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Donald Trump amenazó a México con múltiples acciones hostiles. Aplicar un arancel de 25 por ciento a las exportaciones, calificar a los cárteles de la droga como “organizaciones terroristas”, para “justificar” así una intervención militar con base en la aplicación extraterritorial de sus leyes. Anunció deportaciones masivas de inmigrantes a México, y en su primer día de mandato declaró emergencia nacional en la frontera, tratando a los migrantes como ejército invasor. También quitará el nombre al Golfo de México. Por su parte, y muy grave, irresponsablemente el gobierno morenista ha escuchado esta andanada de amenazas (algunas ya cumplidas), como si fuera un mal chiste, o baladronadas de un bravucón de pueblo.
Cierto que históricamente Estados Unidos (EE. UU.) ha intervenido aquí de manera consuetudinaria, tratándonos como colonia. La doctrina Monroe (“América para los americanos”) se proclamó precisamente en 1823, a escasos dos años de nuestra independencia formal de España. Interviene de muchas formas: en la designación de gobernantes, empleando fuerzas de seguridad en operaciones encubiertas, tiene totalmente controlada nuestra economía: las trasnacionales americanas dominan los principales mercados, y así un largo etcétera.
Lo nuevo es su potenciada agresividad. Hay un cambio de calidad en el trato a un país débil. Y tengamos claro, este atropello obedece a la necesidad del imperio de salvar su propia existencia, y para “hacer grande a América de nuevo” endurece su política rapaz y abandona toda contemplación diplomática. Trump promete engañosamente el inicio de una “época de oro” de EE. UU., algo ya fuera de toda realidad.
Su decadencia es sistémica, no debida al estilo personal de gobernar de algún político: sus causas no son subjetivas sino estructurales, determinadas por sus debilidades intrínsecas y sus insalvables contradicciones internas; consecuentemente, la acción de un hombre, por arrogante y poderoso que parezca, no puede revertir tendencias históricas. La del imperio es, como dijo García Márquez la “Crónica de una muerte anunciada”, y no hay Rambo que pueda salvarlo. Pero los países débiles sí estamos gravemente expuestos a su furia.
Para sobrevivir, ya antes ha aplicado todos los recursos a su alcance: en los años setenta, el dólar fiduciario, sin respaldo, y el petrodólar, esquema financiero convenido con Arabia Saudita que, vía militar, hizo del billete verde la moneda única en el mercado mundial del petróleo. Pero estos remedios pierden efecto: el mundo se aleja del dólar, y el petrodólar caducó el año pasado.
Asimismo, coacciona a Europa e impone gobiernos obsecuentes al saqueo de los recursos; obligó a la UE a rechazar el gas y el petróleo rusos, para abrirse así mercados por la fuerza. Menguado en su riqueza, pierde su antiguo poderío global y es cada día más cicatero: abandonó la OMS, de la que era principal socio financiero; aportaba aproximadamente 18 por ciento del presupuesto (SwissInfo). Incapaz de costear a la Otan, su criatura, exige ahora a la UE elevar a cinco por ciento del PIB su gasto militar. Todo ello en confesión tácita de debilidad.
Tras de todo esto operan factores estructurales, concretamente su incapacidad de competir, por ejemplo, con el gas barato y el petróleo rusos, o los automóviles eléctricos y otros productos chinos, cuyos bajos precios conquistan el mercado norteamericano, provocando un creciente déficit de la balanza comercial frente a China. “El déficit comercial norteamericano con China en 2024 ha crecido el 8.5 por ciento” (Rebelión, 15 de enero). No pudiendo competir en buena lid (por su rezago tecnológico), EE. UU. declaró una guerra comercial al país asiático y elevó los aranceles. Es, pues, un hecho incontrovertible que está perdiendo la competencia económica frente a China, Rusia y los BRICS.
