El estrés se ha incrementado en la población mexicana a causa del ritmo tan acelerado en que vivimos.
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El neoliberalismo no sólo reformó la economía mexicana: también reconfiguró la cultura. Desde los años noventa, el discurso del libre mercado penetró en todos los ámbitos de la vida social y la cultura fue convertida en un sector más dentro de la lógica de la competencia, la eficiencia y la rentabilidad.
Por un lado, la apertura comercial debilitó las industrias culturales nacionales. Con el TLCAN, los bienes culturales comenzaron a circular bajo las mismas reglas que los productos industriales. El cine, la música, el libro y la televisión se enfrentaron a un mercado dominado por corporaciones extranjeras con enormes ventajas tecnológicas y financieras. En pocos años, las productoras, editoriales y disqueras mexicanas fueron absorbidas o desplazadas por filiales trasnacionales. Las políticas de protección cultural, vistas como “obstáculos al libre comercio”, fueron desmontadas en nombre de la modernización.
Por otro lado, el Estado renunció gradualmente a su papel como oferente directo de cultura. El desmantelamiento de los medios públicos, iniciado con la privatización de la televisión en 1993, marcó el camino: se sustituyó la noción de cultura como bien público por la de “industria creativa”. Los presupuestos se redujeron, los centros culturales se gestionaron como empresas y los artistas debieron competir por becas en lugar de contar con estructuras estables de apoyo.
Un nuevo embate llegó en 2020, con la desaparición del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) y los fideicomisos culturales. Aunque se prometió mayor transparencia, la medida significó concentrar el poder presupuestal en Hacienda y someter la política cultural a la lógica de la austeridad. En 2025, el presupuesto de la Secretaría de Cultura equivale a apenas 0.13 por ciento del Gasto Neto Total: el nivel más bajo desde su creación.
Hoy, el Estado ya no produce ni garantiza la cultura: la administra. Las industrias nacionales, debilitadas por la competencia global, sobreviven mediante estímulos fiscales que favorecen la inversión privada. Y el ciudadano, reducido a consumidor, accede a una oferta cultural dictada por plataformas, algoritmos y marcas.
En ese escenario, la pregunta sobre quién determina nuestro consumo cultural tiene una respuesta incómoda: lo determina un sistema donde el Estado se retira y el mercado avanza. Recuperar la soberanía cultural no significa nostalgia por el pasado, sino la urgencia de reconstruir un proyecto que vuelva a concebir la cultura como derecho, no como mercancía.
El estrés se ha incrementado en la población mexicana a causa del ritmo tan acelerado en que vivimos.
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Escrito por Aquiles Lázaro
Licenciado en Composición Musical por la UNAM. Estudiante de la maestría en composición musical en la Universidad de Música de Viena, Australia.