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A parte de que cae la oferta de empleos formales, con empresas e instituciones públicas, la calidad misma del empleo empeora. Lo que llaman la precarización. Aumentan el trabajo informal y el empleo eventual; las remuneraciones son muy bajas; no se asegura la permanencia, las jornadas son excesivas, y los trabajadores carecen de derechos y mecanismos de defensa: 87 por ciento del total de empleados no está sindicalizado. Todo esto ocurre mientras el gobierno de la “Cuarta Transformación” pretende aparentar que todo marcha de maravilla, por ejemplo, presumiendo una pretendida Tasa de Desempleo Abierta (TDA) de apenas 2.5 por ciento (de la Población Económicamente Activa [PEA] sin empleo, pero que está buscando).
Ese parámetro enmascara la realidad al considerar sólo a quienes no tienen empleo y lo han buscado, pero deja fuera a quienes no lo procuran, aunque podrían estar dispuestos a trabajar: lo que se conoce como “población disponible”. Con ese truco se aparenta una admirable salud económica, que sería envidia de las mejores economías. El problema, sin embargo, es mayúsculo. “En un año, casi 260 mil personas se incorporaron al grupo de ‛disponibles’ de la Población No Económicamente Activa (PNEA); con ello abarcó a 5.2 millones (…) la tasa de desempleo extendido es de 10.3 por ciento de la población, más de seis millones (Datos de ACFP, Acción Ciudadana Frente a la Pobreza) (…) En eso coincide Gabriela Siller, directora de Análisis Económico y Financiero de Banco Base (quien señala otro aspecto del problema): hay una población excluida del mercado laboral, en condiciones de trabajar, pero bajo contexto que le impide hacerlo, principalmente en labores de cuidado, un fenómeno acentuado en las mujeres. El análisis de Acción Ciudadana Frente a la Pobreza evidencia que 19.5 millones de personas están inactivas laboralmente por motivos de cuidado” (El Economista, 13 de junio).
Y el desempleo sí ha aumentado. En el segundo trimestre de este año se acumularon tres meses consecutivos de caída en el empleo formal. “El peor mes de junio desde 2002, ignorando 2020 por la pandemia”. Para atender las necesidades de empleo de quienes anualmente se incorporan al mercado laboral, y evitar así el crecimiento de la informalidad, especialistas estiman necesario crear mensualmente 100 mil empleos formales, 1.2 millones al año. Pero resulta que en todo el primer semestre apenas se crearon 87 mil. “Si se analiza la tendencia de crecimiento previa a la pandemia, observamos un déficit de casi de un millón 580 mil puestos de trabajo” (México ¿Cómo Vamos?, ocho de julio). Según datos del IMSS, “Junio del 2025 se convirtió en el tercer mes al hilo con pérdidas de puestos de trabajo (…) durante el primer semestre del año el saldo de nuevas contrataciones fue 70.4 por ciento menor a las observadas durante la primera mitad del 2024” (El Economista, seis de julio).
Se reduce el empleo permanente y aumenta la ocupación temporal. “México registró la mayor pérdida de empleos permanentes para un mes de julio desde 2015, sin contar 2020, año de la pandemia” (Animal Político, siete de agosto, IMSS). De los empleos creados entre enero y julio, 88.5 por ciento son eventuales. La creación de empleos permanentes cayó en 51 por ciento, el más bajo en una década (Ibid.).
Asimismo, cae el empleo formal y aumenta el informal. “Informalidad laboral alcanza su nivel más alto en 18 meses. En mayo se sumaron 188 mil 702 personas” (El Economista, 27 de junio), con la consiguiente pérdida de seguridad en el empleo. En el trimestre abril-junio se perdieron 139 mil empleos formales, como saldo neto. Al no hallar empleo en el sector formal, oficialmente 54.4 por ciento de las personas ocupadas laboran en la informalidad, en actividades de sobrevivencia, con salarios muy bajos: “En promedio, un empleo formal paga cerca del doble que uno informal” (México, ¿Cómo Vamos?, ocho de julio, ENOE).