Considérese por otra parte que el gobierno gasta muy por encima de sus ingresos fiscales, que en el último año cayeron en dos por ciento. Según la Oficina de Presupuesto del Congreso, el déficit fiscal del año pasado suma 1.8 billones de dólares, el más elevado en los últimos tres años, y en este trimestre supera en 39 por ciento al del año anterior. Para resolver se recurre desmesuradamente a la deuda. La deuda federal al 30 de septiembre pasado alcanzó 35.5 billones de dólares, 2.3 billones más que un año antes. Este año, el Gobierno Federal gastará más en pagar intereses que en salud y defensa: en 2023 pagó en intereses 950 mil millones de dólares. La deuda es una bomba de tiempo que puede derivar en una crisis de incalculables consecuencias.
Como solución a sus contradicciones, el imperio recurre habitualmente también a la guerra contra otras naciones para arrebatar sus recursos y adueñarse de sus mercados, con un elevadísimo costo en vidas humanas; como Drácula, el siniestro personaje de Bram Stoker, que para recuperar vida recurre a la sangre de otros más débiles. Algunas de las más recientes tropelías son: Yugoslavia (1999), Afganistán (2001-2021), Irak (2003, 2014 y hasta hoy), Somalia (2007), Siria (2014 hasta hoy), Libia (2011, 2015), Yemen (2011 hasta hoy). Pero el otrora todopoderoso ejército norteamericano ha venido a menos (como consecuencia del debilitamiento económico). Se vio en Afganistán en 2021 y hoy en Ucrania, donde se enfrenta al ejército ruso, tecnológicamente superior, fuerte y experimentado, frente al cual toda la potencia unificada de la Otan está probando el sabor de la derrota.
Sin embargo, ni las invasiones logran revertir la tendencia decadente. Pero como es obvio, el imperio no se rendirá y hará cuanto pueda para sobrevivir o al menos prolongar su existencia, condenada ya por la historia. Y eso hace. Como ha encontrado resistencias inesperadas en otras latitudes, sintiéndose agotado, arremete ahora contra países más débiles, como México, Panamá, Cuba y Venezuela, en este caso, en el área geográfica inmediata, donde intenta atrincherarse; ataca incluso a sus propios subordinados, como Canadá, Dinamarca, Panamá y México.
En síntesis, en esa tesitura las amenazas de Trump adquieren plena credibilidad y deben ser tomadas en serio. Y al respecto, las respuestas facilonas y la indolencia gubernamental revelan una total falta de visión histórica y, en el fondo, de sensibilidad y verdadero amor a la patria, que llevan a nuestros gobernantes a considerar como bromas de mal gusto o simples baladronadas los dichos de Trump, aduciendo que “así es él”, que “es su estilo de negociar”. Pero toda minusvaloración del peligro es suicida. Con eso no hacen más que adormecer la conciencia popular y que los mexicanos se confíen y crean que el gobierno sabrá salvaguardar la soberanía.
Pero hasta ahora éste sólo ha recurrido a frases patrioteras tranquilizantes, como que “nada pasará” o “nos llevaremos bien y habrá diálogo sin subordinación”: subterfugios verbales en lugar de propuestas concretas y un planteamiento claro y contundente. No atina a dimensionar la magnitud de la amenaza, y no tiene la respuesta. Lo suyo son las genuflexiones, como el propio Trump declaró: “Nunca he visto a nadie doblarse así”: Trump al gobierno de AMLO por el programa “Quédate en México” (Proceso, 25 de abril de 2022).
Pero no olvidemos que, en el fondo, la soberanía se defiende construyendo una economía competitiva. ¿Por qué emigran los mexicanos? Porque aquí no hay empleos suficientes, dignos, permanentes y bien remunerados. Porque el nivel de ingreso popular es muy bajo. Y mientras no tengamos una economía próspera, competitiva, con base tecnológica propia, seguiremos siendo un país atrasado, dependiente de las remesas, rehén de EE. UU. en inversión y exportaciones, maquilador y vendedor de mano de obra barata. Y no se ve qué esté haciendo seriamente el gobierno para resolver todo esto.
Por lo anterior, la respuesta gubernamental revela ignorancia supina y exhibe una actitud irresponsable, rayana en la complicidad, ante la ofensiva norteamericana, enfrentando acciones gravísimas con humoradas y subterfugios verbales. No hay lugar para confiarse. La ya atropellada soberanía nacional corre hoy un peligro extremo, que demanda a todos los mexicanos dignos organizarse políticamente y sumar fuerzas.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.