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Mal andan las cosas en materia de empleo. Así lo registra el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), con datos del trimestre que cerró en septiembre, y la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE). La Población Económicamente Activa (PEA) –de 15 años y más disponible para trabajar–, suma 57.3 millones; la población ocupada, 55.2 millones, hasta octubre. Pero éste es un dato engañoso, pues la llamada Tasa de Desocupación (TD) es definida como: “el porcentaje de la PEA que no trabajó siquiera una hora durante la semana de referencia de la encuesta, pero manifestó su disposición para hacerlo e hizo alguna actividad para obtener empleo” (Inegi) . ¿Y si no “manifestó su disposición ni hizo ninguna actividad para obtener empleo”? No obstante los subterfugios estadísticos para minimizarla, en octubre el organismo reporta en tal situación al 3.6 por ciento (2.1 millones de personas), más que el 3.2 por ciento del año anterior, y la TD más alta desde 2016. Se crearon empleos este año, sí, pero a una tasa que no logra compensar los despidos. Decía El Economista en su edición del 12 de agosto: “AMLO tiene el peor inicio de sexenio en empleo formal desde Fox. No ha podido sobreponerse de la fuerte pérdida estacional de empleo de diciembre del 2018; en lo que va del año se han creado 360,938 empleos, 42.3 por ciento menos que en enero-julio del 2018”.
Aumentó también la Tasa de Subocupación (población ocupada que tiene necesidad y disponibilidad de ofertar más tiempo de trabajo de lo que su ocupación actual le demanda) (Inegi); incluye las personas que tienen un empleo, pero cuya precariedad lo hace insuficiente para sostener una familia, obligando así al trabajador a buscar otro. En tal situación se hallan 4.3 millones de personas (7.7 por ciento de la PEA, superior al siete por ciento del año pasado). Sumado esto al desempleo, arroja un total de 6.2 millones. Pero el problema es aún más complejo. De todos los ocupados, 56.4 por ciento trabajan en el sector informal. La Tasa de Informalidad Laboral es la “Proporción de la población ocupada que es laboralmente vulnerable por la naturaleza de la unidad económica para la que trabaja, con aquellos cuyo vínculo o dependencia laboral no es reconocido por su fuente de trabajo” (Inegi). Una definición eufemística para empleos sin derechos laborales, contratos, prestaciones ni seguridad social, inestables, de ingresos inciertos, son hoy 31.2 millones, 1.8 por ciento más que el año pasado. Sumando desempleados, subempleados y ocupados en la informalidad tenemos un total de 37.4 millones, 65 por ciento de la PEA; esto significa que solo 35 por ciento está plenamente ocupada, lo cual revela una economía enferma. Así se explican en buena medida los altos niveles de pobreza: en cifras oficiales, 52.4 millones el año pasado (41.9 por ciento de la población); también los altísimos niveles de incidencia delictiva, que hoy se pretende combatir con tarjetas y abrazos, pero que no bajará si no se atacan sus causas, como, incongruentemente dice el discurso oficial, y el desempleo es una fundamental.
Ciertamente esta situación es resultado de 36 años de neoliberalismo; el fondo verdadero es el modelo económico; consecuentemente, la solución es sustituirlo. Pero esta verdad general no basta para explicar lo que ocurre ahora mismo, como pretende el gobierno de la “Cuarta Transformación” (4T), que diciendo solo parte de la verdad atribuye al pasado toda la responsabilidad para explicar sus desastrosos resultados, siendo que arribó al poder con la promesa de terminar con “lo de antes”, cosa que hasta hoy no se ve; esto es parte de lo de antes, pero agravado. Sería injusto e ilógico esperar milagros de éste o cualquier gobierno, cambios de la noche a la mañana, pero sí al menos vislumbres de solución, alguna expectativa plausible. Nada de eso tenemos y sí un empeoramiento significativo expresado en resultados medibles. Y aunque el gobierno pueda salir, momentáneamente, del apuro con discursos y actos sensacionalistas de gran rating, el problema real no se resuelve; sigue ahí, como verdadero reto de la 4T, aunque se pretenda minimizarlo u ocultarlo ofreciendo, en un quid pro quo, “soluciones” ficticias o exageradas que encandilan a parte de la población, pero que en nada mejoran la situación real. Digo antes que no se avizora solución, porque se está aplicando una estrategia que no ataca las raíces, y más bien agrava las cosas. En lugar de crear empleos se pretende elevar el ingreso de las familias más necesitadas repartiendo tarjetas.
La estrategia gubernamental que fomenta desempleo es lesiva por artificial e improductiva al no atender la generación de recursos, que solo el trabajo crea, con lo cual carece de base económica; es como construir castillos de naipes. Además, la experiencia mundial no ofrece evidencia de que alguna sociedad haya salido de la pobreza solo entregando papel moneda sin impulsar vigorosamente la creación de riqueza real, valga la redundancia, que respalde; en cambio, abundan los casos en los que se han generado así crisis económicas que a la postre se vuelven contra quienes se quería beneficiar.
La desocupación masiva lacera también a la sociedad, pues el trabajo es parte esencial del ser humano, inmanente a él; física y mentalmente, éste es producto del trabajo y, condenado al ocio forzoso, pierde algo de su calidad humana, enferma en su cuerpo y su mente; el trabajo es una formidable terapia; constituye, asimismo, un reto a la inteligencia y a las capacidades físicas, estimulando su desarrollo. Otra consecuencia lamentable es que crea en el pueblo una mentalidad dependiente y subyugada, de pérdida del orgullo y confianza en sí mismo. En una palabra, limita las energías espirituales. La condición esencial de la felicidad del ser humano es el trabajo, decía León Tolstoi.
En términos políticos, impide a millones de seres humanos acceder a un ingreso personal obtenido con su trabajo, del cual se sientan orgullosos y libres de toda coacción o deuda (de esos “chantajes” de que supuestamente se les quiere liberar); un ingreso propio seguro da independencia económica y con ello política, como la libertad de voto y de organización, y el libre ejercicio de los derechos. Al privarles de un ingreso laboral (y productivo) se hace depender a millones para su sostenimiento de las tarjetas del gobierno, se les encadena políticamente. Un atentado a la democracia que se dice defender.
Sin duda es ésta una situación imposible de conjurar y ocultar con el discurso oficial triunfalista que niega la realidad. Cierto que éste y los escándalos mediáticos impactan, marean y dan la sensación de que vamos muy bien, y que parte de la población se contenta con desplantes retóricos. Pero todo recurso de esa naturaleza es de efecto limitado. La realidad se abre paso y la dialéctica de los procesos económicos y sociales no perdona.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.