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“No paso nunca ante un fetiche de madera, ante un Buda de oro o ante un ídolo mexicano, sin decirme: Tal vez sea éste el dios verdadero”.
–Charles Baudelaire,
citado en El libro de los sueños de Walter Benjamin.
Durante mucho tiempo en el discurso público existió un consenso sobre la disminución de la trascendencia de la religión en la sociedad y la merma de su influencia en todos los asuntos humanos. Desde el Siglo XIX, algunos de los filósofos más importantes proclamaron la muerte de Dios y la consolidación del método científico y la ciencia como el mecanismo más perfeccionado para conocer la verdad de los fenómenos y desentrañar los misterios de la realidad; asimismo, se dio por sentado que las religiones, como fenómeno global para dotar de sentido a la existencia e interpretar el mundo, iban perdiendo cada vez más peso específico mientras la secularización del mundo y la visión laica de las relaciones humanas, llegaban triunfalmente para sustituir el oscurantismo e inauguraban una etapa iluminada por el pensamiento científico.
Sin embargo, al contrario de lo que pensaban los filósofos materialistas, los pragmatistas estadounidenses, los seguidores de la Ilustración, los racionalistas modernos y los jóvenes hegelianos de izquierda, el fenómeno de la religión y la sepultura de Dios no ha derivado en un mundo secular y laico. Ya entrada la segunda década y el segundo lustro del Siglo XXI, tal parece, por la evidencia de las estadísticas, que las religiones no sólo no han disminuido, sino que, como avisa Peter Watson en su magistral y completísimo ensayo La Edad de la Nada. El mundo después de la muerte de Dios, en nuestros días está sucediendo un espectacular renacimiento de muchas religiones a lo largo y ancho del planeta. Tal es la influencia y la resonancia de esa hipótesis que, aunque en el pasado Siglo XX la idea de la muerte de Dios, preconizada por Nietzsche en su archifamoso texto Así habló Zaratustra, y en gran parte de la filosofía de la voluntad de poder, fue muy significativa e influyente, hoy en día parece que, en muchas personas, independientemente de su clase social o en su lugar en la jerarquía comienza a abrazar de nuevo, de manera más natural, un acercamiento al pensamiento religioso. Pareciera que justo en estos momentos donde la ciencia y los avances científicos han demostrado su completa capacidad para conocer el mundo y desentrañar los misterios del Universo, hubiese un retorno al fervor religioso y al refugio parroquial y pudiésemos decir, de manera inapelable, que Dios ha vuelto.
De esta manera, para introducirnos en el problema de la importancia de las religiones en el género humano, hace falta comprender su importancia de primerísimo orden como factor esencial en la construcción social. No basta con desestimar, de un plumazo, su carácter anticientífico de la comprensión del mundo. Porque, como decía Edward Said sobre otro problema que no trataremos acá ni ahora, para entender el concepto de religión, “no hay que creer (que la religión) es una estructura de mentiras o mitos que se desvanecería si dijéramos la verdad sobre ella. Es mucho más valioso comprenderla como una estructura de poder. Después de todo, un sistema de ideas que han demostrado su vigor y, lo que no es menos importante, su capacidad de adaptación al cambio de los tiempos y que se ha enseñado durante siglos, debe ser algo más grandioso que una mera colección de mentiras. La religión no es entonces una fantasía, sino un cuerpo de teoría y práctica que ha sobrevivido durante muchas generaciones” (Said, 1978).
De hecho, en lo tocante al fenómeno religioso, Watson recupera la interpretación de Habermas, que considera que “muchos de los aspectos de la doctrina y el corpus ritual religioso son racionales o tienen una racionalidad interna sumamente lógica y práctica y, evidentemente, han sido concebidos para aliviar los aspectos propios de la condición humana” (Watson, 2014). Y de la misma manera, Peter Watson va más allá al proponer que “Dios ha sido –y en opinión de muchos sigue siendo– la mayor y más eminente idea que existe o haya existido jamás”, lo que le otorga un lugar señero en la historia de la humanidad.
