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Uno de los indicadores del desarrollo de las fuerzas productivas de un país es su productividad. En el modo de producción capitalista, que las industrias alcancen altos niveles de productividad no garantiza automáticamente que los trabajadores se beneficien. Esto se debe a que, bajo este sistema, el excedente generado por la fuerza de trabajo se concentra en los dueños del capital. Además, en el capitalismo en su fase imperialista, la organización de la producción se ha configurado para disminuir costos, de tal manera que las empresas emigren de sus países de origen hacia otras zonas, generalmente donde hay mano de obra, materias primas y energías baratas. La mayoría de las veces, este tipo de empresas repatrian sus utilidades a los países de origen. Este fenómeno ha profundizado las desigualdades, ya que los incrementos en productividad no siempre se traducen en mejoras salariales o condiciones laborales para los trabajadores locales.
No obstante, un país con industrias y empresas con altos niveles de productividad puede tener beneficios indirectos para sus trabajadores. Por ejemplo, las empresas más productivas –dependiendo de la correlación de fuerzas entre el capital, los trabajadores ocupados y el ejército industrial de reserva– pueden verse presionadas a ofrecer mejores salarios o prestaciones laborales. Además, el aumento de la productividad suele dinamizar la economía, atrayendo inversiones y diversificando el tejido industrial, lo que amplía las oportunidades de empleo. También, se establece un círculo virtuoso entre cualificación laboral y adopción tecnológica: a medida que los trabajadores adquieren habilidades más avanzadas, las empresas incorporan tecnologías más eficientes, lo que retroalimenta la productividad. Sin embargo, estos efectos dependen críticamente de factores como las políticas laborales, la organización sindical y el modelo de distribución de la riqueza. Es decir, entre tener un país con baja o alta productividad, es preferible la segunda, por el margen de acción que se tiene para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores.
Existen grandes dificultades en la medición de la productividad y es complicado compararla entre ramas de la producción y entre países, pues no se toman en cuenta elementos como la calificación de la mano de obra o la complejidad del trabajo que se realiza. Por ejemplo, como dijo Marx, una hora de trabajo complejo puede desdoblarse en varias horas de trabajo simple. A pesar de estas reservas, la mayoría de las veces se mide la productividad laboral como la cantidad de dinero equivalente a los bienes producidos en un periodo de tiempo determinado. Tomando en cuenta este indicador, en México, la productividad laboral en casi todas las ramas de la producción se ha mantenido estancada desde hace más de 10 años: de las 86 ramas del sector manufacturero, sólo 27 han aumentado su productividad en más del dos por ciento. De éstas, 11 corresponden a ramas productoras de bienes con procesos de producción sencillos, como productos de panadería, textiles, calzado, de madera y muebles de oficina. Esta baja productividad en México tiene varias explicaciones, entre ellas, que en México se invierte muy poco en innovación y desarrollo: en 2024 nuestro país invirtió apenas el 0.27 por ciento del PIB, mientras que Estados Unidos invirtió el 3.6, Canadá el 1.7 y China, el 2.7.
Si bien un alto nivel de productividad no asegura por sí mismo mejoras en la fuerza de trabajo, sí crea un escenario más favorable para conseguirlas. La alternativa no es renunciar al aumento de la productividad, sino impulsarla mientras se construyen mecanismos de redistribución de la riqueza generada. Esta doble tarea exige, por un lado, una política industrial activa por parte del Estado que supere la histórica incapacidad de la burguesía mexicana para desarrollar plenamente las fuerzas productivas nacionales, invirtiendo en investigación y desarrollo; y por otro, la implementación de medidas concretas que aseguren que los frutos de esta mayor productividad beneficien efectivamente a quienes la generan: los trabajadores.
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Escrito por Ollin Vázquez
Maestra en Economía por la UNAM.