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Keki Daruwalla
Daruwalla, fue un eminente profesor que impartió clases en el Government College de Lahore.
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Nació en la India el 24 de enero de 1937. Creció en Lahore en el seno de una familia parsi; su padre, NC Daruwalla, fue un eminente profesor que impartió clases en el Government College de Lahore. Antes de la Partición de La India, su familia abandonó La India indivisa en 1945 y se trasladó a Junagarh y luego a Rampur, en La India. Como resultado, creció estudiando en varias escuelas y en varios idiomas. Obtuvo su maestría en Literatura Inglesa en el Government College, Ludhiana, Universidad de Punjab y pasó un año en Oxford como becario.

Se incorporó al servicio de policía en 1958. Trabajar como agente de policía le ofreció varias oportunidades de trabajar en diferentes partes del país y fue testigo de las duras realidades de la vida, de las que extrajo la esencia de sus actividades literarias. Ha escrito doce libros y su primera novela, Pepper and Christ, se publicó en 2009. Recibió el Premio de Poesía de la Commonwealth por su colección de poemas, Landscape, en el año 1987.

En 1987 obtuvo el Premio de Poesía de la Commonwealth, por Asia, en 2014 obtuvo el prestigioso Premio Padma Shri. 

 

Orfeo y Perséfone

No podía esperar –el invierno estaba sobre él.

Por abismo y túnel tuvo que bajar

para encontrarse con ella en la oscuridad-semilla del inframundo.

Ella, en su aspecto de iceberg, rostro congelado en un ceño fruncido,

 

o así él se lo imaginaba. No podía esperar

a primavera cuando ella hollaría la tierra de nuevo y volvería

su rostro hacia el Sol como un heliotropo.

La semilla placentaria anhelaba su retorno

 

y toda la vegetación, que aceleraba ella hacia la vida.

Él no lo había planeado, ¿debería haberse arrodillado,

pedir más tiempo para su esposa picada de víbora?

 

¿Cómo se rescata a los muertos? Rescatar, ¿era ésa la palabra?

¿Pedir por su alma, o el resto –miembros, cabello, risa, voz?–

¡Dame una Diosa que escuche! Pensó que no había escuchado.

 

2

A mitad de camino de su viaje subterráneo, se congeló.

Aquel río era más negro que una noche sin estrellas,

río de desechos obstruido por almas desechas flotantes,

y Caronte que rema, alejándose –¡Diosa, ayúdame!, gritó.

 

¿Es un río o un desespero negro lo que veo?

Hay tanto silencio aquí como el que nunca he escuchado.

¿Escuchado? ¿Es así como el silencio se sumerge en tu cuerpo

¿En qué estado estoy, ahogándome en una palabra?

 

Se reprocha (su confianza ha desaparecido)

necesita un trago (no hay).

Piensa en ella como exiliada, piensa en ella como desterrada.

 

Cambia los estados, exilio y muerte, piensa en el alma

como emigrada. Insegura de sí, no tiene con quién hablar.

Hablaría con su lira –ella haría lo que se le pidiera.

 

3

(Perséfone lo espera)

Su música le había llegado a ella como un chisme,

¡y hasta el chisme sonaba como una campana de plata!

Ahora está en camino, más allá del viento, por tallos de maíz segados

hacia este frío y húmedo espacio cavernoso

que los hombres llaman Hades, Infierno.

 

“¡Se ha dejado caer sobre nuestro río Estigia!”.

Noticias de él llegan cada minuto a su trono.

Ella llama a las jóvenes doncellas a que peinen su cabello,

pinten sus uñas, echa a las más viejas arpías.

 

Por primera vez la oscuridad la ahoga, lo advierte con sorpresa.

“¡Prendan velas y antorchas! Las cosas aquí

son oscuras como sueños que no han viajado aún a los ojos.”

 

Ella calma su agitación –pero las doncellas están locas.

“¡Lo hemos escuchado!”, gritan–. “Su música es mágica,

no sabemos si tiene lira o varita mágica”.

 

4

El fuego de la anticipación enhebra su vientre.

Ella ha escuchado tantas cosas y las historias fueron largas,

él subió una colina ascendiendo hasta el cielo con una nota,

podía verter la noche, todas las estrellas en una canción;

 

las esferas y su música eran sólo el eco de su lira.

Los pájaros del aire y las bestias de la selva eran amansados

por este hijo de Calíope. Y cuando

estaba triste, su música era como la lluvia.

 

Intuitivamente sabe ella lo que él le pediría:

Que Eurídice caminara el mundo una vez más,

y tristemente ella tendría que rechazarlo,

 

pero con el bálsamo de la filosofía. No lo dejaría desviarse.

La muerte es la renunciación de la vida, se le diría,

y a lo que renuncias no puedes recuperarlo.

 

5

Plano y congelado pensaba que sería el lugar –sin viento ni luz–,

un país de negra niebla bordeando la Noche.

Encontró columnas de plata sosteniendo el negro techo de mármol;

un oscuro resplandor que tenía, semejaba la luz.

 

Acariciaba las cuerdas de su lira, “Diosa de lo oscuro,

Perséfone, he descendido mil pisos

para encontrarte, suplicarte, he recorrido tu gran río,

como los suplicantes que vienen a tu puerta.

 

Diosa de los vástagos, tú que vives en

el negro corazón de la tierra

no puede haber secretos de ti –eres el secreto mismo–.

Seguramente sabes para qué estoy aquí”.

 

Ella lo comprendió, por supuesto, inclinó su cabeza en consentimiento;

había escuchado las primeras ráfagas de la melodía de su lira y ansiaba

que su música no pasara a lamento.

6

Él continuó tocando y Perséfone dijo

Nos orientamos por los ríos –Estigia, ágil Leteo.

Medio me adormecí con tus delicados aires, y me encantó;

dormir, después de todo, es un afluente de la muerte.

 

Pero la melancolía ensucia tu rostro y tus melodías.

Cargas una oscura nube y, ¿quién sabe cuándo llueve?

Tu lira de repente trae anochecer incluso aquí,

en este oscuro país donde sólo la noche permanece

como perpetuo inquilino. Te admiro en demasía

pero tus aires rabiosos quemarían pastizales, paisajes.

Aquellos que aman desesperadamente se lamentan desesperadamente.

Entonces llévate a Eurídice, puedes volver

al mundo del que viniste. Olvida su estadía aquí,

piensa sólo en el futuro, ¡y no mires atrás!

 

Madre

Tu espina dorsal ahora cruje 

a lo largo del arco de tu cuerpo.

Tu piel preserva el pasado

en sus arrugas

como venda de momias.

 

Tus ojos no encandilan

con los mismos fuegos

al descargar

los dardos de tu amor.

 

Tus recuerdos van dando tumbos

de un hijo a otro.

Confundes al que se orinaba en la cama

con el que te mordía los pechos

hasta infectártelos.

 

Cuando mis niños te preguntan

acerca de tu propia infancia,

tu sonrisa se vuelve remota y enigmática.

 

Una vez cada seis meses

los aprietas contra tu cuerpo

para recordarnos que el amor

fue la única palabra inscrita

en la escritura de tus manos.

 

Pienso que algo se encogió

dentro de ti, Madre,

el día en que rompiste tus brazaletes

y te sacudiste de la frente

el leonino polvo de mi padre.


Escrito por Redacción


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