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Un nuevo concepto político se ha erigido como la diana predilecta de los gobiernos ultra-neoliberales en América Latina y Europa: el “marxismo cultural”. Javier Milei, presidente de Argentina, autoproclamado “libertario anarco-capitalista” y erigido como vocero del neoliberalismo occidental, se ha volcado en sus discursos contra esta “forma de adoctrinamiento” propia de “zurdos” y “feministas”. Al igual que el presidente de El Salvador: Nayib Bukele, alude al “marxismo cultural” como un fenómeno ideológico, a su juicio producto del pensamiento de Antonio Gramsci (reconocido marxista italiano), como causa fundamental de la decadencia de los pueblos. A la ideología de género, el ecologismo, las luchas raciales e incluso el calentamiento global al que define como: “un invento del socialismo”, antepone una ideología diferente: “que recupere a la familia tradicional” y los “verdaderos” valores humanos. Dos falacias encubren este razonamiento. Primero: las expresiones y “valores” que se pretende atacar son propias del liberalismo, particularmente del llamado “liberalismo woke” cuya característica radica en desarticular toda lucha política de la lucha de clases, vaciándola así de contenido y volviéndola estéril ante los problemas que pretende resolver. Segundo: ninguna de las ideas a las que alude como “marxistas” tiene la más mínima relación con los principios de esta teoría general. El marxismo como teoría, tiene principios y fundamentos, conceptos elaborados a partir del estudio concreto de la realidad. Como ninguna teoría general, está exenta de la crítica. Sin embargo, sólo se puede criticar lo que se conoce. De otra manera se pelea contra enemigos imaginarios, fantasmas y espectros, que surgen de nuestro propio temor y a los que enunciamos no por lo que son, sino por lo que representan en nuestra fantasía. «Es fácil aparentar –escribe el Gramsci real, no el imaginado por Milei– que se ha superado una posición rebajándola, pero se trata de pura ilusión verbal». Esta lucha contra los espectros, este “heroísmo de las apariencias” no es, sin embargo, particular de los delirios ultraneoliberales. ¿Por qué se disfraza hoy al enemigo de “marxista”? ¿A qué responde cubrir con este ropaje terminológico todo lo que se pretende criticar? ¿Qué hay detrás de la tergiversación y satanización de esta corriente del pensamiento? No es sólo ignorancia.
Cada época histórica, al sentirse sacudida, al ver caer a pedazos el edificio sobre el que se erigió, tiende, poseída por un miedo pavoroso, a ver fantasmas por todos lados; espectros que conspiran en su contra. No está capacitada a entender su propia caída como una necesidad, como un fenómeno natural producto de sus propias y antagónicas contradicciones. ¿Cómo lo estaría? Toda época que languidece presiente, aún entre estertores, un posible renacimiento.
La brujería, la alquimia y los diversos faustos, son productos propios de una época que fenece: la Edad Media. Perdía entonces la Iglesia su poder ideológico y la única forma manifiesta para perpetuar lo más posible ese momento de agonía radicaba en apelar a lo demoniaco. Los primeros avances de la ciencia, que ponían en tela de juicio toda la vieja concepción del mundo, fueron atacados con encono y furor por los representantes de la Iglesia, no por sus efectos prácticos –la religión en algún momento llegó incluso a manifestar más simpatía por la ciencia que el idealismo moderno–, sino por el significado ideológico que contenían. El papel de Roberto Belarmino lejos está de ser un fenómeno particular. Belarmino es un fenómeno histórico; su existencia encarna una época. Su papel histórico es de todos conocido: fue él el verdugo de Giordano Bruno, acusado de hechicería y condenado a la hoguera por sus descubrimientos sobre el movimiento de los astros. Fue el encargado también, algunos años después, de seguir el proceso de Galileo Galilei, a quien, en 1616, por órdenes del Papa Paulo V, leyó este veredicto: «Debe abandonar por completo la opinión de que el Sol se detiene en el centro del espacio y la Tierra se mueve a su alrededor, y de ahora en adelante no sostener, enseñar, o defender de cualquier manera esa doctrina, ya sea do forma oral o por escrito». Esta sentencia no era sólo la condena del reo. Galileo, como Belarmino, representaba una época. Fueron las últimas palabras, la extremaunción, del feudalismo.
