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Los flujos de capital se refieren al movimiento de dinero destinado a financiar inversiones entre países o regiones del mundo. Éstos pueden ser impulsados por empresas, gobiernos o individuos que buscan oportunidades económicas en distintos lugares para acrecentar su dinero. Por ejemplo, la inversión extranjera directa (IED) es un tipo de flujo donde las empresas internacionales invierten en fábricas, infraestructura o negocios en otro país con el objetivo de generar ganancias a largo plazo. En contraste, los flujos de cartera se enfocan en inversiones especulativas a corto plazo, por ejemplo, a través de la compra de acciones o bonos con la expectativa de generar ganancias mediante la diferencia entre el precio de compra y el de venta. Esta naturaleza especulativa los hace más volátiles, ya que suelen cambiar de dirección de forma abrupta dependiendo de las espectativas de los mercados. Otros flujos incluyen los préstamos y ayudas internacionales provenientes de organismos como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el Banco Mundial (BM) destinados a financiar el gasto público o a estabilizar economías en crisis.
La libre circulación de capitales entre países se ha promovido como una política clave para impulsar el desarrollo económico, particularmente en países pobres o en vías de desarrollo cuyos recursos internos son limitados (debido a siglos de saqueo colonial). El desarrollo económico implica acumular capital, es decir, invertir para acrecentar la capacidad productiva de un país con el fin de satisfacer las necesidades presentes y futuras de su población, abarcando áreas como empleo, crecimiento, salud, infraestructura, desarrollo tecnológico, eliminación de la pobreza, educación, cuidado del medio ambiente, etc. Para lograr esto se requieren recursos; y los economistas ortodoxos argumentan que la libre movilidad del capital facilita que éstos fluyan de países con abundancia hacia aquellos donde son escasos, promoviendo un uso más eficiente del capital global.
Sin embargo, esta dinámica también impone demandas a los países receptores, obligándolos a construir una reputación como destinos rentables para atraer estas inversiones. El capital se mueve impulsado por las expectativas de ganancia, lo que obliga a los países a garantizar condiciones económicas, políticas y sociales que aseguren un entorno favorable tanto para la realización de las inversiones como para la captura de las ganancias. Detrás de muchas decisiones de política económica se oculta este imperativo. Incluso en aspectos aparentemente neutrales, como priorizar ante todo en el control de la inflación evidencia la preocupación de los dueños de estas masas de dinero por evitar la pérdida de su valor debido a la inflación.
Además, otras medidas comunes incluyen exenciones fiscales a grandes capitales, lo que fomenta la concentración de la riqueza; desregulación laboral, precariza el empleo y reduce los costos salariales; y la desregulación ambiental, que facilita la explotación de recursos naturales a costa del medio ambiente. En el ámbito político se prioriza en el pago de la deuda y sus intereses, el control del déficit fiscal y la reducción del gasto público, afectando áreas esenciales como la educación, la salud y los servicios sociales.
Otro desafío es en la volatilidad inherente a los flujos de capital, especialmente los de cartera. La libre movilidad implica que, así como el capital entra, también puede salir rápidamente si las expectativas de rentabilidad cambian. Esto genera una presión constante sobre las políticas macroeconómicas de los países que deben debatirse entre crear un entorno atractivo para el capital o prepararse para manejar crisis abruptas provocadas por la fuga de capitales.
Estas políticas, hoy ampliamente aceptadas, forman parte del núcleo de reformas estructurales impuestas en los años 80 y 90 al llamado tercer mundo por los acreedores internacionales. Ante la urgente necesidad de préstamos para superar sus crisis de deuda, los países receptores se vieron obligados a aceptar las condiciones impuestas por estos acreedores. Más que atender al desarrollo económico general, estas reformas respondían a una lógica encubierta pero real: la necesidad del capitalismo global de garantizar ganancias a escala planetaria. Lejos de promover el desarrollo, estas políticas han perpetuado un ciclo de deuda, austeridad e inestabilidad que limita las opciones de los países receptores y favorece la concentración de la riqueza en los dueños del capital.
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Escrito por Tania Rojas
Maestra en Economía por El Colegio de México. Estudia un doctorado en Economía en la Universidad de Massachusetts Amherst, en EE.UU.