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Capítulo ignorado y oculto de la historia regional es la esclavitud. ¿Sabía usted que en Chihuahua existió durante siglos esta vergonzosa institución? ¿Y que hubo tanto esclavos indígenas como negros importados de África, y que todos eran mercancías que se vendían públicamente?
La versión romántica y endulzada de siempre es que los mineros que crearon las riquezas fabulosas de la región de Parral y Santa Bárbara eran trabajadores asalariados libres. Pero tal creencia está equivocada, y con ella se enmascara la esclavitud a que sometieron los españoles a grandes masas de indígenas durante los siglos XVII y XVIII.
Hacia 1645, la población bajo el dominio español en la provincia de Santa Bárbara alcanzaba alrededor de veinte mil personas. Tal explosión demográfica se detuvo a mediados de ese siglo con la decadencia de las vetas mineras, cuando también los habitantes del real de Parral se redujeron a dos mil, cifra que se mantuvo hasta finalizar la centuria. Junto con la caída de la producción minera se experimentaron varias calamidades que incidieron en la disminución demográfica, como epidemias espantosas, sequías, inundaciones y rebeliones indígenas que hacían más violentas las relaciones entre los grupos de aquella sociedad colonial.
Hay que decir, sin embargo, que el posterior crecimiento de la población no fue natural, ni se logró tampoco con la inmigración voluntaria de la gente, sino que fue logrado por la fuerza, obligando a miles de indígenas, tanto de esa región como de otros lugares más lejanos, como Sinaloa, Sonora, Nuevo México y de las grandes llanuras, a trasladarse a Santa Bárbara, así como a las villas y haciendas circundantes.
Pero también se sabe que los esclavos negros africanos importados llegaron a sumar alrededor de mil individuos.
Algo cotidiano era que los españoles ricos, ayudados por contingentes militares que fueron puestos a su servicio, hicieran incursiones en los poblados de los indios para obtener esclavos, que eran vendidos en las haciendas y reales de la región o en las ciudades y villas, no sólo para el ingrato y mortal trabajo en las minas, sino en las explotaciones ganaderas y agrícolas, que entonces eran proveedoras de comestibles, frutas, granos, pero también de implementos, calzado, herrería, talabartería y ropa para las poblaciones netamente dedicadas a la minería. Y esto sucedió así desde los primeros años de la llegada de los españoles. Si bien la esclavitud de los indios estaba prohibida por el rey de España, se permitía esclavizar a los indios que resistían el dominio extranjero. Y a tales rebeldes se les podía sujetar por un tiempo determinado, de diez a veinte años, lo cual daba un pretexto para justificar las cacerías de esclavos que se convirtieron en un buen negocio para los españoles, sobre todo cuando la explotación minera en el real de Parral demandó mano de obra abundante.
El pretexto para someter a la población a trabajos forzados nunca faltó. Los conquistadores europeos en estas regiones apartadas de la Nueva España siempre hicieron de la lejanía una ventaja para aplicar su voluntad y torcer las leyes a su favor.
La historiadora Chantal Cramaussel documentó la captura de “piezas de guerra”, como les llamaban en la época a los cautivos indígenas, para luego venderlos públicamente en Parral. En su ensayo titulado Diego Pérez de Luján. Las desventuras de un cazador de esclavos arrepentido, en la serie Chihuahua. Las épocas y los hombres, la historiadora escribió que el mercado de esclavos registra primero la venta de indios de las cercanías, como los conchos, tepehuanes y tarahumaras, para irse expandiendo a grupos indígenas más lejanos como los sinaloas, los indios pueblo de Nuevo México y, por último, los de las llanuras, identificados en el Siglo XVII como apaches.
Si bien en los primeros años de la presencia española se capturaban esclavos indios adultos, destinados a las labores mineras más peligrosas, con el paso del tiempo se hizo costumbre llegar a la barbarie extrema de matar a los adultos y quedarse con los niños y las mujeres, quienes eran “depositados” en las casas de las familias pudientes como sirvientes domésticos, con lo que supuestamente se les brindaba “protección”. También se hacían de esta mano de obra a través del denominado “rescate”, que consistía en comprar niños capturados por algunos grupos indígenas que estaban en guerra entre ellos. Por ejemplo, los indios pueblo aprehendían niños apaches y luego los vendían a los españoles. Esta práctica se convertiría en característica de las regiones de frontera y perduraría hasta bien entrado el Siglo XIX, según lo registra Cramaussel.
Junto con los indios cautivos, que eran esclavizados durante cierto tiempo, arribaron a la provincia de Santa Bárbara contingentes importantes de esclavos africanos quienes, junto con sus descendientes, eran propiedad indefinida de los amos. Sin embargo, esta mano de obra, por ser cara, no se destinaba a las labores peligrosas de las minas, sino que se les ocupaba en el trabajo doméstico de las haciendas.