Cuando un sistema pierde dominio ideológico, cuando sus ideas no sirven ya para justificar la realidad existente a la que la mayoría de los hombres se someten conscientemente; al verse obligado a sustituir la fuerza de las ideas por la coerción, hablamos entonces de pérdida de hegemonía. La clase en el poder ha pasado de ser “dominante” a ser únicamente “dirigente”. La pérdida de hegemonía es, en otras palabras, la crisis superestructural; el cuestionamiento de las ideas, valores e instituciones a las que hasta entonces los hombres habían dado el carácter de “leyes naturales”. Y la crisis de la superestructura es sólo la advertencia de una crisis más profunda: el trastrocamiento estructural de las relaciones sociales de producción. ¿A qué recurre la clase en el poder al presentir su hundimiento? A la demonización, satanización y persecución de todo lo que exhale “olor de revolución”.
Las primeras líneas del Manifiesto del Partido Comunista, escrito por Marx y Engels en 1848, contienen una vigencia incuestionable cuya actualidad sólo confirma la certeza de su pensamiento: «Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo. Contra este espectro se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes […] No hay un solo partido de oposición a quien los adversarios gobernantes no motejen de comunista, ni un solo partido de oposición que no lance al rostro de las oposiciones más avanzadas, lo mismo que a los enemigos reaccionarios, la acusación estigmatizante de comunismo».
Era el comunismo un espectro únicamente para las reaccionarias fuerzas políticas de la Europa decimonónica. Su nombre se mencionaba con temor y en voz baja en las iglesias, los palacios y el Parlamento. La rancia aristocracia y la naciente burguesía se santiguaban fervorosamente al oír mentar la palabra comunismo; más peligroso aún que el demonio, puesto que su poder era terrenal. Las palabras de Marx y Engels tienen por objeto desmitificar el comunismo, desmonizarlo, quitarle el carácter de espectro y darle cuerpo y consistencia a una teoría que era conocida en gran medida sólo por la viperina lengua de sus enemigos: «es ya hora de que los comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de esa leyenda del espectro comunista con un manifiesto de su partido».
El comunismo, al volverse científico, se transformó en marxismo. Marx y Engels, los padres del comunismo científico, dieron con su trabajo cientificidad a una teoría que era antes sólo utopía. Ha pasado casi siglo y medio desde la muerte de Marx y sus ideas continúan causando pesadillas a la clase en el poder. La razón de esto radica en la veracidad de las mismas; en la actualidad de su crítica. Las relaciones de producción capitalistas, que Marx analizó pormenorizadamente en El Capital, conservan su esencia y hacen del marxismo la única crítica real, esencial y, por lo tanto, efectiva y revolucionaria. Las leyes de la producción capitalistas que Marx enunció y demostró concretamente, se mantienen vigentes; lo que hace de la lucha de clases una realidad indiscutible. Tergiversar el marxismo para atacarlo es una sucia artimaña que no ha dejado de ser útil para la clase dominante. Lo fue hace un siglo y lo es ahora. Sin embargo, a diferencia del espectro que combatía la burguesía decimonónica, el Materialismo histórico y las leyes por él descubiertas han borrado todo rastro fantasmagórico haciendo de él una teoría robusta y materialmente bien constituida. Sus fundamentos económicos, mientras el capitalismo exista, son irrebatibles. Hoy, cuando el sistema está en franca decadencia es natural que se renueven la calumnia y el estigma; que se multipliquen los ataques y la ferocidad de los mismos. No evitará esto que la realidad, de la que el marxismo es sólo expresión teórica, alcance a los charlatanes y fariseos. Todo ello en la medida en que, parafraseando a Marx, el arma de la crítica se vuelva fuerza material, y se vuelve fuerza material en cuento se apodera de las “masas”.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).