radares enemigos”. Según los medios occidentales, era el preludio de la debacle para el ejército ruso, pero a pesar de tal despliegue tecnológico de la OTAN, Rusia sigue avanzando sostenidamente y ganando la guerra. Y, por cierto, todavía los medios controlados por el Occidente colectivo tienen el cinismo de protestar porque otro país pueda prestar alguna ayuda a Rusia.
Ya de por sí un gobierno neonazi en Ucrania constituía una provocación y una amenaza para la seguridad de Rusia (como sería para EE. UU. una base de misiles rusos en Tijuana o Ciudad Juárez), y ahora el uso de misiles de largo alcance representa un peligrosísimo acto que Rusia obligadamente responderá en la forma y medida que juzgue apropiadas. La escalada ahora impuesta por Biden podrá provocar que el conflicto se salga de los límites territoriales en que hasta hoy se ha desarrollado, circunscrito al Donbás y la frontera sureste de Ucrania. Con su provocación EE. UU. está empujando a Europa a involucrarse más. Ayer el gobierno de Suecia llamó a sus ciudadanos a hacer acopio de lo necesario y a habilitar refugios ante el escalamiento de la guerra. El imperialismo está jugando con fuego.
Josep Borrell, alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, fascista empedernido, insatisfecho por la decisión de Biden, que juzga muy timorata, fanáticamente exige desatar todo el poderío militar occidental contra Rusia. Ante esta embestida en toda regla que amenaza gravemente la integridad territorial de Rusia y la vida de sus ciudadanos, obviamente los países aliados suyos responderán en solidaridad, y ello escalará el conflicto a niveles de insospechadas consecuencias. Será el efecto de estar provocando y asediando a Rusia, cuyo poderío militar pleno hasta hoy no se ha visto, y que incluye, para desilusión de Occidente, una refinada capacidad tecnológica para interceptar los misiles Atacms.
Aun dentro de sus límites territoriales actuales, el conflicto se intensificará. La potencia militar rusa es inmensa, pero ha sido aplicada con gran prudencia. Sus operaciones en el este ucraniano han sido casi quirúrgicas, buscando producir el menor daño social posible a la población civil (no así las del ejército de Ucrania, dirigidos premeditadamente contra unidades habitacionales rusas y lugares de concentración de población). Estos ataques de EE. UU. elevarán la intensidad de la guerra que hoy se libra en Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia, las regiones habitadas por rusos que voluntariamente se han separado de Ucrania y han sido acogidas por su verdadera patria.
Biden está llevando al mundo a la guerra mundial y, en extremo, nuclear. Mas la suya no es una decisión individual, primero, por sus afectadas aptitudes mentales, pero principalmente porque él obedece órdenes del complejo militar industrial, el Estado profundo, los halcones del pentágono. Mientras el mundo sea gobernado por las grandes corporaciones y sus agentes en el Estado, la guerra estará siempre presente. No hay imperialismo sin guerras. En él, el afán desenfrenado de ganancia ocasiona irremisiblemente la disputa por los mercados más allá de las fronteras nacionales, el conflicto internacional y la guerra como su expresión extrema. La guerra armada es la continuación necesaria y natural de la guerra económica por mercados.
Con la decisión tomada por el presidente saliente, se pretende dejar (literalmente) el campo minado a Donald Trump, quien ha insistido en buscar una salida negociada al conflicto. Su hijo, Donald Trump Jr., declaró en la red social X que: “el complejo militar industrial parece querer asegurarse de que ponen en marcha la Tercera Guerra Mundial antes de que mi padre tenga la oportunidad de crear la paz y salvar vidas. ‘Hay que asegurar esos billones’. ¡Maldita sea la vida! ¡Imbéciles!, añadió el hijo de Trump” (Cubadebate, 18 de noviembre). Contra la confrontación total de los fascistas gobernantes de EE. UU., de apostar todo a la guerra, Trump y los suyos representan una fracción del imperialismo que busca preservar su predominio mediante otra estrategia; más inteligentes, y conscientes de sus propias debilidades, saben que es inviable y está irremediablemente condenada al fracaso.
La industria armamentista norteamericana atrás de Biden empuja a la humanidad a una guerra mundial, y en el peor de los extremos, nuclear. Por tal razón es apremiante que todos los pueblos alcen su voz para detener esta loca escalada bélica norteamericana que amenaza a la humanidad. Y constituye también un llamado urgente para que los trabajadores del mundo entero tomen el poder, pues sólo gobiernos populares podrán garantizar la paz universal. Ésta será posible sólo y únicamente cuando el mundo se libere del poder avasallante del capital financiero, los monopolios y las trasnacionales.
El conflicto que crece ante nuestros ojos es de gran trascendencia histórica. Es el alumbramiento de una nueva época y el fin de otra, que se resiste a morir. El imperialismo ve hundirse el suelo bajo sus pies, aceleradamente perdida su hegemonía global, su dominio político del mundo y su capacidad hasta hoy irrestricta de saquear la riqueza de los países débiles. Hoy enfrenta el advenimiento de un nuevo mundo, multipolar, basado en relaciones de respeto y cooperación entre naciones, y no ya en el dominio hegemónico de una sola. Pero ésta, de espaldas a la historia, no está dispuesta a ceder su poderío sin resistir hasta el último aliento, por cualquier medio, así sea la guerra mundial.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.