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Se piensa que las grandes transformaciones sociales son producto de grandes genios, de estrategas sin igual o de inteligencias superiores a las que el común de la gente debe, por naturaleza, obediencia. Estrategas como Napoleón, Alejandro, César, Wellington o Kutúzov, por mencionar sólo aquellos que la literatura recoge apasionada y fervorosamente para colocarlos en el pedestal de la historia, aparecen ante nuestros ojos como los artífices del mundo, ungidos por la divinidad o dotados de las facultades espirituales que sólo a los elegidos llegan. Existen, por otro lado, estadistas que, pasando la guerra a jugar un papel secundario en el control del mundo moderno, son canonizados por sus compatriotas por sus facultades “políticas”: aquellas que les permitieron salvar a una nación declarando la guerra a un invasor “en potencia” y en un territorio muy lejano; ganar una batalla sacrificando “valientemente” a millones de sus compatriotas; derrotar astutamente y con un movimiento audaz al enemigo feroz que ellos mismos crearon. Churchill, Palmerston, Bismark o Roosevelt son algunos ejemplos de estos hombres probos que, como Napoleón, pensaban: “hay que salvar a los pueblos a su pesar”.
La historia contada de esta manera parece ser obra de individuos y no de pueblos. Nada más alejado de la realidad y, sin embargo, más arraigado en la conciencia colectiva de naciones enteras. ¿Qué permite esta creencia? ¿Cuáles son los efectos que sobre el destino de los pueblos tiene la imposición de la voluntad individual sobre la voluntad colectiva? Podríamos buscar la respuesta a estas interrogantes indagando en la historia, escudriñando en la vida personal de los “grandes hombres” y demostrando su fatuidad. Pero no es ese nuestro objetivo. Lejos está nuestra intención de caer en la iconoclasia, esa deformación de la historiografía que aleja todavía más al historiador de la comprensión de las leyes que rigen el devenir humano. Nuestro objeto de estudio está, por ahora, en el movimiento de lo real; en los cambios históricos que los últimos años se suceden a una velocidad vertiginosa y que empiezan a sentar las bases de una nueva etapa en el acontecer de la humanidad. Esto no es palabrería. “La historia que había venido contando por décadas”, cuenta ahora por años, luego, contará por días.
Ésta es la razón de que se ponga de relieve el papel crucial que juegan los pueblos, la voluntad colectiva, las “masas”, en el quehacer de la historia. El numen de las revoluciones no ha sido nunca otro que el “pueblo” aunque hoy se le relegue ficticiamente a comparsa de las grandes individualidades. La inconsciencia de este hecho permite que se le manipule y se le utilice, que su voluntad se someta a ideas que en abstracto parecen hermosas pero que en el terreno de lo concreto terminan en nada: libertad, igualdad, democracia, progreso, etc. Los demagogos y sicofantes han aprovechado la indulgencia e inconsciencia de las mayorías para arrastrarlas a un destino que nada tiene que ver con sus intereses; han utilizado su bondad y aluden a principios morales para enfrentar a pueblos y naciones que deberían hermanarse frente al enemigo que, sin escrúpulos, los invita a matarse por “el bien de la humanidad”, por la “salvación de la democracia” o, como resuena hoy en todo el mundo: “por los valores de la civilización occidental”.
Después del rotundo fracaso de la OTAN en Ucrania, los dueños del poder en Europa y Estados Unidos han comenzado a hacer llamamientos a pueblos y naciones a prepararse para una nueva guerra contra el enemigo en Moscú. Lo que está pasando en Ucrania, según Macron, presidente de Francia, es “Una guerra existencial para nuestra Europa y para Francia”. “No cejaremos en nuestro apoyo”, manifiesta por su parte Olaf Scholz, jefe de gobierno alemán, aludiendo al envío de armamento al gobierno ucraniano. “Espero que los que estén en condiciones de servir en el Ejército ucraniano vayan […] Hay que servir, y no a partir de los 25 o 27 años” dijo por su parte el senador estadounidense Lindsey Graham exigiendo el reclutamiento de jóvenes menores de edad para el ejército de Zelensky. La consigna de la OTAN, las grandes transnacionales europeas y sus marionetas en el poder disfrazadas de “grandes estadistas”, era, hasta hace unos días: “pelearemos esta guerra hasta el último ucraniano”. Ahora, viendo que la causa ucraniana está perdida y que el conflicto parece decantarse a favor de Rusia, el discurso comienza a aludir a “nuestra Europa” y “nuestros valores”. Es decir: “sacrificado el pueblo ucraniano es hora de sustituir la carne de cañón ucraniana por la europea” y, como la desesperación es palpable y la lengua no tiene hueso, nuevamente es Macron quien confirma la posible nueva fase de la guerra: “Hoy no hay consenso –dijo temerariamente hace unos días– sobre el envío de tropas terrestres, pero no se puede descartar nada […] Haremos todo lo posible para evitar que Rusia gane esta guerra. Estamos convencidos de que la derrota de Rusia es necesaria para la seguridad y la estabilidad en Europa”.
¿Quiénes “haremos” todo lo posible? ¿Quiénes son los “convencidos” de la necesidad de derrotar a Rusia? ¿A qué “estabilidad” se refiere cuando habla de Europa? En una encuesta realizada recientemente por la encuestadora “Elabe” para los medios de prensa y TV: BFM y La Tribune Dimanche, cuatro quintas partes de los encuestados se opusieron a enviar tropas francesas a suelo ucraniano, manifestando así una clara oposición a las intenciones de la elite a la que defiende su presidente. Este resultado, casi con toda seguridad, se repetirá en cada nación del continente europeo. La experiencia de dos guerras mundiales no se olvida fácilmente. Sin embargo, y a pesar de la abierta oposición entre la ciudadanía, las cosas parecen tomar ese rumbo.
Pero esta guerra, como se ha dicho ya, no es una guerra entre el pueblo ruso y el pueblo europeo. No es cierto que estén en juego los “valores” occidentales. Lejos están las intenciones del pueblo ruso, quien recientemente respaldó abrumadoramente a su presidente con más del 87% de aprobación, de rusificar Europa. Todo esto no son más que las canalladas del imperialismo disfrazadas con discursos y palabrería para lanzar al pueblo a una nueva confrontación militar y salvar así los intereses de un capitalismo putrefacto. La tendencia es la guerra continental y, en poco tiempo, la guerra mundial. A menos, y aquí está el quid del futuro de nuestro mundo, que los pueblos cobren consciencia de lo que está en juego; que se levanten de ese sueño amargo que ha permitido a sus enemigos controlar su destino y sacrificar tantas vidas como sean necesarias para sostenerse en el poder; que recuperen la consciencia colectiva de la que han dado ya prueba fehaciente en luchas pasadas, y transformen lo que parece ser una guerra universal, en una guerra interna de clases que desplace, de una vez y para siempre, a la clase parasitaria y vampiresca que, antes de dejarse derrotar por el enemigo externo que hoy le planta cara, no dudará en sacrificar a su propio pueblo a cambio, como Judas, de unas cuantas monedas. La historia, que no se olvide nunca, la hacen los pueblo y hoy, los pueblos, tienen la palabra.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).