Carecen de seguridad social, prestaciones de ley, contrato colectivo, y de seguridad en el ingreso. El sistema los ha abandonado, lanzándolos a ganarse la vida por sí solos, a “autoemplearse”. Teóricamente, el capital debiera crear empleos suficientes, pero no lo hace. Y así, privados de todo derecho, indefensos, es más fácil arrancar plusvalía a los trabajadores. Agréguese la baja calificación de nuestra fuerza laboral: México es el país con menos trabajadores con formación técnica, apenas el dos por ciento, contra el 32 por ciento promedio de la OCDE. Un desastre.
Las jornadas son extenuantes. Este junio, la Organización Internacional del Trabajo (OIT), con datos de la OCDE, dio a conocer que los trabajadores mexicanos trabajan más que en ningún otro país de los 38 que constituyen la organización: 96.6 por ciento más, prácticamente el doble de horas. A esto la OIT le llama “pobreza de tiempo”, porque, ciertamente, los trabajadores, y –más lacerante aún–, las madres trabajadoras, están esclavizados por un empleo que les absorbe el día entero, sin vida social, sin tiempo para convivir con sus familias y atender a sus hijos, que quedan al garete, expuestos a la inseguridad; sin poder instruirse o disfrutar del merecido descanso. Son esclavos modernos que no trabajan para vivir, sino que viven para trabajar. Como clase, los trabajadores son propiedad de la clase capitalista.
Ciertamente, el desempleo y la precarización obedecen como causa inmediata a la caída en la inversión. “Los inversionistas tomaron distancia”, declaró eufemísticamente Axel Christensen, ejecutivo de BlackRock: “El crecimiento ha estado bastante bajo, entre otras razones por una inversión disminuida” (El Economista, 1º de agosto). En igual sentido, el Banco de México registra una significativa caída en la Inversión Extranjera Directa. O sea, que los trabajadores pagan con pérdida de empleos y más privaciones los fríos cálculos de los capitalistas, recelosos del “ambiente de negocios”, interesados sólo en acrecentar sus negocios.
Pero en lo profundo estamos ante un fenómeno sistémico, consecuencia necesaria de la lógica intrínseca del capital. Vemos aquí los efectos del desempleo tecnológico, donde las empresas, al adoptar tecnología cada vez más avanzada (mecanización de punta, inteligencia artificial, robótica, procesos de automatización), despiden trabajadores masivamente, pues les es más costeable producir sin trabajo vivo. La divisa del capital es el incremento de la ganancia a todo trance, sin importar que para ello deba despedir y condenar a la miseria a millones. La tiranía del capital y su acumulación se impone sobre las necesidades sociales.
Marx descubrió lo que él llamó “aumento en la composición orgánica del capital”, a saber: el incremento proporcional del capital aplicado en medios de producción respecto al invertido en salarios, en “trabajo vivo”, para reducir costos y elevar las ganancias. En otras palabras, echar a la calle cada vez a más trabajadores para abaratar procesos, incrementando así el ejército industrial de reserva, la masa de desempleados que, al competir con los trabajadores en activo, presiona los salarios a la baja, en daño de quienes tienen empleo.
La creciente pérdida de calidad del empleo deriva de que los medios de producción están monopolizados por los capitalistas, en un régimen de propiedad y unas relaciones de producción que convierten al trabajador en simple instrumento o “insumo” del proceso productivo (insisto, como un esclavo), al igual que las máquinas o las materias primas. Ha sido convertido en cosa, incapaz de dominar su labor productiva porque antes de iniciar el proceso de producción su fuerza de trabajo ya no le pertenece. La ha enajenado, y los patrones disponen de ella, y también del derecho de apropiación de lo producido. Así pues, el problema no es meramente coyuntural, como quieren los señores ejecutivos de finanzas: es sistémico, emana de la propia naturaleza del capitalismo, y como tal debe ser abordado y resuelto.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.