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Pobreza y riqueza
En ninguna época y en ninguna parte del mundo ha habido pobres sin que, al mismo tiempo, y como obligada consecuencia, exista una minoría de ricos a los que todo les sobra.
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Soy uno de los muchos millones de mexicanos que están convencidos de que las condiciones de los trabajadores no van a mejorar en el sexenio que comenzó el día primero de octubre. Llegaremos al 2030 con enormes masas de hombres y mujeres viviendo en casas mal construidas y peor terminadas, en colonias muy alejadas de sus centros de trabajo y con carencia de servicios básicos, se levantarán muy temprano a conquistar un transporte ya saturado, a viajar de pie una o dos horas y, luego, bien vigilados y casi sin pausas, harán su rutina laboral diaria para regresar a sus viviendas por la noche, rendidos, nada más que a comer algo y tirarse a descansar para volver a empezar al día siguiente.

No todos los mexicanos sobreviven así. Es cierto. Están también los millones que no tienen un empleo “formal” porque ahora la muy moderna teoría económica ya no distingue entre ocupados y desocupados, a los que Carlos Marx consideró certeramente como ejército industrial de reserva, sino personas con empleo “formal” y personas con “empleo informal”. De estas últimas hablo, de las que fueron expulsadas de las grandes empresas o nunca llegaron a entrar a ellas, que se levantan a tratar de ganarse unos pesos vendiendo cualquier cosa en cualquier calle, camellón o crucero y no tienen horario, ni hora de comida, ni día de descanso, ni seguro social, ni vacaciones ni nada. Éstos, que faltaban en la pequeña descripción anterior de la vida en nuestro país, son ya alrededor del 60 por ciento de la Población Económicamente Activa, o sea, de la que está en edad de trabajar y, por lo constatado con la represión reciente en la Alameda Central y en el arroyo de la Avenida Juárez en el corazón de la Ciudad de México, su número sigue creciendo incontenible.

¿Y los pobres del campo? No creo exagerar si digo que los que se levantaban muy temprano a darles de comer a dos o tres animales y marcharse a la labor, a una parcela de una o dos hectáreas para cultivar maíz para el consumo de la familia ya son parte de la historia de México. Como fenómeno de alcance social, el autoconsumo no existe más. Ahora, los afortunados que tienen un empleo “formal” en alguna gran empresa agrícola –con obvias informalidades, pues la jornada se prolonga casi siempre, no hay seguro social ni vacaciones, sólo temporadas en las que no hay trabajo y, por tanto, no hay salario– y se marchan también muy temprano, hacinados, congelados y empolvados en la caja de alguna vieja camioneta de ésas que sólo Dios sabe por qué no se vuelcan más seguido; esos infortunados peones asalariados, son ahora los que abundan.

No termina aquí la cuenta. Necesito añadir otros millones de mexicanos que no están, pero que existen, son los que se fueron a trabajar al extranjero y dejaron a su esposa y a sus hijos y se fueron “seis meses” o “un año” para enfrentar lo más urgente, pero ya pasaron cuatro, ocho o 15 años y no regresan, muchísimas emigraciones son para siempre. Los que se han ido ya son 12 millones. Y hay gran cantidad de familias en las que también se fue la madre y los niños quedaron con los abuelos o sólo con uno de ellos. Cabe agregar, por si hubiera alguien que todavía no lo tuviera muy claro, que ninguna de esas familias vive en la opulencia y ni siquiera han ascendido a la clase media “aspiracionista”, según befa odiosa de Andrés Manuel López Obrador; viven al día y así seguirán. En cuestión de expulsión de sus hijos, México ocupa el segundo lugar en el mundo, sólo detrás de India, cuya población es más de 11 veces mayor que la de nuestro país.

La situación es tan grave que el gobierno de la República, para tratar de mantener una precaria estabilidad social e impedir que se hundan más los niveles de consumo de las mercancías que portan la ganancia empresarial, regala dinero cada mes a 30 millones de familias mexicanas, echando mano de los impuestos que pagan los trabajadores con empleo “formal” e “informal”, porque los que no pagan por ingresos, pagan el Impuesto al Valor Agregado (IVA), que es un riguroso impuesto al consumo del que nadie se escapa. Debe saberse que estas ayudas, como se sabe, denominadas demagógicamente, del “bienestar”, arrastran graves fallas de control contable en su ejecución y nunca, nadie, ha conocido una evaluación de su impacto y resultados, carencia más grave, si se puede, en el caso de los adolescentes a los que se entrega regularmente dinero en efectivo y no se informa en qué lo gastan.

No es atractivo ni agradable, pero ése es el país real. La educación no ha sido prioridad para el régimen que agoniza. Las variadas denominaciones bajo las que se esconde el regalo de dinero a los jóvenes, mientras están listos para ser asalariados de empresas o trabajadores “informales”, que también sirven a los grandes negocios llevando los bienes que producen o los servicios que prestan hasta los consumidores, el sistema de becas en conjunto, vaya, rebasa con un 91 por ciento al presupuesto que se le ha otorgado al Programa para el Desarrollo Profesional Docente y Fortalecimiento a la Excelencia Educativa.

Los que se incorporan a la vida laboral y los que ya están en ella deben mirar en los programas de ayuda para el supuesto bienestar el futuro que les espera. Les debe quedar claro que en los planes de las administraciones de la “Cuarta Transformación” no está incluido ningún plan para que todo trabajador que llega al fin de su vida laboral, después de haber creado con su esfuerzo riquezas inmensas para otros, pueda disfrutar de su derecho a una pensión suficiente conforme a la ley para vivir tranquilamente sus últimos años. Nada de eso. Los representantes del capital al mando del Estado ya se alistan para la renovación de las ayudas “del bienestar”, que son diminutas y se entregan, previa inscripción, como graciosa dádiva del gobernante en turno.

Pobreza y riqueza no son dos realidades distintas, son los dos aspectos necesarios de la misma realidad. En ninguna época y en ninguna parte del mundo ha habido pobres sin que, al mismo tiempo, y como obligada consecuencia, exista una minoría de ricos a los que todo les sobra. Los trabajadores pobres producen una riqueza colosal. Los ricos se quedan con ella. Demos un vistazo. “La concentración del poder económico en México se ha vuelto una herencia familiar y una puerta giratoria hacia el poder político… cerca de 95 por ciento de las 50 empresas privadas más grandes de México está en poder de las familias más ricas del país y tienen ingresos que equivalen a una cuarta parte del Producto Interno Bruto (PIB)… (La Jornada, 15 de abril de 2024). O bien: “Los mexicanos ultrarricos ocultan más de 200 mil millones de dólares en el extranjero, equivalentes a 15 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) del país, de acuerdo con Gabriel Zucman, economista comisionado por Brasil, país que ocupa la presidencia del Grupo de los 20 (G20), para diseñar un mecanismo que logre gravar con un mínimo de dos por ciento las fortunas concentradas en tres mil multimillonarios en el mundo” (La Jornada, cuatro de julio de 2024).

El futuro no es promisorio. Al término del sexenio que acaba de comenzar, no habrá cambios sustanciales, salvo que habrá más pobres que estarán todavía más pobres y habrá menos ricos que, ésos sí, estarán más ricos. A menos que los que crean la riqueza y no disfrutan de ella se organicen y luchen. La ley, así como está, reconoce su derecho. 


Escrito por Omar Carreón Abud

Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".


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