Lo cierto es que, a pesar de lo anterior, de la centralidad de la religión a lo largo de la historia humana, han existido corrientes filosóficas y movimientos sociales que han intentado, por muchas y muy variadas razones, disminuir su influencia y encontrar otras explicaciones a los misterios de la existencia. Tal vez uno de los primeros y más importantes fue la Ilustración, que con su programa de desencantamiento del mundo, a finales del Siglo XVIII y durante el Siglo XIX, planteó la idea de secularizar la existencia y proponer un programa laico que restara poder e influencia a la Iglesia. La Ilustración vino a intentar sustituir la idea de la tutela sobrenatural por una noción distinta, semidivina, a la que bautizó como Razón. Se buscó entonces emancipar a la humanidad de una de sus grandes fuentes de alienación para demostrar y aceptar, Watson dixit, que no existe ningún plus sobrenatural, ninguna esperanza de que el cielo venga a endulzar nuestras tristes lágrimas.
Así, éste era el campo de batalla o el escenario de lucha en que comenzó aparentemente el proceso de secularización, aunque hay bastantes matices para considerar esta afirmación como una verdad absoluta. Porque como menciona Jürgen Osterhammel en su colosal estudio sobre el Siglo XIX, La transformación del mundo, la religión tenía un peso específico capital y determinante en las sociedades. La religión no era únicamente el refugio del fundamentalismo fanático ni el opio de las masas ya que, de hecho, cumplía muchas funciones sociales. En sus propias palabras, “durante todo el Siglo XIX, la religión fue, en todo el mundo, una fuerza existencial de primer orden, fuente de orientación vital personal, punto de cristalización de las entidades comunitarias y formación de identidades colectivas, principio de estructuración de jerarquía social, motor de luchas políticas y campo de planteamiento de ambiciosos debates intelectuales” (Osterhammel, 2014).
El proceso de secularización, derivado de las furias desatadas por la Ilustración y la Revolución Francesa, como diría Aron J. Mayer, en un principio tuvo como objetivo restar la influencia de lo religioso para transferirla a la iniciativa privada y aunque adquirió un nuevo sentido asociado a la merma de la importancia sobre el pensamiento y la organización de las sociedades y las políticas de los Estados, nació bajo el impulso de una burguesía positivista que veía en la ciencia la capacidad de conocer y explotar los recursos del mundo. Por tal razón existió, sin embargo, un grave efecto secundario de dicho proceso. La apropiación de la ciencia por la burguesía y el capitalismo resultó perjudicial para muchos individuos puesto que, según Watson, la ciencia no logró su cometido de mejorar al mundo y lo empobreció de alguna manera. La ciencia fue conquistada por el capitalismo que la puso a su servicio y, así, abandonó metas de carácter más benevolente. Su meta cambió por la dominación, nació contaminada en cierta medida, condicionada por la lógica del mercado y de la maximización de las ganancias de las grandes empresas y los monopolios.
Desde luego que este texto no es un alegato en favor de la Iglesia y en contra de la ciencia, más bien intentamos comprender por qué, actualmente, los grandes avances tecnológicos y científicos, que además ahora sirven para impulsar un genocidido contra el pueblo palestino, también ha tenido una influencia perniciosa en la humanidad y que no escapa al terreno de la correlación de fuerzas en el escenario de la lucha de clases.
El resurgimiento de las religiones, con su aspecto cada vez más fundamentalista, responde al rotundo fracaso con que los poderosos han llevado la dirección del mundo y es por eso que parece que ahora que Dios ha vuelto resulta más necesario que nunca un proceso de secularización que ponga en el centro la mejora de las condiciones materiales de existencia y disponer, para ello, de hermosas ilusiones para el porvenir humano.
Lo que respalda al dólar reside en la creencia de la fortaleza económica de EE. UU., su crecimiento continuo y la posibilidad de pagar sus deudas, respaldo que se erosiona cada día más.
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Escrito por Aquiles Celis
Maestro en Historia por la UNAM. Especialista en movimientos estudiantiles y populares y en la historia del comunismo en el México contemporáneo.