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Todo el mundo coincide: la libertad de expresión es uno de los pilares fundamentales de la sociedad moderna. Sin embargo, como sucede con otros conceptos (democracia, igualdad, progreso), pocas veces nos detenemos a reflexionar qué significan exactamente para las sociedades actuales del complejo panorama internacional.
La acepción moderna de libertad de expresión es, grosso modo, la que estableció la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, a través de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
La definición parece convincente, pero encierra una enorme falacia. En la sociedad global de hoy, un puñado de hombres posee consorcios mediáticos millonarios capaces de orientar la opinión de naciones enteras; oligopolios, armados con su artillería de cámaras, analistas y opinólogos operan como una moderna inquisición: tiran gobiernos, quiebran empresas, dictan temas, satanizan movimientos sociales… Estos tiburones de la información están muy lejos de ser ángeles inmaculados que revelen la verdad de las cosas; entre ellos existen, naturalmente, intereses económicos, políticos, ideológicos y de todo tipo que tratan de defender desde su ventajosa posición.
En el otro plato de esta desigual balanza se encuentra la inmensa mayoría de la humanidad: individuos comunes o de a pie, que no tienen ninguna posibilidad real de hacer valer su opinión más allá de un marco estrecho e insignificante; es más, individuos que ni siquiera tienen la posibilidad de desarrollar un juicio propio y que a cada instante son bombardeados por las opiniones de los “analistas y expertos”. ¿Realmente una ama de casa mexicana tiene las mismas oportunidades que los dueños de CNN para “difundir sus opiniones, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”?
Carlos Marx definió a las sociedades capitalistas modernas como la expropiación de la riqueza social por unos cuantos usurpadores. Es cierto que eso fue en el siglo XIX; y es cierto que muchas escuelas del pensamiento posteriores se han dedicado a criticar al marxismo desde la economía, la sociología, la filosofía e incluso las ciencias. Pero los datos de la realidad –es decir, los hechos objetivos, que existen independientemente de las representaciones conceptuales que de ellos nos hagamos a través de cualquier forma del pensamiento– dan la completa razón a Marx: ocho millonarios tienen más dinero que la mitad de la población (cifras de Oxfam en 2017).
¿Cómo se define la libertad en un mundo así? ¿A qué espejismo queda reducida la llamada libertad de expresión en una sociedad donde un puñado de personas controla los destinos de toda la sociedad? La realidad es la que sentenció, hace más de 30 años, el intelectual estadounidense Noam Chomsky: el discurso de que los medios informan al público es una mentira; en realidad, los medios fabrican nuestros juicios.
Así, pues, nuestra visión del mundo –esa que creemos individual y fruto de nuestro propio criterio– está completamente construida. No solo se decide la óptica desde la cual nos será presentado tal o cual evento y también se define previamente cuáles hechos deben ser difundidos o no a las masas comunes o consumidoras de información.
Ésa es la fragilidad de la libertad de expresión en las sociedades capitalistas. Al acaparamiento irracional de las riquezas económicas y materiales se suma el monopolio de la capacidad humana de pensar y de expresarse.
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Escrito por Aquiles Lázaro
Licenciado en Composición Musical por la UNAM. Estudiante de la maestría en composición musical en la Universidad de Música de Viena, Australia.