Otro tipo de trabajo forzado fue la encomienda, sistema por el cual ciertos españoles obtenían la obligación de “cristianizar” a un grupo de indígenas y a cambio ellos debían entregar tributo, que no era otro que el propio trabajo esclavo.
Si bien en el centro de la Nueva España el sistema de sometimiento para la “cristianización” entró en desuso a mediados del Siglo XVI, en la Nueva Vizcaya se estableció en 1562, como una manera de alentar la inmigración de españoles, y se prolongó todavía por lo menos otro siglo.
En esta zona, el tributo no era en especie, sino en servicios personales; cada indio encomendado debía trabajar tres semanas al año para su encomendero.
Los encomenderos hicieron de su prerrogativa una vía para conseguir mano de obra, pues llevaban a los indios a trabajar en sus haciendas y en menor medida a los reales de minas.
Conforme se iban acabando los indios de las cercanías, salían partidas a buscarlos en pueblos más lejanos, a la manera de los cazadores de esclavos. Así fueron exterminando a las tribus de los conchos que, bajo diversas denominaciones, fueron hasta entonces el pueblo indígena prehispánico más diseminado en el sur, el centro, el oriente y parte del norte de lo que actualmente es el estado de Chihuahua.
Otros muchos pueblos indígenas desaparecieron en este terrible genocidio del que existe poca información, pero del que estamos seguros que sucedió, simplemente porque esa gente ya no se encuentra en el territorio donde vivió, ni en ninguna otra parte.
En esta actividad cobraron un matiz muy particular cargos como los de gobernadores y capitanes indígenas, nombrados de por vida y cuya función era traer indios a los encomenderos, para lo cual encabezaban partidas armadas para capturarlos.
En Santa Cruz, hoy Rosales, aunque inicialmente su población fue mayoritariamente de conchos, en 1693 o poco antes, arribó un grupo de indígenas tapacolmes provenientes de la región de la hoy llamada “Junta de los Ríos”, la actual Ojinaga, donde el río Conchos confluye con el Grande o Bravo del Norte. Su llegada al pueblo de Rosales, a orillas del río San Pedro, afluente del Conchos, se dio como una maniobra táctica del dominio militar español para “concentrar y controlar mejor a la población”.
Estos tapacolmes, quienes eran miembros reconocidos de la confederación de los indios conchos, fueron catalogados en 1645 por las autoridades coloniales como “rebeldes”. El caso es que una de las costumbres de los españoles dominantes era desplazar en masa a todos los pueblos de una tribu o un grupo; en el caso de los tapacolmes, desde la actual frontera con lo que hoy es Estados Unidos hasta Santa Cruz de Rosales. Fue éste, propiamente, un destierro perpetrado a punta de espada y arcabuz, a lo largo de casi cuatrocientos kilómetros por largos tramos de desierto (¿cuántos tapacolmes murieron en el camino, de hambre, de frío o extenuación? No hay registro). Pero el “maltrato” principal, sin contar con que el trato cotidiano que les propinaban los españoles era poco menos que si se tratara de ganado, fue de índole “laboral”, es decir, era la práctica del esclavismo del que estamos hablando. Ni más ni menos.
En esta región, desde el Siglo XVII y hasta principios del XIX, la Corona Real de España otorgaba “mercedes de tierra”, que eran títulos de gratificación, conocidos como mercedes reales, tributos o encomiendas, a las personas que ayudaron a vencer a los pueblos originarios. Si bien la esclavitud de los indios estaba prohibida, se permitía que fueran sometidos aquellos que se resistieran al dominio español, lo cual daba un pretexto para justificar las cacerías de esclavos que se convirtieron en un buen negocio para los españoles.
Tal fue, ni más ni menos, el caso de Santa Cruz, que tomó en adelante el nombre de Santa Cruz de Tapacolmes, actual municipio de Rosales.
Está documentada la llegada de esclavos negros a las minas, pero otra usanza fue la encomienda. Los encomenderos usaron su prerrogativa para conseguir mano de obra de indígenas; y conforme exterminaban a las etnias cercanas, organizaban partidas de caza para buscar más esclavos.
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El grave estado de deterioro de estas ruinas, que en otros países serían consideradas un tesoro nacional, pide a gritos que alguien se ocupe de ellas.
Los conquistadores europeos en estas regiones apartadas de la Nueva España siempre hicieron de la lejanía una ventaja para aplicar su voluntad y torcer las leyes a su favor.
Los hechos fueron confirmados por la Fiscalía General del Estado de Chihuahua.
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Escrito por Froilán Meza
Colaborador