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El movimiento social, cambio permanente de estructuras simples a otras más complejas, es un proceso con causas intrínsecas, que no dependen de la voluntad, sino que –aunque suene extraño– se convierten en voluntad de las masas y de sus líderes. Y no pueden conjurarlo ni la represión ni otros obstáculos desde la superestructura, pues su raíz más profunda es estructural, económica; constituye una necesidad histórica, determinada por leyes. Y, no obstante sus reveses temporales, renace siempre, con vitalidad renovada. El progreso social es resultado de las contradicciones sociales. Y aunque distinguibles unos de otros, los episodios de esas luchas no constituyen hechos discontinuos, que estallan y desaparecen sin dejar huella. La historia es un proceso continuo que deja experiencias acumuladas en la memoria colectiva y que resurgen, integradas, cuando las condiciones así lo demandan.
Sin embargo, aunque al inicio, concretamente en el avance del proletariado en su paso de clase en sí a clase para sí, con claridad de su cometido histórico, el proceso empieza con pasos titubeantes, caídas, reveses y retrocesos temporales; poco a poco va madurando, consolidándose, adquiriendo identidad, consciencia de sí mismo. Se decanta y libera paulatinamente de contaminantes ideológicos, influencias de otras clases y desviaciones; se cura de ilusiones. El proceso de aprendizaje y consolidación de la clase obrera mundial ha debido ser, necesariamente, tortuoso, avanzando mediante tentativas frecuentemente erradas, para luego reencontrar su camino, con más experiencia, para seguir avanzando.
Para entender más concretamente este proceso, atendamos su historia en sus trazos más generales. La burguesía francesa tomó el poder en julio de 1789, arrastrando como aliado al proletariado, clase minoritaria aún en ciernes. Inmediatamente después de tomar el poder, decretó la famosa “Ley Le Chapelier” (1791), que prohibía la organización sindical y las huelgas. Sometía así a su aliado de días antes, advirtiéndole que la revolución no era el triunfo de todos, sino estrictamente de los capitalistas, y que el resto del “pueblo” solo había sido utilizado para derrocar al feudalismo.
Después del Primer Imperio y la Restauración, en 1830 llega al trono Luis Felipe de Orleans (el “rey burgués”), con la Revolución de Julio (inmortalizada por Delacroix en su obra La Libertad guiando al pueblo). Pero, como la sombra del capitalismo, su némesis, venía el proletariado, ahora más numeroso, activo y consciente, al que, nuevamente, le pagaron imponiéndole condiciones bárbaras, como las jornadas de hasta 18 horas. Y vino la respuesta: la rebelión de los tejedores de Lyon, en noviembre de 1831; los legendarios “canuts” tomaron el poder en su ciudad durante diez días. Engels dijo: “En 1831, estalla en Lyon la primera insurrección obrera”. Era un primer intento en la lucha por tomar en sus manos su destino; una clase inmadura aún, sí, pero ya mostraba su propia fuerza.
En 1848, la burguesía francesa consolidó su poder, desde febrero, y ferozmente en junio, cuando sometió a sangre y fuego a los trabajadores, a los que había, otra vez, utilizado para derrocar al gobierno de los Orleans. Los defensores del capitalismo festejaron su éxito, pretendiendo que junio era la tumba histórica del proletariado y de su lucha por ponerse a la cabeza de la sociedad. Una vez más, se equivocaban.
El capitalismo siguió desarrollándose; aumentó la explotación de los obreros, pero también su cantidad, concentración, unidad, disciplina e identificación como clase… como consecuencia vendría 1871 –en la espiral, a un nivel más alto que en 1831 y 1848–. Los obreros de París se organizaron en la Comuna y tomaron el poder de la ciudad del 18 de marzo al 21 de mayo, instaurando, por vez primera en la historia, un gobierno proletario.
En la Comuna había pocos seguidores del marxismo: de 42 integrantes del Comité Central, “solo dos o tres eran de la Internacional” (Prosper Olivier Lissagaray, Historia de la Comuna, traducción al español de Wenceslao Roces). Era el marxismo una teoría joven aún, que apenas empezaba a permear entre las masas (el Manifiesto del Partido Comunista fue publicado en 1848, y El Capital en 1867, cuatro años antes de la Comuna). La clase obrera europea no adquiría aún conciencia suficiente; estaba ideológicamente atrapada en utopías y teorías campesinistas y místicas tradicionales, de artesanos, pequeños burgueses, etc. Tampoco se habían desarrollado aún su disciplina y unidad. La Internacional se había constituido apenas siete años antes.
