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Una utopía es un mundo imaginario donde reina la felicidad. Una distopía es una realidad imaginaria donde domina el horror. Tanto las utopías como las distopías se han difundido a través de la literatura. Las utopías han servido para crear esperanza en el hombre, para infundirle ánimo a un espíritu decaído con la ilusión de que las cosas pueden ser mejores. De este espíritu, impulsado muchas veces por la pura imaginación, han surgido, no obstante, grandes obras. La República, de Platón es, posiblemente, la más bella y fértil intelectualmente de todas. La Utopía, de Tomás Moro, y La ciudad del sol, de Tomás Campanella, ambas animadas por un espíritu religioso, no dejan de ser, artística y políticamente, grandes creaciones y críticas sociales. La literatura del Siglo XIX, animada por las ideas del comunismo, dejó una indeleble huella en el bagaje cultural de la humanidad que ni el siglo pasado ni el presente han podido igualar. Pero no es la utopía lo que ahora nos interesa. Lo que ahora nos ocupa es su antítesis, la distopía.
Así como las utopías adquirieron forma narrativa para difundirse, las distopías lo hicieron también –más allá de que el cine hoy se ha apropiado de esta idea mercantilizándola grotescamente–. Tres son las distopías “clásicas”, dos de ellas gozan de una prensa envidiable en nuestros días y sobre todo en redes sociales se recomiendan como obras magistrales que todo lector debe conocer: Un mundo feliz, de Aldoux Huxley y 1984, de George Orwell. La tercera, la única distopía socialista que se conoce, no tiene difusión y ha quedado relegada al olvido, cuando su superioridad narrativa y el mismo sentido de la obra es, en todos los aspectos, superior a las anteriores; nos referimos a El talón de hierro, de Jack London. Por su enfoque radicalmente diferente y su limitado impacto, dado su intencionado olvido, dejaremos de lado su estudio.
¿Cuál es la intención de la distopía? ¿A qué deben su extensa propaganda las obras de Huxley y, sobre todo, de Orwell? Artísticamente son dos novelas difíciles de catalogar como literatura. El estilo es pesado, lineal, los personajes unilaterales y, sobre todo, irreales (no porque no existan, claro está que la literatura en su gran mayoría narra situaciones ficticias, sino porque no pueden existir, porque no hay un mundo en el que sean creíbles). Sorprende por ello que en prácticamente todos los estantes de las liberarías aparezcan por encima de grandes pensadores. Si no es su forma la que vende, entonces sólo queda otro lugar en que buscar: el contenido.
¿De qué tratan estas dos distopías? La primera de ellas, a la que nos referiremos someramente, describe una sociedad futurista en la que la hipertecnología rige la conducta humana. La humanidad se crea en laboratorios y las clases sociales son sustituidas por sectores en el que cada uno acepta su inevitable condición. Por otro lado, y como ejercicio comparativo, se contrasta con la sociedad de salvajes que ha quedado relegada de este mundo futurista. En ella existen sentimientos: amor, decoro, cariño, etc., aunque la situación material es poco más que primitiva y degradante. La novela enfrenta a estos dos mundos y revela la casi absoluta desaparición de la condición humana, a la que la ciencia, animada por el fordismo, la producción en masa, ha llevado pretendidamente a la sociedad. La novela de Huxley imagina esta sociedad futura desde el estalinismo. Los personajes llevan nombres alusivos como “Lenina Crowne” y “Bernard Marx”; referencia evidente a las dos principales figuras del comunismo científico: Carlos Marx y Vladimir I. Lenin. La crítica de Huxley, escrita en 1932, tiene toda la intención de acrecentar la leyenda negra sobre el comunismo. Se destacan pretendidamente la frialdad, la hiperracionalización y el inhumano carácter de “la filosofía soviética”. Se imagina un infierno computarizado en el que la libertad de acción y pensamiento no existen, en el que todo es controlado por la máquina, incluso las emociones, que a través de una droga (soma) se pueden manipular. Muchos de los horrores soñados por la febril imaginación de Huxley sucedieron, están pasando hoy mismo, pero a diferencia de todo lo que pensara el escritor inglés, suceden en el capitalismo, como consecuencia de una descomposición sistémica, que era precisamente la que su obra pretendía negar.
La distopía orwelliana es algo muy diferente. Un mundo feliz mezcla la supuesta política soviética con el fordismo y tiene, aunque de manera muy limitada, una base objetiva de la que partir. En cambio, 1984 es un panfleto; una pesada obra de más de 300 páginas que pretende ganar en extensión lo que adolece en calidad. Dibuja un mundo hórrido, terrible, inhumano y monstruoso. Es una crítica, no digamos severa, sino sucia, al estalinismo y a la Unión Soviética. Cada página está impregnada de odio al socialismo y pareciera que a la humanidad misma. Veamos las razones que hacen de esta novela uno de los panfletos más intragables del Siglo XX contra el comunismo.
