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Aunque hay excepciones que terminan pagando con su propia vida, la mayoría de los pacientes prefieren saber la verdad sobre sus padecimientos, están conscientes de que nada aventajan engañándose y difiriendo un tratamiento que se hace indispensable. “Dígame la verdad, doctor”, siempre será mejor que rehuir la consulta y los análisis necesarios. Me queda claro, muy claro, que esta positiva conducta es muy difícil de aplicar en nuestro país, aunque los enfermos sean realistas y valientes y estén dispuestos a tomar las medicinas y enfrentar los tratamientos que los científicos ordenen, la realidad es que, en la inmensa mayoría de los casos, están completamente fuera de su alcance. Como quiera que sea, aun con esas grandes carencias, la gente prefiere saber la verdad.
Si eso aplica para la vida personal, también aplica para la vida social, para los gravísimos problemas por los que atraviesa nuestro país y el mundo. Tampoco en eso hay lugar para la tranquilidad. El capitalismo en su fase imperialista está en edad provecta, se le acumulan los achaques y defiende su vida tratando de destrozar a otras economías que lo amenazan sólo porque existen. El paradigma, Estados Unidos (EE. UU.), ya no es el máximo productor de mercancías atractivas y baratas del mundo, ahora les compra más de lo que les vende a más de cien países; sus formidables factorías, asombro universal, se han marchado a otros países –el capital no tiene patria– en busca de fuerza de trabajo barata, casi regalada, y muchas zonas industriales, antes famosas, son montones de fierros oxidados.
EE. UU. está definitivamente desindustrializado. Le sobra la mano de obra que una vez importó, así se explica la urgencia y la ferocidad para cazar mexicanos y expulsarlos a su país. Así se explica que haya empezado a aplicar aranceles a las importaciones que le llegan del extranjero tratando de presionar a los inversionistas golondrinos para que regresen sus negocios a Norteamérica. ¿Aceptarán tornar a EE. UU. a pagar una fuerza de trabajo notablemente más cara? No fácilmente ni rápido. Y, en caso de que lo hicieran, ¿encontrarían a una clase obrera, dispuesta y entrenada para incorporarse a la disciplina fabril después de años de inactividad y hasta de vagancia y que, por si fuera poco, está envejeciendo? No fácilmente ni rápido.
La situación es complicada y el tiempo apremia, ya que otras economías del mundo, señaladamente la China, producen mucho más y mucho más barato. En el año 2000, EE. UU. aportó aproximadamente el 30 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) mundial, mientras que China aportó ese año un insignificante 3.6 por ciento; en la actualidad, EE. UU. aporta el 25 por ciento y China ya se hace cargo de aportar el 19 por ciento. La competencia es muy real. EE. UU. necesita, pues, no sólo producir más mercancías para generar y apropiarse de una plusvalía mayor, necesita urgentemente vender las mercancías que todavía produce, es decir, hacer realidad la plusvalía que encierran. ¿Y cuáles son estas mercancías? Las armas. Si consideramos la producción total, incluyendo las armas para uso interno, EE. UU. supera el 50 por ciento del valor global, debido a su gigantesca industria militar.
Así se explican las guerras que, más que antes en dimensión y frecuencia, proliferan en el mundo. La guerra de Ucrania, librada por instigación de EE. UU., así lo demuestra. El ejército de ese país no habría resistido ni un mes el enfrentamiento con Rusia sin la intervención de EE. UU., que ha aportado 350 mil millones de dólares, pero no como solidaridad humanitaria, sino como vil negocio para vender las armas que produce su complejo industrial militar, las nuevas y las viejas que ya tenía acumuladas. No lo digo yo, ni aguzados investigadores independientes, lo dice la funcionaria norteamericana que repartía bocadillos a los manifestantes del Maidán en Kiev cuando empezó la embestida contra Rusia y, también, otro alto funcionario norteamericano, igualmente, o más involucrado en la guerra ucraniana contra Rusia.