Dice Lissagaray: “… los internacionalistas (miembros de la Internacional) no forman un bloque homogéneo, pues una mayoría es partidaria de las ideas de Proudhon (Pierre Proudhon, muerto en 1865, y a quien Marx refutó en su Miseria de la filosofía, en 1847) y la minoría de las de Marx, incluyendo algunos blanquistas (discípulos de Augusto Blanqui, en aquel entonces encarcelado) que colaboran con la mayoría de la Comuna (…) La Federación de París (…) no disponía de órgano central de prensa (…) Sus deficiencias estribaban fundamentalmente, además de su heterogeneidad, en la falta de un programa coherente y de una organización centralizada, sin la cual muchas de sus iniciativas quedaban diluidas en los numerosos frentes de lucha en los que participaban” (Lissagaray, p. 21). Pesaban, finalmente, los anarquistas, discípulos de Bakunin. A pesar de las adversidades, los obreros de París, en frase memorable de Marx “tomaron el cielo por asalto” y dejaron un grandioso ejemplo para la posteridad.
Si bien la Comuna derrochó valentía, generosidad y heroísmo, por sus limitantes históricas, aquel esfuerzo del proletariado parisino quedó aislado: salvo algunos ecos, débiles y fugaces, como los intentos de apoyo de otras comunas de provincias como Narbona, Marsella, Lyon, Saint-Ettiene y Tolouse.
Durante la Comuna, el proletariado era todavía joven, numéricamente insuficiente para imponerse de manera definitiva. “… no formaba la mayoría del pueblo. Y la revolución no podía ser popular si no englobaba tanto al proletariado como a los campesinos como fuerzas sociales fundamentales del pueblo” (Lissagaray, pág. 27). En lo militar, la Guardia Nacional era un ejército improvisado, formado por obreros, y sin especialistas, con rarísimas y honrosas excepciones, como el general polaco Yaroslav Dombrowski.
A la postre, el ejército francés, bajo el gobierno de Thiers, atrincherado en Versalles, se reagrupó y terminó masacrando a la Comuna en la “Semana Sangrienta” (21 a 28 de mayo): fueron fusilados 20 mil comuneros, aparte de los tres mil muertos en batalla, y casi cuatro mil deportados a penales o a otros países. Tras la derrota de la Comuna, un exultante Adolfo Thiers clamó: “El socialismo ha acabado por mucho tiempo” (Lissagaray, p. 507). Ilusión entendible, aunque prematura, de la clase capitalista, en la euforia y al calor de su triunfo momentáneo. Pero no hay derrotas definitivas; en esta gesta de largo aliento, toda derrota es relativa y temporal.
Y así, vino triunfante la Revolución de Octubre (46 años después), con los obreros y Lenin a la cabeza, y los campesinos como aliados. Fruto de un proletariado más numeroso, maduro y consciente de sus propias fuerzas, identificado como clase, depurado ideológicamente, libre de ilusiones utópicas o anarquistas, ocurrió aquel triunfo, verdadero parteaguas en la historia universal. Lenin desarrolló la teoría del partido de los obreros, que les advertía de riesgos y amenazas, pero también de oportunidades; les hacía conscientes de su propia fuerza, y de cómo construir la unidad de ideas y de organización en una estructura compacta y disciplinada, que hiciera posible la unidad de acción y, gracias a ella, la conquista y preservación del poder. La URSS cayó, ciertamente, y en aquellos inicios de los años noventa, un nuevo Thiers, Francis Fukuyama, proclamó: “hemos llegado al fin de la historia, y es impensable otra sociedad después del liberalismo americano”. Nuevamente rezaron el réquiem al socialismo. Pero, nuevamente, se apresuraban.
En los tiempos actuales vivimos el alumbramiento de una nueva era, de progreso y de gobiernos populares. Resonantes éxitos unen en un solo caudal esfuerzos nacionales, desde China, pasando por Rusia, Corea del Norte, Vietnam, Serbia, países de África cansados del colonialismo, hasta naciones latinoamericanas como Cuba, Venezuela y Nicaragua. La clase trabajadora, curtida en luchas, con triunfos y fracasos, aprendiendo de su experiencia, ha madurado y está lista para dirigir el mundo, ahora ya no por 71 días, o por algunas décadas; ya no como un ensayo, sino de manera definitiva y consistente, para construir una sociedad nueva. Y lo está haciendo.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.