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2ª parte: Ideología y religión
Una vez que el hombre es consciente de las limitaciones del sentido común, de la imposibilidad de entender la realidad y la vida misma a partir únicamente de la experiencia personal, busca explicaciones generales conforme a las condiciones en las que esta conciencia inmediata se ha desarrollado. Mientras no se haya anulado o destruido la capacidad de pensar el ser humano vive en un ansia permanente respecto al propio sentido de la vida. De aquí no se deduce una reflexión puramente abstracta, un momento de incertidumbre absoluta en el que se busquen resolver de una vez y para siempre las preguntas más generales de la vida: ¿por qué?, ¿hacia dónde?, ¿de dónde?, etc. Se ha pretendido, intencionalmente, hacer pasar por filosofía únicamente la reflexión sobre estas interrogantes. A grado tal se ha desvirtuado la función práctica, transformadora, política, de la filosofía, que diversas corrientes del pensamiento terminan por afirmar que su función consiste específicamente en plantear preguntas, no en dar soluciones. Esta degeneración y vulgarización de la actividad teórica es intencional y está orientada a un fin concreto: evitar que el hombre piense, razone, cuestione y transforme su realidad, no sólo la espiritual, sino la material, concreta y cotidiana.
No obstante, no es en la filosofía donde el hombre busca respuesta, de manera inmediata, al sentido fundamental de la vida. Entre el sentido común y la filosofía existe un momento que aparece ante el hombre con la sencillez y la claridad de una acabada concepción del mundo. No requiere de análisis ni de crítica, tampoco de interrogantes; se basta a sí mismo y le otorga a la vida un sentido que trasciende la propia existencia y otorga una seguridad que muy difícilmente la filosofía puede dar. Este momento es el momento religioso. No confundamos religión con cristianismo; lo religioso es, en el sentido que aquí le damos, lo ideológico, una concepción del mundo convertida en fuerza material, «una fase intermedia entre la teoría general y la práctica inmediata o política» (A. Gramsci). La ideología es un «sistema de ideas» que tiene fuerza práctica, un «instrumento de dirección política». En cada época este sistema de ideas se adecúa a unas específicas relaciones de producción y posibilita la continuidad de dichas relaciones. La mitología y la religión sirvieron como ideología hasta la irrupción del capitalismo, sistema que requirió una nueva concepción del mundo acorde con sus intereses económicos, materiales. El capitalismo estableció su propia religión, no mató a Dios como aseguran sus apologetas; en realidad lo sustituyó con una ideología mediocre: el posmodernismo.
El momento religioso tiene dos determinaciones. En primer lugar –un aspecto no menor– otorga una salida lógica a los problemas vitales. Toda incertidumbre desaparece si partimos de la idea de que nuestro destino está escrito, de que lo que nos sucede o sucede a quienes nos rodean, fue previamente pensado, escrito, planeado por un ser celestial y todopoderoso. Aparentemente perdemos poder sobre nuestros actos; nuestra voluntad, o al menos así queremos creerlo, queda gobernada por algo más: una fuerza, una energía, una divinidad. Ella sabe qué hacer y, dado que es en todos los sentidos superior a nosotros, no vale la pena siquiera cuestionar sus fines, sus actos, ni sus métodos. Es una pérdida que no lamentamos. Este mismo razonamiento sirve para enfrentar la fatalidad de la existencia: “Dios sabe por qué hace lo que hace”. A fin de cuentas, al buscar respuestas a los grandes problemas, la religión y la mitología otorgan salidas convincentes, sencillas y, en última instancia, tranquilizadoras. Se puede vivir con ellas. No es de extrañarse entonces que durante más de dos mil años sus cimientos se mantuvieran incólumes. A cambio de estas certezas, la ideología reclama un sacrificio ineludible. Es su segunda determinación, el momento político. Si por un lado la religión garantiza una existencia exenta de dudas, por otro, reclama un sometimiento absoluto. Como instrumento de control, la clase en el poder hace uso de ella para evitar que el sistema, que hace prevalecer sus intereses sobre las grandes mayorías, se resquebraje. Si tu felicidad queda garantizada en un posible “más allá”, no cuesta nada entonces pagar, a cambio, con tu trabajo y tu vida misma, el boleto de entrada que se cobra en el “más acá”. Exige el sacrificio de toda crítica; todo cuestionamiento sobre el orden social es castigado y repudiado. Queda prohibido pensar: sólo se precisa obedecer.
Sin embargo, el momento ideológico, a pesar de tener en todo sistema económico la misma finalidad –el dominio de una clase sobre otra–, se distingue en las distintas épocas en aspectos esenciales. La mitología y la religión contenían, en su forma “filosófica”, la exigencia de la comunidad. No existía el individuo en el sentido moderno, del hombre aislado, egoísta. «La palabra “individual” significaba originalmente “indivisible” o “inseparable de” otra cosa.» (Eagleton). De tal manera que el sentido de la vida se presentía como parte de un todo mayor, de un algo superior a mí mismo. Mi existencia era sólo concebible a partir de la de los demás. De ahí el significado de iglesia: «comunidad o asamblea». El capitalismo borró todo rastro de pertenencia. Al declarar la muerte de Dios acabó con toda idea genérica del hombre, con toda forma de organización colectiva. Esta ideología era congruente con un sistema cuyo fundamento era la propiedad privada. El culto al “yo” no era más que el reflejo superestructural de una necesidad económica. De esta manera la sociología, que había desplazado ya en el ambiente teórico a la filosofía, fue desplazada violentamente por la psicología. Todos los problemas sociales se hacían pasar ahora por problemas individuales. Los daños económicos y sistémicos provocados por el capitalismo se trataban como desviaciones de la personalidad. De ahí que, males apenas visibles en otras épocas aparecieran en la modernidad como enfermedades endémicas: ansiedad, depresión, estrés, etc. La ideología en el capitalismo había invertido las cosas en la conciencia del hombre: el mal no radicaba en un sistema que hacía del individuo un instrumento y de la vida un medio de existencia; sino en las ideas disfuncionales e inadaptadas que había que encorsetar nuevamente, ya fuera de manera sutil, con tratamiento psicológico, o violentamente, medicando el cerebro para adaptarlo al sistema.
A fin de cuentas la ideología, tanto en las épocas precedentes como en la actual, cumplía un doble objetivo: por un lado aliviar la consciencia de los hombres y, por otro, someterlos a las exigencias de un sistema que requería de ellos únicamente dos cosas: trabajo y obediencia. Iba más allá del sentido común, es cierto, y sin embargo estaba muy lejos aún de la filosofía. Pretendía acercarse a una concepción general del mundo y de la vida y, sin embargo, al menos en las formas que hemos tratado hasta ahora, tenía un pequeño inconveniente: era mentira. La respuesta a los problemas sociales, incluso a los problemas fundamentales de la vida, estaba en la filosofía, pero en una filosofía concebida científicamente, no como consolación, como una manera de “prepararse para morir”, como pensaban los antiguos, sino como arma de transformación efectiva de la realidad. Este último momento de la conciencia, el filosófico o científico, lo veremos en una siguiente entrega.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).