Veamos. “Washington gasta la mayor parte del dinero asignado como ayuda a Ucrania en la producción de armas en el país, dijo esta semana la subsecretaria de Estado interina de EE. UU., Victoria Nuland, en una entrevista con CNN (…) Tenemos que recordar que la mayor parte de este dinero va directamente a la economía estadounidense para fabricar armas, incluidos empleos bien remunerados en unos cuarenta estados de todo EE. UU. (…) El secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, también dijo hace poco que aproximadamente el 90 por ciento de la asistencia financiera a Ucrania se gasta en la producción nacional de armas y equipos” (RT. 25 de febrero de 2024).
Así se explica que Israel, un pequeño país de no más de 10 millones de habitantes, se haya atrevido a “castigar” a Irán arrojándole misiles con el pretexto de que, este país, tratando de construir una planta nucleoeléctrica para contar con electricidad más barata y en mayor volumen, estaba enriqueciendo uranio, procedimiento que, si se lleva a sus últimas consecuencias, también sirve para producir bombas atómicas. Pero nunca se ha demostrado que Irán posea uranio de esa calidad, ya que Irán pertenece al Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), que es una institución internacional que entra con expertos a los países miembros y certifica in situ que no poseen ni uranio enriquecido ni bombas atómicas. En contrapartida, Israel, el sancionador justiciero, no pertenece al OIEA y, por tanto, nunca ha recibido una supervisión semejante en su territorio. No es todo, es sabido que Israel guarda en secreto no menos de 90 bombas atómicas vendidas ya saben por quién.
El supuesto castigo a Irán es, como fue la agresión de Ucrania a las zonas rusoparlantes de su propio país, una provocación para justificar la intervención de EE. UU. que, con crédito y armas proporcionadas por sus fábricas, apoyaría a Ucrania cuando Rusia respondiera. Era más que evidente que la agresión de Israel a Irán iba a ser respondida con misiles y, por tanto, tendría que entrar en acción la llamada Cúpula de Hierro de Israel, que no es otra cosa más que el lanzamiento de montones de cohetes interceptores durante muchas horas del día y de la noche. Y eso cuesta un dineral y EE. UU., solidario como siempre, mediante un simple pagaré y sus intereses, está más que dispuesto a entregarlos de volada y a domicilio. La guerra para la venta urgente y cuantiosa de armas.
Por su parte, la prohibición de poseer uranio enriquecido y, por tanto, plantas nucleoeléctricas, no es más que otra despreciable maniobra del imperialismo para evitar que algunos países tengan acceso a la tecnología más moderna, es una forma brutal de mantenerlos en el atraso. Ahora manda bombardear a Irán porque trabaja para construir una nucleoeléctrica, así como hace algunos años amenazó con bombardear la nucleoeléctrica que construía Cuba en Cienfuegos y detuvo la obra. Pero la opinión pública debe saber que existen 444 plantas nucleoeléctricas en el mundo, que EE. UU., tiene 109; que Francia, con un territorio mucho menor, es el país con mayor dependencia de la energía nuclear en el mundo y cuenta con 56 reactores nucleares en operación, distribuidos en 18 centrales nucleares; y que en Reino Unido hay, actualmente, cinco centrales nucleares en operación, con nueve reactores activos generando electricidad. Como puede verse, la más moderna producción de electricidad está, por la fuerza, solamente en manos de los países imperialistas.
Aunque se diga que se pactó la paz entre Israel e Irán y hasta se publique en la prensa atlantista que existen propuestas para que Donald Trump reciba el premio Nobel de la Paz y hasta que llegue a recibirlo, identificadas y localizadas las últimas causas de las guerras recientes, nada garantiza a los trabajadores del mundo que habrá paz y armonía. Aunque parezca increíble, la paz es la muerte para el imperialismo. Seguirá provocando enfrentamientos chicos y grandes con las consecuentes matanzas. Nadie puede garantizar que nuestro país no haya sido considerado como candidato, menos aún, después de que grupos de narcotraficantes han sido catalogados como peligrosos grupos terroristas. La guerra es el instrumento para la sobrevivencia del imperialismo. Y estamos en la lista.
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Escrito por Omar Carreón Abud
Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".