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La Doctrina Monroe cumple 200 años y es una bisagra histórica en el hemisferio occidental. Interpretada y ejercida de manera unilateral por una potencia mundial que empezaba a expandirse de manera sostenida a principios del Siglo XIX. Por su controvertida vigencia, parecería que hubiera sido escrita ayer. Y porque simboliza de manera inalterable la política exterior de Estados Unidos (EE. UU.) hasta nuestros días. Atribuida al presidente homónimo (el quinto de EE. UU., 1817-1825), pero concebida por su secretario de Estado, John Quincy Adams, está condensada en una frase: “América para los americanos”. El dos de diciembre de 1823 fue proclamada en la apertura de sesiones del Congreso y se pensó como una advertencia a las monarquías europeas dispuestas a apoyar cualquier intento de recolonización del continente americano por la España de los Borbones.
Cuando James Monroe dijo aquella frase, EE. UU. ya le había comprado la Luisiana a Francia, en 1803. Intentó quedarse con una buena parte de Canadá, pero el imperio británico lo repelió en una guerra (1812-1815). Le adquirió la Florida a España en 1919 y años después iniciaría el camino del despojo a México. En la invasión de 1846-1848 se apoderó de 2.349.574 km2. Texas fue el primer estado que se anexó después de diez años como república independiente. Una parte considerable de esas tierras tomadas por las armas o compradas en dólares permitió que se extendieran las fronteras de la esclavitud hacia el sur de lo que hoy es EE. UU.
Aquel principio hecho doctrina, al mismo tiempo se convirtió en una caricatura. Porque Inglaterra ocupó las islas Malvinas en 1833. Porque hubo un bloqueo anglo-francés al Río de la Plata entre 1845-1850. Porque se repitieron dos intervenciones militares del imperio francés en México, entre otros episodios colonialistas. EE. UU. no aplicó en esos casos la política de Monroe y su ministro Adams, quien lo sucedió en la presidencia, cuando se produjo la segunda invasión francesa a México, porque coincidió con la Guerra de Secesión. Y en las restantes, tal vez, para no enfrentarse con los imperios europeos.
Simón Bolívar percibía al autoproclamado Destino Manifiesto de EE. UU. como una amenaza para las naciones independizadas de España. En una carta dirigida a un coronel, Patricio Campbell, escribió aquella célebre frase de “los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad”. La Doctrina Monroe se aggiornó con los gobiernos posteriores en Washington, ya inaugurado el Siglo XX.
Nuevos significantes de las estrategias injerencistas que estaban por venir, adquirieron otros nombres: la política del Gran Garrote (el Big stick policy) del primer Roosevelt, Teodoro, dirigió la mirada de EE. UU. hacia América Central y el Caribe. La diplomacia de las cañoneras fue otro enunciado con que Washington avanzó en su expansionismo. Le permitió intervenir en Cuba a fines del Siglo XIX y mantener desde 1903 hasta hoy la base militar en Guantánamo. Durante casi la mitad de esos 120 años de ocupación ilegal en el oriente de La Isla, EE. UU. mantiene un bloqueo económico que es rechazado un año tras otro por resoluciones de las Naciones Unidas.
EE. UU. siempre pretendió contener en el envase de su doctrina a todo el continente. Lo consiguió con base en sus políticas de buena o mala vecindad, que ya no tienen ni el contexto espacial ni temporal del Siglo XIX. Las de buena vecindad fueron una creación en 1933 del otro Roosevelt presidente; Franklin Delano. Coincidieron con el avance del nazismo y el fascismo en el mundo, y continuaron hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.
Las ocupaciones de países al sur del río Bravo ya no se repetían con la frecuencia de las primeras décadas del Siglo XX. En 1915 las tropas enviadas desde Washington a Haití permanecieron hasta 1934. República Dominicana fue sometida al mismo trato pero por menos tiempo: entre 1916 y 1924. No fue ésta la peor intervención ni sería la última. Los marines volvieron a Santo Domingo en 1965 con la consigna de poner la casa en orden.
Ya hacía décadas que una expresión peyorativa era utilizada en EE. UU. para definir a los países situados al sur de sus fronteras: repúblicas bananeras. La expresión fue obra del cuentista estadounidense William Sydney Porter, quien firmaba sus textos con el seudónimo de O. Henry y había vivido en Honduras. Él la incluyó en su libro Repollos y reyes, inspirado en la experiencia de la United Fruit Company. Más cerca en el tiempo ocurrieron las invasiones militares de la isla de Granada, en 1983; y Panamá, en 1989; con un alto número de víctimas civiles. En el primer caso para evitar la instalación de un gobierno procubano y en el segundo con la excusa de capturar a Manuel Noriega, un antiguo aliado al que se acusaba de narco y se condenó y encerró en EE. UU. hasta su muerte.
En Sudamérica, la consigna de Monroe y Adams adquirió otros ribetes bajo la doctrina de la Seguridad Nacional. Las injerencias en los gobiernos de la región tomaron forma de golpes de Estado. La semana última falleció su ideólogo más connotado: Henry Kissinger. Tenía 100 años. Artífice de los dos regímenes militares más sangrientos en el Cono Sur. Sus fotografías sonriendo junto a Videla y Pinochet recorrieron el mundo en los obituarios del secretario de Estado de Richard Nixon.
Pocas voces de cierto peso se han alzado en EE.UU. contra esta política que continúa por otras vías. En febrero de 2022, el senador demócrata Bernie Sanders y ex precandidato a presidente por su partido, reconoció en el Congreso: “Durante los últimos 200 años, nuestro país ha operado bajo la Doctrina Monroe, abrazando el principio de que, como potencia dominante en el hemisferio occidental, EE. UU. tiene el derecho, según el país, de intervenir contra cualquier otro que pueda amenazar nuestros supuestos intereses”.
En noviembre de 2013, el secretario de Estado de EE. UU. John Kerry declaró que a la frase de Monroe había que colocarle un epitafio durante una reunión de la OEA. “Se ha terminado”, dijo, y explicó que las relaciones con los demás países del continente ya no requerían de doctrinas y sí de “intereses y valores comunes”.
Cuatro años antes de sus palabras había sido derrocado Manuel Zelaya en Honduras; un año antes destituido el obispo Fernando Lugo en Paraguay; tres años después –en agosto de 2016– un impeachment del Congreso terminó con la presidencia de Dilma Rousseff en Brasil; en noviembre de 2019, Evo Morales fue sacado del gobierno por un golpe de Estado; y en diciembre de 2022, Pedro Castillo en Perú, por un contubernio del Congreso. Un nuevo enunciado para describir estas maniobras contra gobiernos que habían ganado elecciones tomó cuerpo: golpes de Estado blandos. Con mayor o menor participación de EE. UU.
La doctrina que cumple 200 años de su lanzamiento degeneró en múltiples formulaciones. En el país que empezaba a delinearse como Estado nacional en 1823, América podía representar a todo el continente. Y la principal amenaza contra él provenía de las monarquías e imperios europeos de la época. La historia demostró que la buena vecindad fue adulterada y el pensamiento de Monroe se transformó en una cáscara vacía.
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El título de este trabajo no es ocurrencia. Sé lo que escribí, tengo argumentos para demostrarlo y el lector atento y que me haga el favor de seguir adelante, podrá comprobar por sí mismo su validez con sólo hacer una revisión desprejuiciada de esa importante publicación.
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Escrito por Gustavo Veiga .
Periodista, escritor, docente universitario y columnista en medios gráficos argentinos.