La distopía de Orwell no toma en cuenta la historia. En ella el motor del desarrollo no son las relaciones sociales determinadas por un modo específico de producción. Nada de lo que sucede en su obra parte de una realidad material, objetiva.
Dado que para él no existen condicionamientos materiales, todo se resuelve en una lucha ideológica. “El gran hermano” y el “Partido”, que claramente son referencias directas a Stalin y el Partido Soviético, existen sólo por su dominio ideológico. Es la cantaleta que hoy se repite y repite como “guerra cultural”. Todo para el autor de 1984 es producto de la pura maldad, de la pura perfidia y de un irracionalismo al que llamar absurdo sería hacerle un favor.
Las masas, como en todas las obras de fantasía, aparecen inoperantes, abúlicas, retratadas como estúpidas. En su obra se llaman “sutilmente” “los proles”. Esta caracterización de las masas es propia del individualismo burgués más acendrado.
La obra no sigue ningún camino racional, ni siquiera el existente en la Unión Soviética, sistema que pretende criticar. Una novela con las características de 1984 no podría ganar por sí sola la difusión de la que ahora goza. Como hemos dicho ya, no tiene ni la calidad artística ni el nivel de las más mediocres obras del siglo pasado. ¿Por qué entonces abarrota estantes y se encuentra en cada esquina? ¿Por qué goza de tan inmerecida fama? ¿Es Orwell sólo un hombre cuyo odio hacia el comunismo le hizo crear obras como ésta o la más ridícula aún, Rebelión en la granja?
Según el mismo Orwell, sus obras fusionan la intención política y la artística, es decir, su ferviente anticomunismo y sus dotes de periodista, que es todo el arte que en su trabajo se encuentra. A decir verdad, su obra parece tener mecenas realmente poderosos, capaces de hacer pasar una novela mediocre por una obra maestra. ¿Cómo se logra esto? Cuando cuentas no sólo con el beneplácito del aparato ideológico, sino incluso con su sustento. Pocas dudas quedan, después de leer la obra de Orwell, de que ese trabajo en particular fue mandado a hacer por el Think tank imperialista.
¿Qué ganó el imperialismo anglosajón con esta obra? ¿Cuál es la finalidad de 1984? La misma que la de todas las distopías: hacer creer al lector que toda alternativa al capitalismo es imposible. Que este sistema es eterno, el único, el mejor. Después de leer la mercancía orwelliana, el lector queda convencido de que no conviene cuestionar lo existente, que toda posibilidad de transformación nos llevará a un lugar más oscuro y terrible. La finalidad es la parálisis y el conformismo. Inculcar el miedo y el odio hacia algo que no conocemos y que se nos presenta como dañino. Orwell lleva a tal grado su misión de enlodar el socialismo, que termina por calificar el sistema como producto del odio por el odio, la vileza por la vileza, la maldad por la maldad misma, algo que ni el más primitivo sistema político podría concebir.
“¿Empiezas a ver ahora mismo el mundo que estamos creando? –le dice en su obra el verdugo a su víctima– Es justo lo contrario a las bobas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformistas. Un mundo de miedo, traición y torturas, en el que pisoteas y te pisotean, y que se volverá más despiadado a medida que vaya refinándose. En nuestro mundo el progreso será un progreso hacia el dolor” (G. Orwel, 1884).
Y sigue así página tras página. A tal grado que en lugar de estremecer comienza a ser risible, y es que ni el diablo en sus más descabellados sueños podría crear un mundo tan perverso. No existe en la naturaleza humana algo que no se haga por una finalidad concreta. Según Orwell, los malvados comunistas quieren el dolor por el dolor, el sufrimiento por el sufrimiento. ¿Y para qué? No se sabe nunca. Es sólo porque son muy, pero muy malos. La paradoja de la historia es que muchos de los ridículos y entonces inimaginables males que Orwell pensó para su distopía anticomunista están sucediendo en la realidad capitalista. Y esta vez no son locuras, sino consecuencias naturales de la decadencia del sistema. Él imaginaba un “Gran hermano” (el famoso Big Brother) que nos vigilaba en todo momento. ¡Voilà! Hoy no existe más la privacidad. Cámaras, micrófonos, algoritmos, etc., vigilan a cada persona en todo momento. Pensaba en un sistema, “el doblepiensa”, en el que se creía una cosa mientras se hacía otra; el neoliberalismo es tal vez la más grande estafa moderna y se sigue predicando como salvación de los males del mundo. En una cosa acertó: la guerra sería una necesidad permanente, pero no en el comunismo diabólico que nos dibuja, sino en el capitalismo salvaje que defendió, el que pagó cada una de las páginas llenas de mentira y odio que hay en su presunta distopía. Hoy las distopías no alcanzan a imaginar la capacidad de destrucción, muerte y locura que el capitalismo representa. Pero a diferencia de los delirios orwellianos, el capitalismo lo hace por un fin, la acumulación insaciable de capital.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).